EL MUNDO

El día después

 Por Rodrigo Fresán

El jueves fue el día de las explosiones y el viernes ha sido el día de la onda expansiva. El jueves todos se fueron a dormir sin tener claro quién había sido y el viernes la cosa no ha cambiado demasiado salvo que hay 6 muertos nuevos que llorar y varias preguntas más cuyas respuestas se esperan mientras se encienden velas y se dejan ramos de flores en los andenes de las estaciones de tren castigadas, se cuelgan banderas negras de los balcones, se atan crespones de luto a las antenas de los automóviles y se encienden los televisores en distintos canales para ver una y otra vez las mismas imágenes.
José María Aznar comparece ante los medios cerca del mediodía, informa que las víctimas extranjeras y sus familiares –entre los caídos había gente de once países– recibirán la nacionalidad española y sus papeles serán regularizados para que así puedan beneficiarse de los 140 millones de euros que se han dispuesto como fondo de ayuda a los directamente afectados en los atentados. Aznar también insiste en recordar “el compromiso de transparencia que siempre ha mantenido este gobierno” y que “sólo se dará información cuando se tenga plena seguridad de que es cierta”. Dice también que no se hará caso alguno de las declaraciones de portavoces de organizaciones terroristas, y que es lícito pensar en la responsabilidad de “la banda en la que todos pensamos”. Aclara también que –a diferencia de lo anunciado en las primeras horas luego de los atentados– ahora no se descarta otra autoría. Un periodista le pregunta si no se arrepiente de ciertas decisiones que tomó y que pueden haber sido las causantes de este jueves negro. Aznar no contesta, dice que no es el momento de hacer ciertas preguntas, y se retira visiblemente molesto.
Mariano Rajoy y José María Zapatero –presidenciables en la tensa espera– no dijeron demasiado (el candidato del PSOE propuso una reunión de todas las fuerzas políticas, gane quien gane, para el lunes) y volvieron a insistir, en que ahora más que nunca hay que salir a votar el próximo domingo. España –un país donde el voto no es obligatorio– de pronto siente que es de buena ley y que es imprescindible usar las urnas y se prevé que el 14 de marzo van a superarse todos los records locales de participación en una jornada electoral.
Y es que aquí, también, el pueblo quiere saber de qué se trata. ¿ETA o Al-Qaida? ¿Fueron o no fueron? Esa es la cuestión. Si fue ETA, ya se sabe, ya son cuarenta años de primeras planas por más que lo del jueves haya multiplicado varias veces la familiaridad con este terror. Y si fue Al-Qaida, se lo siente como un castigo inmerecido por parte de un enemigo nuevo y no deseado: en su momento los españoles se manifestaron claramente en contra de la participación del país de la guerra de Irak y el envío de tropas; y el apoyo a Estados Unidos no fue otra cosa que una decisión del Partido Popular respaldado por una mayoría absoluta en el Congreso que impidió cualquier tipo de maniobra a las otras fuerzas políticas.
Y ése es el tema que, a dos días de las elecciones generales, impregna cualquier otra noticia y –no se dice pero se piensa– se siente que una u otra respuesta podría llegar a definir quién será el que ocupe el Palacio de la Moncloa durante los próximos cuatro años. Por las peores razones posibles, las elecciones del próximo domingo serán, sin dudas, las más dramáticas desde la instauración de la democracia en España. Cualquier cosa puede llegar a suceder y –cerradas las campañas y apagadas las calculadoras de los futurólogos políticos– las bombas han destrozado todas las encuestas previas y han volado por los aires todos los pronósticos.
Lo que sí se sabe es que hay una mayoría aplastante y total de gente con rabia. Sea quien fuere, haya sido quien haya sido, habrá que tomar medidas y cambiar los guiones utilizados hasta ahora. En los bares no se habla mucho, pero tampoco se habla de otra cosa. Alguien busca distraerse preguntando si en realidad no murió más gente en el atentado al avión de Pan-Am en Lockerbie o el avión de Air India explotando frente a las costas de Irlanda y si en verdad no son ésos los atentados con más víctimas en el Viejo Mundo. Alguien le responde que fue en el aire y en aviones de línea extracontinentales y que, por lo tanto, son atentados que no computan como europeos y en cualquier caso –interrumpe uno que acaba de entrar con varios diarios bajo el brazo– todo parece indicar que la cifra de 198 muertos no está cerrada, ya que más de treinta heridos se encuentran todavía en estado de extrema gravedad. Todos miran por la ventana y se preguntan si lloverá a las siete de la tarde, a la hora establecida para las grandes concentraciones. Hace frío, se anuncian tormentas en buena parte de España, llueve en Madrid, y la primavera, que parecía haber llegado para quedarse la semana pasada, ha retrocedido y ahora, otra vez, es invierno puro y duro.
La tarde –luego de un mediodía donde se paró por 15 minutos en negocios y oficinas, en muchos casos las empresas dieron el día libre para que nadie faltara en las calles– transcurre lenta y tensa: nadie dice nada nuevo y los televisores sólo ofrecen el casi sádico replay del espanto donde unos que pasan por ahí roban cámara en las estaciones de trenes; otros responden desde las puertas de hospitales con el estoicismo resignado de los que darían cualquier cosa por estar en otra parte y, por encima de unos y otros, el paisaje mudo pero atronador de los muertos. El tiempo inmóvil se llena con noticias breves que hablan de monumentos conmemorativos, de medallas a repartir, de una falsa amenaza de bomba en Atocha. La única novedad de peso es que en uno de los trenes siniestrados se ha hallado una mochila con explosivos que no detonaron; y que se la está cotejando con los detonadores encontrados el jueves por la noche junto a un casette grabado en árabe en una camioneta abandonada.
A esto se refiere Angel Acebes –ministro del Interior– muy criticado por Gaspar Llamazares, candidato de Izquierda Unida, por sus certezas del primer momento en cuanto a la identidad de los responsables. Acebes –todo parece indicarlo– sigue creyendo más en la opción ETA que en la opción Al-Qaida. Pasadas las 6 de la tarde, alguien llama por teléfono al periódico Gara y alguien hace llegar un comunicado a la televisión vasca identificándose como portavoz de la organización terrorista y declarando que “ETA no ha tenido nada que ver con los atentados del jueves”. Lo que no tiene por qué significar gran cosa: a la hora del sangriento atentado al supermercado Hipercor de Barcelona en 1987, ETA también negó enseguida, demoró mucho en reconocer su participación, y finalmente explicó que todo fue producto de una lucha interna entre comandos o algo así. Lo que sí significa algo es que algunas filtraciones en cuanto al análisis de los explosivos afirman que –contrario a lo que se dijo en un primer momento— éstos no son de fabricación francesa sino española. Y que no son del tipo utilizado por los vascos. BBC News, Fox, Euronews, CNN, Sky News y Tele –cadenas televisivas de noticias– parecen no dudar de la palabra de los vascos y comienzan a sobreimprimir carteles a los pies de los locutores: de pronto, una noticia internacional se ha convertido en una noticia que los incluye a ellos como posibles blancos.
Ya es casi el momento de las movilizaciones y cuarenta minutos de la hora señalada ya no cabe nadie en ninguna parte. En Madrid –a donde han llegado presidentes y políticos europeos y donde, por primera vez en la Historia, la familia real marcha con el pueblo– se abren cientos de miles de paraguas. En Bilbao también llueve pero a nadie le preocupa mojarse, y en Barcelona se corta el tránsito en el Paseo de Gracia bajo un cielo cargado de nubes. En todas las ciudades de España –y en todas las capitales de Europa– la gente se junta para ver si así se entiende algo y si así se hace comprender que lo del jueves es incomprensible desdecualquier punto de vista. Las vistas aéreas impresionan, la vista desde el suelo impresiona todavía más. Silencio profundo roto cada tanto por aplausos y por algún que otro reclamo a los políticos participantes, a quienes se les exige toda la verdad ya mismo de ser posible. La impresión –la certeza– es que todo el que ha podido salir ha salido para protestar bajo el lema “Con las víctimas, con la Constitución y contra el terrorismo”. Por una vez, seguro, nadie –ni gobierno ni oposición– discutirá los más o los menos de las cifras de manifestantes. Son millones repartidos por todo el país.
Y, en lo personal, pocas cosas más fuertes he visto que la postal de un chico de unos cuatro años como mucho; un chico que hasta ayer pensaba que los trenes eran nada más que un juguete y que hoy está sentado sobre los hombros de su padre y gritando, con el puño en alto, con toda la fuerza de sus pulmones, con una voz finita pero de golpe ensordecedora “¡Asesinos! ¡Asesinos!”.
Mensaje a los monstruos que plantaron las bombas: más les vale no caer en manos de este niño.

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