EL PAíS › OPINION

Yom Kippur

Por Jack Fuchs

La fecha que en el calendario judío señala la llegada del Yom Kippur me empuja a considerar una vez más la interminable tensión entre el olvido y la memoria. Recuerdo el gueto de mi ciudad natal, Lodz; recuerdo nombres de la infancia, borrosamente la cara de mis vecinos, mis padres, mis hermanos. Es un día apto para hacer memoria acerca de ese mundo enteramente desaparecido. Me pregunto si hay alguna relación, porque alguna debe haber, entre el perdón y el olvido, y no sé cómo responder. En mayo de 1940 quedé recluido en el gueto de Lodz. Hace sesenta y tres años que Alemania, sin que mediara ninguna declaración de guerra, ocupó mi ciudad el 8 de setiembre de 1939. Recuerdo los días de Auschwitz y Dachau. Tengo ahora setenta y ocho años.
Según la tradición, el día del perdón evoca el momento en que mediante el sencillo cumplimiento de una serie de actos penitenciales de contrición, Dios perdona las faltas humanas cometidas contra El. El Talmud enseña que las faltas de un hombre con otro hombre son más graves y difíciles de perdonar. Que requieren más que la sola obediencia ritual. Requieren que el ofensor aplaque el sufrimiento del ofendido, que le haga saber, plenamente consciente, de su responsabilidad y su arrepentimiento y que el ofendido lo reciba, abierto, con voluntad de perdonar, con la disposición de no negarle perdón. No es éste el momento de entrar en las bellísimas e infinitas disquisiciones del Talmud. No sé si entre sus parábolas y paradojas hay una respuesta aceptable para considerar el perdón medido con la magnitud de los crímenes de Auschwitz. Quizá no se trate de las culpas del hombre con Dios, y si bien los ofensores fueron hombres, hombres concretos, como hombres fueron las víctimas, habría que vérselas con el absurdo de perdonar la naturaleza de un funcionamiento mecánico, el rigor de una máquina de matar activada por el delirio colectivo. Si el perdón es un asunto entre hombres, ¿cómo pensarlo cuando el hombre se presenta en su dimensión inhumana? Mientras la tradición está a la búsqueda de una respuesta precisa, tampoco ha llegado ninguna desde el orden jurídico. Me pronuncio de acuerdo con el pensador francés Vladimir Jankelevitch cuando sostiene que en la medida en que el derecho no tiene formas de ley en condiciones de contestar la escala inconmensurable de Auschwitz, los crímenes de la Shoá permanecen imprescriptibles.
En cuanto a mí, me concentro en lo particular: ¿A quién puedo perdonar? Nadie, ni una ni tres veces, me pidió perdón. Los asesinos de los que hablo permanecen sin rostro, ocultos detrás de la abstracción general. Quizá los años me hayan dado razones para considerar discretamente el alcance de mi piedad. Pero nadie, nunca, se me acerca desde el pasado para ponerla a prueba. Me limito, entonces, al recuerdo. Entre los diez días que separan Roshashaná de Yom Kippur hay uno dedicado a la oración de Iscor, que quiere decir recordar. Y vuelvo a Lodz, donde vivieron doscientos cincuenta mil judíos, vuelvo a mi padre cuando me decía que en el cielo se decide quién va a vivir y quién va a morir en el curso del año que comienza, aunque en ese tiempo terrible eran los nazis los que decidían por la vida de los niños, recuerdo que me enseñaron que Abraham llevó a su hijo Isaac al sacrificio y que a último momento se produjo un milagro, que llegó el ángel para salvarlo, recuerdo que en el gueto no hubo ningún milagro cuando arrancaron de sus madres a los niños, recuerdo los llantos; vuelvo sobre los judíos de Lodz que esperaban la llegada del Mesías, recuerdo a los compañeros del Bund que también soñaron un mundo justo, a los sionistas de derecha e izquierda que imaginaron la tierra prometida. Es fundamental la memoria, pero no garantiza nada. Se estudia, se escribe, hay testimonios de toda clase, fotos, películas, grabaciones, se sabe mucho acerca de los usos de la crueldad en el siglo XX, y sin embargo, tenemos todavía la sospecha de que en cualquier momento, ahora por ejemplo, podemos estar y puede que estemos bajo el impulso del horror, la ferocidad, la destrucción. Así entonces, entre la parcial eficacia de la memoria y la medida necesaria de olvido que exige la vida paracontinuar, el día del perdón sigue siendo para mí una costumbre humilde que contempla, cara a cara, sus faltas, que no se desentiende de la intimidad moral de sus actos. Esta es, hasta aquí, la única simplicidad que encuentro para el enigma del perdón.

Compartir: 

Twitter

 
EL PAíS
 indice

Logo de Página/12

© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina | Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados

Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux.