EL MUNDO › QUE SE PREPARA EN EL MAYOR FOCO DE CRISIS MILITAR EN AMERICA DEL SUR

El nuevo Plan Colombia

Dentro de un mes, Alvaro Uribe asumirá la presidencia colombiana con una firme agenda antiguerrillera que cambia todo lo previsto.
Estas notas reflejan la mirada de un observador europeo sobre lo que puede cambiar dentro de los radares norteamericanos.

Por José Luis Barbería*
Enviado especial a Bogotá
La televisión Canal Caracol de Colombia abre el informativo del mediodía con la noticia de que una gallina de un pueblo del departamento de Arauca se niega tercamente a bajar del árbol en el que se refugió hace tres días después de que un bombazo de la guerrilla, el quinto en pocas semanas, sacudiera violentamente el municipio. Todas las triquiñuelas y los intentos de persuasión desplegados por sus dueños están resultando estériles, y es que el traumatizado animal, libre en apariencia de todo daño físico, se muestra decidido a no volver a poner sus patas sobre la tierra. En un territorio en el que cada año se registran 27.000 asesinatos y 3000 secuestros, que genera más del 50 por ciento de los actos de terrorismo del planeta, la gallina de Arauca ilustra hasta qué punto la violencia endémica de este atormentado país ha sobrepasado, también para los animales, el límite mismo de lo soportable.
Llueve insistentemente en Bogotá, pero la temperatura es tan agradable que uno está por dar la razón a quienes dicen que la capital de Colombia tiene el mejor aire acondicionado del planeta. Los periódicos culpan unánimemente al invierno –“¿Al general Invierno?”– de las inundaciones que se suceden en las barriadas, carentes de un eficaz sistema de desagüe. El hotel en el que me hospedo, el mismo en el que el presidente y el vicepresidente electos, Alvaro Uribe y Francisco Santos, respectivamente, trabajan intensamente cimentando la estrategia del nuevo gobierno, es un verdadero búnker, poblado por un ejército de policías. Más que un equipo de gobierno, se diría que los ministros del futuro gabinete de Uribe componen una asociación de damnificados por el terrorismo. Casi todos ellos han sufrido en carne propia el zarpazo de la violencia o perdido a algunos de sus familiares más directos, un padre, una madre, un hijo, a manos de los grupos armados que se enseñorean en su país.
“Los viajes largos por carretera son muy peligrosos. Hay rutas, como la de Medellín-Bogotá o las que discurren entre el mar Caribe y el río Magdalena, por ponerle un ejemplo, en las que usted se topará seguramente con controles de las guerrillas de las FARC, de los paramilitares y del ejército. No se lo aconsejo”, indica un taxista. La entrada a algunos de los restaurantes de más éxito de Bogotá, muchos de ellos sometidos a la extorsión –la capital produce el 50 por ciento del PBI y es considerada una isla de relativa estabilidad y orden–, está guardada por perros adiestrados en la detección de explosivos y por guardaespaldas que cachean concienzudamente a los clientes. ¿Hasta dónde alcanza el poder real de este nuevo gobierno, respaldado por el 53 por ciento de los votos? ¿Cuánto queda de Estado, ese que no abandona a los individuos a su suerte y que garantiza un mínimo de bienestar, más allá de algunas áreas de Bogotá (ocho millones de habitantes) y de las grandes ciudades?
Cuesta abajo
La Colombia que el pasado 26 de mayo votó abrumadoramente por el tándem Uribe-Santos es la mitad de rica que hace sólo cinco años. Aunque la mayoría de los 42 millones de colombianos piensan que el narcotráfico es el origen de sus males, hay una parte de la sociedad que añora en la desgracia los tiempos en que los narcos, comandados por Pablo Escobar, imponían su ley. La alta burguesía y muchos jóvenes urbanos ilustrados sueñan directamente con la llegada de los marines norteamericanos. Así de dura es la situación actual, así de grande la incertidumbre, con una guerrilla que pretende partir el país; que elimina a los alcaldes y funcionarios públicos en sus zonas de influencia; que practica la tierra quemada, vuela puentes y líneas de ferrocarril; que, como sus poderosos oponentes paramilitares, mata y secuestra todos los días en su disputa por el territorio; y que ha encontrado en la producción y el tráfico de la droga el maná que la hace más fuerte y más rica. “No preocuparse –ha dicho Manuel Marulanda, Tirofijo, elanciano jefe (72 años) de las FARC, capaz todavía, por lo visto, de moverse por los Andes y el Amazonas–: Ya nos amarán cuando conquistemos el poder.”
Estigmatizada por el narcotráfico, las guerrillas y las narcoguerrillas, acomplejada por su condición de sospechoso paria de la comunidad internacional, Colombia acaba de poner su incierto destino en manos de dos hombres que, enarbolando la consigna “Mano firme contra la violencia, corazón grande para los desfavorecidos y por los derechos humanos”, se han alzado con la mayoría absoluta en la primera vuelta electoral, a despecho de las poderosas fuerzas del establishment colombiano y en abierto desafío a las guerrillas y al narcotráfico. Alvaro Uribe Vélez, hijo de una pionera del sufragismo y un hacendado antioqueño muerto por la guerrilla, ha sobrevivido a una quincena de atentados, el último en la pasada campaña electoral, cuando un cochebomba estalló al paso de su vehículo blindado en Barranquilla, matando a cinco viajeros de un autobús.
El salvador que Colombia se ha dado a sí misma tras el estrepitoso fracaso de la entente negociadora que el gobierno de Andrés Pastrana mantuvo con la guerrilla durante tres años tomará posesión el próximo 7 de agosto y abrirá efectivamente una nueva etapa que puede definirse como el intento de “recreación del Estado colombiano”. ¿Quién es este hombre que dijo que si ganaba las elecciones lo veríamos jugarse “todo por la paz”? Autoritario para algunos, “simplemente exigente, un político a la altura de las circunstancias”, para los más, Uribe, de 50 años, disidente del Partido Liberal, fue también el candidato del gobierno de EE.UU. y, desde luego, el preferido de la embajadora norteamericana Anne Patterson. No es un dato menor teniendo en cuenta que Colombia es ya el tercer país receptor de la ayuda económica estadounidense y que el programa del presidente electo depende de que los norteamericanos y la Unión Europea financien la creación de un ejército de 100.000 soldados profesionales, el doble del actual.
Uribe quiere que Estados Unidos desarrolle el Plan Colombia –dinero norteamericano invertido en la compra de sistemas de detección aérea, helicópteros y aviones con que fumigar las plantaciones de coca y amapola–, de forma que esos medios puedan ser utilizados para combatir a las guerrillas, frustrar los secuestros y asistir a la población desplazada por los combates, además, claro está, de interceptar a la veintena de avionetas cargadas con droga que despegan a diario de suelo colombiano. La fumigación masiva de los cultivos ilegales no ha impedido que la superficie dedicada a la droga haya seguido creciendo en los últimos años hasta alcanzar las 150.000 hectáreas.
Aunque es un asunto que se mantiene bajo cierta reserva, los helicópteros y aviones del Plan Colombia –proyecto que prevé la indemnización de 500.000 pesos (o 200 dólares) anuales a las familias que opten por un cultivo de sustitución– son, de hecho, utilizados para bombardear también los grandes campamentos de las guerrillas. El ejército colombiano ha multiplicado así por cinco su capacidad de intervención aérea y frustrado la estrategia de concentración de tropas iniciada por las FARC. A la espera de la fecha en que tomará formalmente las riendas del país, Uribe ha conseguido ya que la diplomacia y el Congreso norteamericanos avalen una nueva ayuda militar. “Estados Unidos quiere evitar el derrumbe del Estado colombiano porque, vista la situación actual de la región, con Argentina, Venezuela y Brasil inmersos en graves crisis, no se puede descartar que en Latinoamérica se vuelva a un panorama de guerrillas similar al de los años ‘80”, indica una fuente gubernamental.
El orden es un valor de libertad, el Estado débil facilita la violación de los derechos humanos, y son sobre todo los pobres los que sufren por la violencia”, proclama el presidente electo que, a semejanza de lo que él mismo organizó en la provincia de Antioquia a mediados de los noventa, pretende crear una red de un millón de informadores –taxistas, camioneros, vigilantes, conserjes, vecinos– que sean los ojos y oídos de las Fuerzas Armadas.
El contrapunto de Alvaro Uribe en talante y trayectoria política es su hoy vicepresidente Francisco Santos, un hombre de 41 años y pasado izquierdista, que carga consigo los ocho meses en que permaneció secuestrado, encadenado a una cama, por los sicarios de Pablo Escobar. Fue hace 12 años, cuando el gran capo de la droga, que controlaba a un largo centenar de organizaciones mafiosas, desplegó todos sus recursos, desde la oferta a hacerse cargo de la deuda exterior de Colombia hasta la práctica del terrorismo urbano más salvaje y despiadado, para forzar al gobierno a modificar las leyes que permitían extraditarlo a Estados Unidos. Hijo de la oligarquía colombiana, periodista, copropietario de El Tiempo –el primer diario del país–, Francisco Santos volvió de su cautiverio con la determinación de liderar la lucha por los derechos humanos en su atribulado país. “Desde luego, aquello me cambió la vida. Comprendí el dolor de la impotencia”, dice.
Forzado por sus captores, Santos escribió desde su cautiverio al presidente de la República pidiéndole, sí, que hiciera lo posible para conseguir la liberación de los secuestrados, pero recordándole al mismo tiempo que como primer mandatario de la nación tenía la obligación inexcusable de cumplir y hacer cumplir la legalidad constitucional. En cuanto recuperó la libertad, Santos creó organizaciones como País Libre y No Más, y puso en circulación el lazo verde; iniciativas, todas ellas, inspiradas en el Foro Ermua, Basta Ya (organizaciones contra el terror de ETA) y el lazo azul vascos, hasta conseguir que la población colombiana saliera por millones a las calles a expresar su hastío, su desesperada ansia de paz.
Entra la sociedad civil
Cuando las guerrillas del Ejército de Liberación Nacional (ELN) empezaron a volar las instalaciones eléctricas, No Más respondió convocando a un apagón voluntario de las ciudades. “Que no nos apaguen, apaguémonos nosotros.” Cuatro millones de hogares secundaron la convocatoria. Los colombianos se revelaron masivamente contra el círculo cerrado de la violencia que viene asfixiándolos desde hace décadas. Surgió así una conciencia ciudadana que en materia de derechos humanos interpelaba por igual al terrorismo y al ejército, al narcotráfico y a la corrupción del sistema político. Demasiado para los elenos (ELN) y las FARC, demasiado para los paramilitares de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) y los narcos, demasiado para las fuerzas oscuras, los clanes políticos mafiosos que operan en el sistema.
“Sabía que las FARC querían matarme y vivía prácticamente encerrado en el periódico, sin hablar casi por teléfono; pero un día no pude aguantarmás y decidí visitar mi finquita cerca de Bogotá. En esas ocasiones siempre paro en el camino para comprar unos chorizos, y aquel día, nada más llegar a casa, me telefonearon desde la tienda para advertirme de que había gente que me pisaba los talones, que venía por mí.” Francisco Santos –Pacho, como lo conocen sus amigos– supo que tenía que huir y se refugió en España, donde él y su mujer, María Victoria, vivieron dos años.
Sus adversarios, más abundantes en la izquierda que en la derecha, le atribuyen, a Uribe actitudes de condescendencia con los paramilitares de la AUC. Es una acusación muy grave porque, entre otras cosas, el despliegue de una u otra estrategia gubernamental estará inevitablemente condicionado por la decisión a adoptar frente a esos temibles grupos armados que coordina Carlos Castaño, ex narcotraficante que cultiva ahora en las páginas de Internet la imagen de un honorable patriota.
El problema es que hay poca gente dispuesta a creer que el ejército colombiano, aun reforzado con la ayuda norteamericana, pueda combatir eficaz y simultáneamente a ambos frentes. Y parece difícil que la guerrilla vuelva a sentarse a negociar, esta vez con la mediación de la ONU, como propone Uribe, sin que el gobierno haya demostrado con los hechos y suficientemente, no sólo con acciones testimoniales, una decidida voluntad de acabar con los paramilitares. “El Estado colombiano no ha tomado la decisión política de combatir a las guerrillas sin la colaboración tácita o expresa de los paramilitares. En el ejército y en otros estamentos se impone la lógica de que el enemigo de mi enemigo es mi amigo”, afirma en tono grave un alto cargo gubernamental. En esta guerra sucia, sin reglas, donde la derrota se paga casi siempre con la muerte y se remata al herido, hay bastantes pruebas que sustentan esa acusación.
El juego de Santos
Uribe necesita a Santos para despejar los recelos que su imagen de hombre de orden suscita en muchas ONG y en parte de la opinión pública internacional, y también para eliminar las violaciones de los derechos humanos protagonizadas por las Fuerzas Armadas, terreno del que depende enbuena medida la credibilidad exterior del nuevo gabinete. Aunque sin medios, con las dificultades que entraña la situación y la penuria económica –la persecución fiscal de los delitos ha requerido en ocasiones la colaboración económica de la poderosa embajada norteamericana–, el mismo gobierno de Pastrana ha trabajado esta área dando charlas de formación sobre derechos humanos a los generales del ejército y facilitando la tarea de la justicia, uno de los pocos baluartes del Estado que, aunque tambaleante, quedan en pie.
La “mano firme” precisa del “corazón grande” para combatir la corrupción que corroe las entrañas del Estado y el propio Congreso. En el tercer país más corrupto del mundo, empeño al que contribuyen las empresas extranjeras, sus señorías cobran 45 veces el salario mínimo y, de acuerdo con las increíbles facturas que se presentan, los baños del Congreso colombiano resultan ser los más caros del mundo. Uribe necesita a Santos para el desarrollo de una política social que dé a este proyecto de reconstrucción del Estado el suficiente apoyo popular, y también para volver a movilizar a la sociedad colombiana contra los secuestros y los asesinatos.
Es que, si los enfrentamientos y combates se multiplican, será importante respetar la máxima que el general Belisario del Imperio de Bizancio dejó para la historia: “El Ejército no puede ir a la guerra con las manos sucias”.

* Especial de El País

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Soldados de la Fuerza Aérea colombiana observan el sobrevuelo de una escuadrilla de cazabombarderos Mirage en Antioquia.
 
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