EL MUNDO › OPINIóN

Vivir en Suecia

 Por Lalo Barrubia *

Desde Malmö

Esta nota plantea un debate con un artículo de Martín Becerra, “Suecia al revés”, publicado por PáginaI12 el sábado 26 de julio.

Además de Gastón y María, viven en Suecia algo más de un millón de inmigrantes, algo así como el 11 por ciento de la población. Alrededor del 30 por ciento de los desocupados son inmigrantes. De los restantes, apenas algunos pocos trabajan como neurocirujanos en el Instituto Karolinska o en ocupaciones de ese status.

Es posible que los hijos de los neurocirujanos nazcan en excelentes hospitales, pero no significa que todos, ni la mayoría de los hospitales, sean excelentes, ni que la supuesta atención universal se cumpla de la misma manera en todo el país. Primero es necesario que el médico que te toca tenga alguna idea del origen de tu padecimiento, cosa que no siempre sucede. O que la enfermera que te atiende no esté agotada haciendo jornadas dobles por falta de personal.

Es cierto que los trabajadores suecos gozan de una de las licencias por paternidad más extendidas del mundo. Pero no es cierto que los jardines de infantes sean gratuitos ni que las dos cosas puedan combinarse. Muchas veces los padres están obligados a tomarse más licencia por paternidad de la que quisieran porque no consiguen un cupo en una guardería cercana.

Los hijos de inmigrantes tienen derecho a aproximadamente una hora de estudio de la lengua materna por semana. Muchas veces esa hora se consume en la búsqueda del equilibrio en clases integradas por niños de diferentes edades o se pierden a causa de otras actividades. Si bien los hispanoparlantes son relativamente privilegiados en este campo, en muchas otras lenguas ni siquiera se cuenta con profesores capacitados o programas de estudio. Y en caso de que los padres intenten quejarse deberán escuchar que deberían estar agradecidos de que el Estado gaste dinero en enseñarles a sus hijos una lengua minoritaria, sin que a nadie le preocupe si ese dinero es correctamente utilizado.

Las calles del centro de Estocolmo y de los barrios donde viven los neurocirujanos del Karolinska son calmas. Sin embargo, el aumento de la violencia callejera y gratuita es un fenómeno que tiene ocupados a investigadores de disciplinas varias desde hace años sin llegar a conclusiones muy satisfactorias.

El transporte colectivo de la ciudad, y de muchas otras ciudades de Suecia, es aceptablemente bueno, y caro. El servicio pertenece a las comunas pero en las grandes ciudades está delegado en enormes empresas internacionales con contratos que se renuevan periódicamente. Para aprovechar al máximo su cuarto de hora, las empresas usan muchos métodos. Uno de ellos es estirar al máximo los horarios de los trabajadores. Hace un par de semanas los conductores de autobuses fueron a la huelga. Lo que reclamaban era la extensión a las empresas privadas de una regla ya existente para los trabajadores públicos (de las pequeñas comunas que atienden el transporte colectivo), que les otorga el derecho a un mínimo de ¡once! horas de descanso entre una y otra jornada laboral.

En Suecia hay pocas farmacias. El monopolio estatal de la comercialización de drogas legales ha garantizado la seriedad y los precios accesibles de los medicamentos durante años. Pero las farmacias son demasiado pocas, y tienen horarios limitados, y se mantienen cerradas durante meses para hacer reformas en el local. Empeorando el servicio se intenta convencer a la población de las incomodidades del monopolio para lograr apoyo público para la liberalización del mercado. Es decir, el monopolio de la farmacia se ha convertido más en un elemento de especulación política que en una garantía de servicio para la población.

Todas estas cosas discuten los políticos una vez al año en una semana estival en la región balnearia más cara de Suecia, donde la gran mayoría de la población no puede más que seguir los debates por televisión. En Suecia hay periodistas políticos serios e independientes que formulan preguntas interesantes, pero están lejos de ser todos. En Suecia hay políticos que contestan con seriedad las preguntas, pero no es una condición destacada entre los gobernantes.

Además de los canales privados y comerciales sobrecargados de productos basura fundamentalmente de origen norteamericano, hay en Suecia canales públicos de televisión que se financian mediante una tarifa que no es un impuesto. Aquellos que tienen aparatos receptores de TV están obligados a pagar la tarifa. Es una tarifa cara. Por lo cual hay muchos que la evaden.

La existencia de marcos legales para garantizar la integridad individual y la competencia justa en los medios de comunicación, como por ejemplo el ombudsman o las colaboraciones estatales para la publicación, no tienen un valor menor. Claro que, paradójicamente, muchas veces las posibilidades de éxito de una demanda están más relacionadas con la repercusión del caso en los medios que con su contenido.

La regulación de la propaganda merece también un comentario positivo. No hay propaganda de bebidas alcohólicas ni cigarrillos. No hay propaganda dirigida a los niños. No es inusual que ciertos anuncios se clausuren por mentir o confundir acerca de un producto. Sin embargo, eso no ha logrado evitar que el más banal, de los consumismos sea un fenómeno cada vez más extendido en la población sueca. Los centros comerciales se abarrotan los días de lluvia porque la gente sale de compras como mero entretenimiento. Los adolescentes de las clases acomodadas reivindican abiertamente desde sus blogs el derecho a comprar como una forma de diversión o para compensar sus desencantos amorosos. Y las enormes cantidades de desperdicio no podrían describirse de forma realmente convincente.

Es muy cierto que Suecia ha dado un salto en los últimos cien años desde una enorme deuda social y una economía atrasada a uno de los sistemas económicos y de seguridad social más desarrollados del mundo. Y con desarrollado no quiero solamente expresar avanzado en calidad, sino también de enorme cobertura, minuciosidad y basado en un estricto control social que raya los límites de la integridad. La información que maneja el Estado sueco acerca de cada uno de sus habitantes podría asustar a cualquier persona que no esté acostumbrada a vivir en una sociedad así.

Y es muy dudoso afirmar que lo que transformó Suecia fueron exclusivamente políticas dirigidas a la equidad y la inclusión. Esas políticas forman parte de un complejo proceso histórico en el que, entre otras cosas, Suecia salió intacta de dos crueles guerras gracias a aquello que algunos llaman neutralidad, pero que también puede interpretarse como estar bien con dios y con el diablo. Esas políticas se sostuvieron en la matanza de obreros en las protestas sindicales de los años ’30. Esas políticas sirvieron también como fundamento para programas de limpieza social que se llevaron adelante hasta avanzados los años ’60 con medidas como la esterilización obligada de personas con deficiencias o padecimientos psíquicos, que podía incluir alcohólicos y marginados.

Todo esto no es para criticar el sistema impositivo sueco, sino todo lo contrario. Un pequeño grupo de la población que tiene los ingresos más altos del país paga –efectivamente– el 50 por ciento de sus ingresos al Estado. Claro que algunos de los que están en el tope del registro saben establecer sus empresas en Suiza, o montar sus fábricas en países pobres para poder gravar sólo una parte de sus ingresos reales.

Todo esto es para decir que la realidad sueca puede ser tan compleja de analizar o comprender desde afuera como el conflicto argentino de los tributos al agro. A pesar de los estragos que las reformas del actual gobierno liberal están haciendo en el modelo sueco, y especialmente en el sistema tributario, puede decirse que el sistema tributario sueco todavía está dentro de lo más cercano a la justicia que puede encontrarse en el mundo capitalista. Pero está muy lejos de garantizar el paraíso.

* Escritora, licenciada en Trabajo Social. Radicada en Malmö, Suecia.

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