EL MUNDO › VIAJAR DE LOS SUBURBIOS A MADRID EN EL DIA DESPUES

El tren que no tomaba nadie

Por Miguel Mora *
Desde Madrid

Mari Carmen Sánchez, empleada de hogar, de 50 años, llegó ayer nerviosa a su puesto de trabajo. No por su miedo –es extremeña, no se arruga–, sino por el de los demás: “En Coslada he visto mucha gente llegar al andén y de repente se daban la vuelta. No podían subir. Lo intentaban, pero no podían”.
A la hora en que salen los trenes sin destino, en marzo aún es de noche. A las 6.35 han pasado 23 horas y 35 minutos desde que los trenes del infierno comenzaron su último viaje inocente con 6000 personas a bordo. La estación de Alcalá de Henares es un lugar oscuro, gélido. Más que una parada de cercanías en hora pico, el lugar donde los terroristas cargaron las 13 bombas, ayer parecía un puesto de duchas públicas en una noche cualquiera de invierno franquista. Todo sucedía en cámara lenta: la vida seguía pero de un modo extraño, como si la gente hubiera perdido el norte. La repartidora de prensa gratuita necesitaba dos minutos para encontrar un lector; la taquillera de mirada triste explicaba que el servicio hasta Atocha no volvería pronto; dos periodistas del Times de Londres tomaban notas con actitud científica; dos parroquianos y un subsahariano tomaban café en el bar... Ni siquiera había seguridad: sólo dos vigilantes pululaban sin rumbo por el andén.
El día anterior, miles de personas de edades, nacionalidades, ilusiones y razas plurales metieron sus billetes en los 19 tornos habilitados en la estación para la muchedumbre de cada día. Ayer, como si un estigma invencible hubiera marcado ese lugar, casi nadie pasaba por los chalecos de cristal. José Domínguez, dibujante técnico de 55 años, fue uno de los primeros que hizo frente al terror. A las 6.50 ocupaba solo un vagón. “¿Miedo? No más que cualquier otro día. ¡Si estamos vivos de milagro!”.
Procedente de Guadalajara, su tren iba a Chamartín pero sin pasar por Santa Eugenia, El Pozo, Atocha (¡qué sonidos castizos, cuánta matanza fascista con el nombre de Atocha!); la rutina también saltó por los aires, y en lugar de las salidas habituales, cada dos o tres minutos, los trenes partían cada 15, una cadencia de hora baja, clandestina, aterradora. Domínguez salvó el pellejo el miércoles porque tuvo que llevar su coche al taller y decidió ir en él al trabajo. Ayer pudo volver a leer: hojeaba el periódico Metro, abstraído en la foto de portada y el titular: “Matanza en Madrid”. “Ha sido una salvajada a conciencia”, decía. “Pero te puede pasar en cualquier sitio, en el tren, en la carretera...”
El horror vuelve dura, escéptica y sabia a la gente. “No sé quién lo ha hecho, pero sí sé que no se corresponde con el comportamiento de ETA. Llevamos 30 años sufriéndola y nunca ha actuado así. No son dulces, tampoco tan salvajes.” El tren se para. El luminoso rojo marca las 6.57. Estamos en Vicálvaro, estación anterior a Santa Eugenia. Domínguez sigue hablando: “Suelo ir todos los días hasta Atocha. El tren se llena en Torrejón y Coslada, sube mucha gente del Este, rumanos, polacos, sudamericanos, marroquíes... Pobre gente, cruzan el mundo para ganarse el pan, un día van a trabajar y caen a mitad de camino... Siempre pagan los más débiles”. “En Atocha hay 8 o 10 andenes pero los trenes del Henares siempre entran por las mismas vías”, explica Lourdes Prados, profesora en la Universidad Autónoma, que el miércoles no cogió el tren porque había huelga convocada en su facultad. “Muchas veces coinciden uno al lado del otro, y los andenes están siempre abarrotados, como en Japón. Si llegan a explotar los dos trenes en la estación...”
“Eso hubiera sido un auténtico infierno”, dice entre sollozos Mari Burgueño, de 37 años. Es rubia y parece de Europa del Este, pero es española. Trabaja como limpiadora “en una contrata”. Aunque en su vagón hay sólo 11 personas –un chico rubio dormitando, una joven mujer de pelorizado con el periódico plegado y la vista perdida, tres polacos que hablan bajito...–, Burgueño está sentada al lado de un chico alto y reluciente de sonrisa cálida. Es Julio Gomis, de Senegal, 36 años, la piel de un espectacular color chocolate negro. Trabaja en la construcción y lleva cinco años viviendo en España: es legal, está contento. “Dejé mi familia en Senegal, pero me gusta España y siempre me integré bien con mis vecinos. Ahora trabajo en las obras del Museo del Prado.” Las 7.15. Gomis también pasó miedo. “Qué cosa tan terrible. Tomé el tren un poco antes de los de las bombas y estaba cogiendo el autobús en Atocha cuando oí la primera explosión. Vi que la gente miraba, me di la vuelta, explotó la segunda. La gente salió corriendo, se caía por las escaleras... Fue tremendo.” Mari Burgueño sigue sollozando a las 7.17. “Llegué al tren a las 7.05, me bajé en Vicálvaro y allí subí al metro. Cuando llegué al trabajo, llamé a mi marido. El suele ir en el tren de las 7.30, pero nunca sabes... Ahora tengo muchas dudas. ¿Dónde está toda la gente que veo todas las mañanas en el tren? Espero que hayan cogido el autobús. Nos han hecho mucho daño. Pero creo que pueden hacer más.”
A las 7.20 el cielo se tiñe por fin de color violeta. Sanos, salvos y aliviados, los 15 o 20 valientes del primer tren del 12-M se meten en la boca del metro de Chamartín. Y amanece, que no es poco.

* De El País de Madrid. Especial para Página/12.

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