EL MUNDO › OPINION

Turistas en Hiroshima

 Por Fernando D´addario

Viajamos a Hiroshima con el morbo y el recato que exige la memoria de una ciudad devastada. Con el gesto serio, seguramente sincero pero también un poco impostado, preguntamos en la estación ferroviaria, tras “volar” en shinkansen (tren bala) desde Osaka, cómo ir al Parque Conmemorativo de la Paz (Heiwa Kinen-koen). Veinte minutos nos demandó el viaje en tranvía hasta la “zona cero” de la ciudad. En poco más de tres horas agotamos la postal de la muerte que se nos ofrecía: el estremecedor Museo Conmemorativo de la Paz (de todo lo que vimos allí, nunca nos sacaremos de la cabeza la imagen de un triciclo retorcido), un cenotafio que contiene la lista de las más de 200 mil víctimas mortales del ataque, el Monumento Infantil de la Paz (con mensajitos alusivos dibujados por alumnos de escuelas japonesas) la Cúpula de la Bomba Atómica (Genbaku Domu, foto), esqueleto residual de lo que fue, en su momento, el edificio administrativo de promoción de la industria. Hoy se cumplen 71 años del ataque atómico a Hiroshima, que precipitó la capitulación japonesa y el fin de la Segunda Guerra Mundial.

Le preguntamos a un señor que paseaba a su perro por el parque, con aire ausente, qué opinaba de que la gente entrara y saliera de allí como si nada. “Es bueno para el turismo”, dijo, también como si nada, mientras un grupo de chinos se sacaba fotos junto a la “Llama de la Paz”. Dentro del museo, la cronología de la destrucción se expresa en imágenes y en palabras: un despliegue minucioso de datos, cifras, testimonios de sobrevivientes, informes científicos sobre las consecuencias de la radiación nuclear. El informe es tan exhaustivo como abstracto. No hay un solo reproche, una sola denuncia, que aluda a la agresión injustificable de los Estados Unidos ni al militarismo alocado que llevó a Japón a una guerra absurda. No hay mirada política. Cayó la Bomba –no se sabe por qué ni en qué contexto–, destruyó la ciudad y eso es todo.

Salimos del Memorial Park y se acabó la Hiroshima que llevábamos en la cabeza. Para nosotros, turistas, la Bomba lo irradia todo: el restaurant de okonomiyaki, el mall de electrodomésticos, la mirada impersonal de los japoneses, que siempre caminan rápido, pero nunca apurados. Nada de lo que vemos, oímos, tocamos, sentimos está afuera, en nuestra percepción, de la idea de que la Bomba cayó ayer, y sigue cayendo. Nadie más, al menos si es japonés, parece compartir esa sensación de estar caminando sobre un gigantesco cráter restaurado para el confort. Esperamos ver gente apagada, triste, como si la mochila trágica fuese demasiado pesada para aligerarla con la ancestral resignación japonesa. Pero nos encontramos con una ciudad joven, bulliciosa (siempre dentro de los parámetros japoneses), que decidió, evidentemente, “encapsular” el horror.

En Hiroshima no se ven viejos caminando por la calle, detalle que contrasta con la imagen que ofrecen las principales ciudades japonesas. En Tokio, los mayores son objeto de respeto y, al mismo tiempo, sujetos de consumo. En Hiroshima, la mayoría de los que sobrevivieron al ataque atómico ya murieron, muchos de ellos víctimas del cáncer. Una generación transplantada de otras regiones apuró la reconstrucción urbana. Pero así como la Bomba se llevó a los que hoy serían viejos, también arrasó con la reproducción simbólica del pasado, ese natural objeto de veneración de los japoneses. Casi todos los museos son de arte contemporáneo. Entramos a Futaba Tosho, un monstruo de varios pisos que vende todos los discos, todas las películas, todos los libros que uno se pueda imaginar. Atendiendo a nuestro morbo antropologista, vamos en busca de “Hiroshima no min’yoo”, es decir, “música folklórica de Hiroshima”. Los vendedores se miran entre ellos como si se les estuviese preguntando por algún conjunto tradicionalista de Uzbekistán. Finalmente, en todos los pisos, la respuesta es invariable: “arimasen” (no hay), “wakarimasen” (no sé), acompañadas de las disculpas de protocolo (“sumimasen” es la palabra que los japoneses utilizan, todo el tiempo, para pedir perdón por no poder complacer al cliente). En las bateas hay un CD de Almendra.

Cae la tarde en Hiroshima y un nuevo ejército de jóvenes inunda las calles del barrio Shintenchi. Entramos a una confitería donde prevalecen las parejas. Se escucha de fondo Frank Sinatra. El pasado vuelve, pero solo para nosotros, que interpretamos esa música como la banda de sonido del ejército invasor. Un treintañero aprovecha la melodía de “Fly me to the moon” para acelerar su acercamiento a la chica que acaba de terminar su porción de sashimi.

Las luces transforman la avenida Nagarekawa en una invitación permanente a la distracción. Trabajo, consumo y ocio parecen convivir aquí en un raro equilibrio de poderes. Los empleados salen juntos de las oficinas y se van a beber sake a Chuo dori, donde se pone entre paréntesis la proverbial frugalidad nipona. Un grupo de hombres levanta el tono. Pero no se están peleando. Las carcajadas finales así lo confirman. El sake también hace efecto en nosotros. Volvemos en tranvía a la estación y preparamos el próximo viaje a la isla de Miyajima, paraíso terrenal y lugar sagrado que está pegado a Hiroshima. Allí sí, la naturaleza parece estar en perfecta armonía con el pasado y el presente. Quizás ocurra lo mismo en Hiroshima, donde los fantasmas sólo se materializan frente a los ojos prejuiciosos del turista.

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