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La persecución de la disidencia

 Por Diego Fischerman

El nuevo ministro de Educación de la ciudad, el diplomático Abel Posse, habla, en el reportaje publicado por este diario el domingo 13, de la “lucha contra la subversión”. Allí se hace referencia, además, a textos en que había fundamentado la supuesta legitimidad de la misma en el famoso decreto firmado por Italo Luder durante el gobierno de Isabel Martínez de Perón. Esa línea de argumentación ha sido trajinada, por otra parte, en casi toda defensa de la política de persecución y represión llevada a cabo durante la última dictadura militar.

El cambio de la palabra a la que hace mención aquel decreto, “terrorismo”, por “subversión”, no es ni inocente ni inocuo. El primero de estos términos se refiere a los medios, mientras que el segundo lo hace a los fines. Suplantar uno por el otro, es decir, homologar una cuestión atinente a la utilización de metodologías ilegales con otra referida a la ideología (el deseo de subvertir un orden determinado) instala, de hecho, la existencia del delito ideológico, o de pensamiento, del que no hablaba ningún decreto. Cuando la dictadura –y sus defensores– utilizan subversión como sinónimo de terrorismo, lo que hacen es amparar la persecución de la disidencia como si se tratara de la lucha contra el terrorismo que, supuestamente, encontraría su justificación en el decreto firmado durante un gobierno democrático.

Ese es el primer vicio de tal argumentación pero no el único. La diferenciación entre subversión y terrorismo podría llevar a la conclusión, insinuada por Posse, de que en la lucha, legítima, contra el segundo, se cometieron excesos persiguiendo a la primera. Sin embargo, no es así. Aun si el decreto firmado por Luder, con su uso de la palabra “aniquilación”, hubiera autorizado cualquier clase de metodología, incluso la ilegal, en su instrumentación contaba con los controles del propio sistema que le daba origen. Caducado uno, caducaba automáticamente el otro. Aun dando la razón a quienes sostienen la existencia de una guerra y, por lo tanto, la necesidad de una legalidad excepcional, para “tiempos de guerra”, la misma no eximiría –más bien todo lo contrario– de la necesidad de consensos políticos amplios y, sobre todo, de los controles que sólo el pleno funcionamiento de tres poderes independientes podría haber garantizado. Y no existiendo ninguno de éstos, dentro de los cuales encontró no sólo su justificación sino la posibilidad de una instrumentación legal, tal decreto perdería automáticamente cualquier clase de legitimidad. Es decir que lo que en ningún caso es posible sostener es que la persecución ideológica y la represión ilegal ejecutadas por la dictadura responden a ninguna clase de mandato de la sociedad. Si ésta delegó en sus representantes un mandato de “aniquilación del terrorismo”, que no fueran sus mandatarios sino otros quienes lo llevaran adelante, está lejos de ser un detalle sin importancia. Es, más bien, el punto que invalida toda la argumentación.

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