EL MUNDO › OPINION

El otro gran Julio

 Por Ariel Dorfman

¿Qué quieres que te diga, Ariel?

Fue lo primero –incluso antes de darnos un abrazo– que me dijo Julio Scherer cuando nos conocimos en Cocoyoc en el verano de 1980 para el Concurso sobre Militarismo en América Latina. La frase se repetiría cada vez –y fueron muchas– que nos volvimos a encontrar, a conversar por teléfono, a mandarnos libros y cartas y recuerdos y parabienes. Ese hombre que sí sabía qué decir y lo decía sin miedo y lo escribía con un talento y una prosa que envidiarían los más afamados autores, nunca se quedó sin palabras ante el poder y la vileza y la injusticia, pero cuando hablaba conmigo quería enfatizar que nuestra amistad, la emoción que lo embargaba, no admitían palabras.

La verdad es que no sé por qué me tomó tanto cariño, a mí, a mi Angélica y a nuestros dos hijos. Es cierto que mucho antes de darnos ese abrazo inicial había leído mis libros y que había publicado artículos míos, primero en Excélsior y luego en Proceso. Y cierto también que nuestro desamparo y exilio, y la solidaridad ante las vesanias de Pinochet, me colocaba en un lugar especial, nos convirtió en automáticos conspiradores. Pero tal identificación política no retrata lo que tenía de especial Scherer ni nuestra relación. En esta época de traiciones y dobleces y doblegaduras –”qué quieres que te diga”– reconocí a alguien que entendió que si no cuidamos la verdad, si no cuidamos la lengua tan fácil de corromper, si no resistimos las tentaciones del autoritarismo y del consumo fácil, no merecemos ser labradores de esa verdad y aquella lengua. Supongo, quizá presumo, que él haya visto algo similar en mi propia actitud. Que éramos hermanos en la búsqueda de un mañana que prometía amanecer, pero vaya que tardaba.

Y, sin embargo, tampoco todo esto, tampoco su amor por Allende y por la Tencha, tampoco la causa chilena y su vocación latinoamericana, me parecen suficientes para explicar tanta ternura que mostró, tanta consideración, tanto cariño. Me sentía un poco hijo suyo, hermano muy menor, compañero de reencarnaciones antiguas que ninguno de los dos habíamos enteramente olvidado. Por eso nos convidó a Angélica y a mí a su casa varias veces –lo que no es habitual en México, ya lo sé–. Por eso nos ofreció conseguir residencia en su país cuando quisimos radicarnos en el Distrito Federal en 1981. Por eso fue tanta su amargura cuando el presidente López Portillo le negó aquel favor a Scherer como parte de su venganza por la campaña sobre los escándalos del petróleo en Proceso. Por eso me llamaba por teléfono y me instaba a que nos viniéramos, toda la familia, todos los gastos pagados por él. Por eso me pedía que le avisara cuándo era conveniente que él nos visitara en nuestro exilio en Estados Unidos, “tomo el primer avión y ahí estoy”.

Y tal vez por eso me regaló diez corbatas de su propia colección, porque supo que a mí no me gustaba usarlas ni tenía una en mi ropero, “te verás más elegante así, los colores te vendrán bien, qué quieres que te diga, Ariel”.

Es un milagro que alguien que fue tan gran periodista, uno de los mayores de nuestro tiempo en cualquier continente, que ya era una leyenda cuando me avisó que no tenía palabras para expresar la alegría de conocernos, yo que era un joven escritor de treinta y ocho años, es un milagro, repito, que alguien con tantos contactos en el mundo de los altos privilegios y mandos, haya sido simultáneamente tan humilde y modesto y reservado, jamás pidiendo un favor por muchos que él haya concedido, jamás ufanándose de su propio poder, aunque vaya si lo tenía y vaya si lo ejercía y vaya que le gustaba diagnosticar cómo funcionaba el mundo.

Y ahora me cuentan que ha fallecido y no lo quiero creer. Me pasó algo similar hace treinta años con Cortázar, ese otro gran Julio. Tal vez no quiso Scherer irse en el mismo año del centenario de Cortázar, tal vez no quiso hacerlo en el año en que su Gabriel (nunca le decía Gabo, “qué quieres que te diga, Ariel”) y su Vicente Leñero y el nuestro también se nos fueron.

Y estamos desamparados de nuevo, no porque haya un dictador en Chile o haya miseria y malignidad y desaparecidos en su México. Estamos desamparados ahora sin consuelo, porque Julio Scherer no está acá para darnos ánimo, no me podrá responder por teléfono que no me preocupe, que ni a la muerte le tiene miedo él, no me podrá nunca más sonreír aquellas palabras, “qué quieres que te diga, Ariel”.

Así que me toca a mí devolverle la frase. Todo esto que escribo para recordarlo, tanto que se me queda sin expresar, y lo único que de veras le puedo mandar, lo único, lo único:

¿Qué quieres que te diga, Julio? ¿Qué quieres que te diga?

Compartir: 

Twitter

 
EL MUNDO
 indice

Logo de Página/12

© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina | Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados

Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux.