EL MUNDO › OPINIóN

8 de mayo de 1945: el fin de la Segunda Guerra Mundial

 Por Jack Fuchs

Si buscamos la definición en el diccionario, una guerra es un conflicto bélico o lucha armada entre dos o más países o bandos. El concepto se relaciona con términos como batalla, combate y lucha, entre otros. Mundial, por su parte, es un adjetivo que permite nombrar a aquello que se desarrolla en varios países del mundo. La noción de guerra mundial, por lo tanto, se utiliza para referirse al conflicto bélico a gran escala que cuenta con la participación de países de distintos continentes. Existe consenso respecto de la existencia de dos guerras mundiales a lo largo de la historia: la Primera Guerra Mundial y la Segunda Guerra Mundial.

Cuando se habla de la Segunda Guerra Mundial, se la sitúa entre los años 1939 y 1945. Mundial es un calificativo un poco tramposo. Durante ese período, más del 90 por ciento de la población mundial seguía con su vida normal. Alguno que otro país mandó un barco o una centena de soldados al conflicto. Algunos países perdieron millones de personas; otros casi ni participaron, o simplemente dijeron simpatizar con alguno de los bandos y declararon la guerra sin involucrarse.

En la Primera Guerra Mundial, también conocida como Gran Guerra, se movilizaron más de 60 millones de soldados y fallecieron 10 millones de personas. El conflicto estalló por el enfrentamiento entre el Imperio Austrohúngaro y Serbia, que contó además con la participación de Rusia, Alemania, Francia, Reino Unido, Bélgica, Japón, Estados Unidos e Italia, entre otros países.

Hay quienes dicen que la Segunda Guerra Mundial fue el único conflicto que verdaderamente se desarrolló a escala planetaria. Intervinieron más de setenta países y murieron unas 60 millones de personas, lo que supone cerca del 2 por ciento de la población mundial de la época.

La historia puso en evidencia una vez más la condición humana. Una vez terminada la Primera Guerra Mundial, Europa había quedado recubierta de imágenes de espanto. Sin embargo, 20 años después se volvió a cubrir de cadáveres. A Auschwitz e Hiroshima les siguieron, durante el siglo XX, Corea, Argelia, Vietnam, la amenaza constante de catástrofe nuclear, la guerra entre Irán e Irak, el Golfo, la guerra de los Balcanes.

En este siglo XXI no encontramos tregua alguna. El derramamiento de sangre ha sido una constante para el género humano. Las guerras existen para que en el marco de ellas todo esté permitido. Frente a la realidad de que estas imágenes atroces se vuelven naturales y parte de nuestra vida cotidiana, me vuelvo a preguntar por qué seguimos atribuyendo causas de todo tipo a la violencia que forma parte de nuestras sociedades.

La Segunda Guerra Mundial fue el destructor de pueblos y recursos más indiscriminado de la historia moderna. Los demógrafos han estimado las pérdidas civiles: mató a por lo menos el doble de inocentes que de soldados, que suman por lo menos 21 millones. Los países del Eje perdieron más de 3 millones de civiles, los Aliados por lo menos 35 millones, entre los cuales más de 28 millones eran rusos y chinos. El peor asesino “individual” fue el sistema de campos de concentración y de trabajo esclavo alemán, en el cual por lo menos 12 millones de personas murieron. De estas víctimas, 6 millones eran judíos europeos, deportados de cada país ocupado y de los países integrantes del Eje por propósito de limpieza étnica, y durante los últimos años de la guerra, genocidio. Las otras víctimas eran trabajadores esclavos juntados para la construcción de fábricas, que murieron de inanición y enfermedades. Los bombardeos estratégicos causaron entre 1,5 y 2 millones de muertes en Alemania, Japón, Francia y Gran Bretaña.

Hay todavía muchos misterios que develar; entre ellos, cómo vivió el pueblo alemán la Segunda Guerra Mundial. ¿Se sintió derrotado o liberado al final de la guerra? Sobre ello no hay mucho escrito. Lo mismo ocurre con el afán de explicar los orígenes de las guerras. Son las ideologías –capitalismo, imperialismo, entre otros– las culpables de todo, “etiquetas” que parecen tranquilizar al hombre, pero que en esencia no explican nada.

Cuando las guerras “se terminan”, se cuentan las pérdidas, humanas y materiales. Estadísticas sobran; explicaciones también. Muchos esfuerzos y mucha tinta para intentar justificarlas, pero muy poco para intentar frenarlas. Será que la verdadera guerra –la del hombre contra sí mismo– no acaba nunca.

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