EL PAíS › OPINIóN

Una segunda oportunidad

 Por Mario Wainfeld

Skokie es una ciudad ubicada en el estado de Illinois. Albergaba, allá por los ‘70, una enorme colectividad judía. Un partido neonazi solicitó permiso para hacer allí una marcha política con sus estandartes y banderas, toda una provocación. Las autoridades locales lo denegaron, los nazis acudieron a la Justicia. El caso llegó a la Corte Suprema, los reclamantes fueron defendidos por un abogado judío (David Goldberger), integrante de una asociación (ACLU) defensora de derechos humanos. La Corte admitió el derecho de los neonazis a marchar, fundándose en la libertad de expresión consagrada en la Primera Enmienda de la Constitución norteamericana. La movilización no llegó a realizarse en Skokie aunque sí en ciudades cercanas, bajo el paraguas judicial.

La causa, resuelta en 1977, quedó como un ejemplo de la extensión de las garantías constitucionales, que valen para todas las personas. Ese fue el argumento de los defensores de los neonazis: el más odioso de los ciudadanos merece la tutela legal. El hecho es recordado en muchos libros y fue pasablemente evocado en un telefilm, titulado precisamente Skokie, que protagonizó Danny Kaye.

Luis Patti, que vuelve a ser candidato a diputado, pretenderá valerse de la generosidad de las garantías constitucionales. Tiene derecho a “su día ante el tribunal”, lo que no equivale a tener razón. Está procesado por crímenes de lesa humanidad y tiene prisión preventiva firme, pero le cabe, como al último de los asesinos, la presunción de inocencia. ¿Por qué rehusarle, entonces, el derecho al “sufragio pasivo”, a ser electo, amplio por definición? La explicación es sencilla, para quien conoce la historia argentina. Porque la falta de sentencia en su contra, la asombrosa prolongación de las investigaciones, deriva de una doble violación legal cometida por el Estado argentino. La primera, claro, es el plan de exterminio. La segunda es el ulterior encubrimiento de los crímenes cometidos por los represores en ese marco. Encubrimiento comenzado durante la dictadura y convalidado por ulteriores gobiernos democráticos. Durante décadas fue imposible avanzar en la búsqueda de verdad y justicia por la insidiosa obstrucción estatal. Primó lo que el abogado Demián Zayat denominó “contexto de impunidad”, un vallado al cabal funcionamiento del Poder Judicial. La ley de autoamnistía, su anulación, las leyes de punto final y obediencia debida, los indultos –evoca Zayat– “crearon un marco en el que fue imposible investigar las violaciones sistemáticas a los derechos humanos”.

Los tres poderes del Estado revisaron esa nefasta conducta, una rectificación tan necesaria como tardía. A instancias del Poder Ejecutivo, el Congreso declaró la nulidad de las leyes de punto final y obediencia debida. La Corte Suprema (siguiendo el camino iniciado años antes por rescatables jueces y camaristas) llegó a la misma conclusión. El propio Estado, pues, “confesó” que fueron nulas de toda nulidad las trabas para investigar, juzgar y (eventualmente) condenar a presuntos represores.

Se suspendió ilegalmente el discurrir de las instituciones, dato central que no puede soslayarse al tratar el caso Patti. La situación es compleja, excepcional. Los principios generales, el de la soberanía popular, la presunción de inocencia, deben matizarse reconociendo el grave contexto de impunidad.

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Cuando el líder de la lista 220 volts llegó al Congreso, en 2005, sus pares rehusaron concederle el diploma. Fue una sanción compartida por el oficialismo y gran parte de la oposición. Se sustentaba en el artículo 64 de la Constitución, que consagra a la Cámara como “juez de las elecciones, derechos y títulos de sus miembros en cuanto a su validez”.

Patti, repudiado por sus colegas, recurrió a la Justicia. Llegó a la Corte Suprema, que negó a la Cámara de Diputados las facultades que invocaba. Fue una pésima sentencia, que se limitó a remitir a lo resuelto en otro expediente, el referido a Antonio Domingo Bussi. Cuatro renglones les bastaron a los actuales Supremos para dirimir una grave cuestión institucional. Ese laconismo culposo es un baldón para su (por lo general) encomiable trayectoria en la materia.

La decisión era peliaguda, merecía un abordaje profundo y fundado. El tribunal hurtó el cuerpo, calcó una sentencia en un caso que no era idéntico.

De cualquier modo, quedó establecido que la Justicia Electoral es el órgano competente para definir si hay o no indignidad del potencial candidato.

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Patti planteó, meses ha, una “acción declarativa” ante la Cámara Electoral. Desde la cárcel donde mora, pidió se definiera si podía ser candidato. No le hicieron lugar, el tribunal juzgó que no debía expedirse a priori sino cuando se oficializara la candidatura. Por lógica secuencia, éste es el momento adecuado, lo que torna tempestivas y fundadas las impugnaciones presentadas por organismos de derechos humanos y un conjunto plural de legisladores nacionales, entre otros.

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Al momento de ser dictada, la sentencia de la Corte dejaba a los impugnantes sin vía adecuada para sus pretensiones. Los jueces electorales sólo corroboraban aspectos formales de las pretensas candidaturas. Y los supremos negaron las potestades de los Diputados para validar la habilidad moral de Patti. Ahora, la Cámara Electoral parece haber tomado nota de que es el órgano habilitado para abordar la cuestión: en este año suscribió la Acordada 32/09, fijando el procedimiento respectivo. El texto es escueto, pero no deja dudas: debe haber un trámite público, amplio y transparente.

Como los neonazis, Patti tiene derecho a un juicio justo, garantía que (valga subrayarlo) asiste también a los familiares de sus víctimas y a todos los integrantes de la sociedad civil que repudian el terrorismo de Estado. Para ser justo, el procedimiento debe ser visible. Los abogados del CELS piden, entre otras cosas, una audiencia pública en la que se lean las abrumadoras declaraciones de los testigos de cargo que hablaron ante la Justicia. Esa audiencia debe ser concedida, autorizándose su difusión a través de los medios masivos. La opacidad de los procesos a los represores en la que incurren tantos magistrados es una afrenta más a los desaparecidos, una reiteración de prácticas perversas de ocultación. La Corte, que ha cuestionado ese proceder, no ha tenido la autoridad suficiente para imponer su crítica en los tribunales inferiores, seguramente por una mezcla aciaga de debilidad y corporativismo. Esa mala praxis debe ser puesta a un lado. La visibilidad y el debate amplio son el piso de lo que debe garantizar la Justicia.

Cuando fue defenestrado en el Parlamento, el ex policía alegó que no tenía causas abiertas. Falseaba la realidad, aunque era cierto que esos trámites eran incipientes. Ahora hay un cúmulo de pruebas en su contra, que determinan que esté procesado y entre rejas. Patti nunca dice que no violó la ley, apenas aduce que no fue condenado. Sabe lo que hace, pues su target no lo elige por ignorar sus fechorías, sino por considerar que la tortura y el asesinato son funcionales (si no imprescindibles) para combatir el delito. La falta de sentencias firmes (y no su acabado cumplimiento de la ley) más la victimización serán los ejes de campaña del eléctrico candidato, si se le permite presentarse. Si hay un juicio digno y se exponen todas las pruebas en su contra, sus partidarios deberán hacerse cargo de la catadura de su líder.

En un estado de derecho normal, sin interrupciones feroces de la legalidad, la presunción de inocencia de Patti podría sellar el asunto. En la Argentina real, la del terrorismo de Estado y el contexto de impunidad prohijado, ay, por gobiernos de origen popular, debe discutirse la excepcionalidad. Tal es el debate en ciernes, que para el cronista (abogado también él) debería concluir con una ejemplar denegatoria de la candidatura.

El entuerto habría podido evitarse si el Congreso, entre 2005 y 2009, hubiera dictado una ley que vedara a personajes de su calaña valerse del juego democrático para conseguir fueros. Esa norma se prometió, el oficialismo no le dio quórum, buena parte de la oposición prefirió orientar su libido a tramitar sesiones extraordinarias para liberar de impuestos a los patrones agropecuarios. El Parlamento faltó a la cita, en mala hora, desdibujando con su pasividad su gesto ejemplar cuando repudió, con mayoría amplia y pluripartidaria, dar cobijo a Patti. Este tiene una segunda oportunidad, las instituciones de la República y la sociedad también.

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