EL PAíS › UNA SEMANA PLENA DE HECHOS QUE SON SIMBOLOS A UN AÑO DE LA MASACRE

El miedo no estuvo en las calles

Las jornadas del 19 y 20, un triunfo de las organizaciones populares. Su trama y sus límites. La Corte no se rinde, canejo. Las –pocas– barajas que le quedan al Gobierno para evitar la redolarización. La carta Maqueda. La detención de la señora de Noble. La pesadilla de los partidos políticos, grandes o pequeños. Y una vuelta a alfa, para redondear.

 Por Mario Wainfeld

Lo mejor que pasó en una semana descomunal y reveladora, lo que menos miedo mete, lo único que permite mirar el futuro –si no con ilusión, al menos sin vergüenza ni pánico– fue lo que más pavura y fantasías había alimentado por meses. Las jornadas del 19 y 20 de diciembre, que habían desatado denuncias y paranoias surtidas, fueron –más allá de su contingente evaluación política– un ejemplo de convivencia ciudadana y de organización militante. No hubo saqueos ni represión sanguinaria, ni siquiera vidrios rotos. Multitudes encuadradas por dirigentes representativos y responsables y un poder público no enderezado a la barbarie sino a garantizar los derechos constitucionales obraron lo que –mirado desde el tamiz de la experiencia de un año atrás– parecería un milagro. No hubo tal, sino más bien todo lo contrario, el producto de un año de trabajo constante de las distintas vertientes del movimiento piquetero, combinado con la contención efectiva que produjo el Plan Jefes y Jefas de Hogar. El poder político bajó una línea sensata a las fuerzas de seguridad y el resultado fue digno y bello para quienes todavía sienten erizar su piel cuando miles de argentinos copan sus calles y su plaza histórica y reclaman lo que les corresponde. O, para ser más exactos, una parte mínima de lo que les corresponde.
Los movimientos de desocupados fueron los grandes protagonistas, demostrando un nivel de convocatoria y de contención de sus representados que, amén de lo cuantitativo, expresa un salto de calidad respecto de uno o dos años atrás. Suya fue la mayoría que honró los alrededores de la Pirámide de Mayo. Familias enteras, cuidadas por su organización, cuidándose en su interior, demostrando una estructuración familiar que a veces falta en estratos sociales más privilegiados en otros recursos. La clase trabajadora argentina –impedida de tener trabajo por los desvaríos de los sectores hegemónicos de su dirigencia política, empresaria y sindical– resiste con una templanza ejemplar la caída en la marginalidad.
Las conducciones piqueteras, allende sus discursos flamígeros, no son mancas a la hora de negociar con los funcionarios del Estado. La imagen de Raúl Castells mostrando a su gente los cheques oficiales que había recibido es bien didáctica. Los puentes tendidos hacia el Gobierno incluyeron las tratativas sobre la seguridad de actos y movilizaciones. Una conducta que alude a la sensatez de quienes estuvieron de los dos lados del mostrador. Y que también espeja cierta ingenuidad no exenta de soberbia de ciertas ONG, muy paquetas y muy mediáticas, eso sí, que intentaron hacer de mediadores entre dos partes que sabían de estobastante más que ellos. Quienes sí mostraron tino y pertinencia fueron, cuándo no, los organismos de derechos de humanos, que consiguieron del oficialismo algo que puede ser un importante precedente a futuro: información acerca del accionar policial antes y durante las movilizaciones.
Las jornadas fueron de recordación y de acumulación para los movimientos de desocupados. También revelaron algunos de sus límites actuales, patentizados en la multiplicidad de actos, en la pléyade de oradores que se alternaron en el encuentro más convocante, en el escueto número de consignas de unidad o lanzadas “hacia adelante”. La predicada unidad del campo popular es de compleja construcción, siendo la existencia de enemigos o adversarios comunes una condición necesaria pero no suficiente. La fragmentación de las ofertas no sólo impidió un acto que fuera la suma mecánica de los que se sucedieron en el decurso de dos días. Cabe aventurar algo más: de ordinario el número llama al número y un solo acto hubiera superado a la adición de todos los habidos.
En la Rosada y el Ministerio de Justicia el saldo de jueves y viernes, en ese aspecto, fue puro júbilo. Juan José Alvarez registró el resultado como un saldo exitoso de su política de seguridad durante la administración Duhalde. Su confianza en que no habría incidentes lo llevó a una jugada audaz, plasmada en el despacho de su aliado en gabinete Rodolfo Lavagna: convencer a representantes de bancos locales y foráneos de no decretar feriado bancario el viernes, es decir, no prologar la jornada como un día de riesgo y de parálisis.
Puesto a contar porotos, el Gobierno interpretó que el número de manifestantes de oposición no fue tan imponente y computó con satisfacción que fueran piqueteros y no partidos de izquierda los que más pueblo arrimaron. Se trata de un interlocutor con el que el duhaldismo se siente en mejores posibilidades de tratar.
El viernes pudo haber sido un día de júbilo completo del oficialismo, pero (¡ay!), como viene ocurriéndole con abrumadora frecuencia, no contaban con la astucia de la Corte Suprema de Justicia.
Buenos días, Sus Señorías
Los jueces de la Corte a veces recuerdan a los “malos” de ciertos films de Hollywood de horror cotidiano, a Roberto De Niro en Cabo de miedo o a Glenn Close en Atracción fatal, por ejemplo. Parece que están muertos y acabados pero resurgen con más bríos y fuerzas tras haber sido masacrados en la toma anterior. La semana pasada, tras la confesión extrajudicial de Carlos Fayt, daba la sensación de que estaban en retirada por un buen rato. El viernes rehicieron sus filas y volvieron a quedar en capacidad de dictar un acuerdo el 30 de diciembre declarando la inconstitucionalidad de la pesificación de créditos de ahorristas.
Fayt recapacitó sobre un ataque de dignidad que lo había obnubilado por cuestión de días y volvió a plegarse a la mayoría automática. Embravecido, el oficialismo piensa reabrirle el juicio político, una confesión tardía de cuán inoperante fue su política de impunidad parlamentaria hacia los supremos.
Otro mandoble del Gobierno buscó el esquivo cuerpo de Adolfo Vázquez. Una denuncia lo acusó de tener plazos fijos acorralados a su nombre. Vázquez negó la especie. En la Rosada insisten en que son de él y amenazan con demostrarlo y ponerlo en figurillas en las próximas horas.
Otra baraja que juega el Gobierno es designar con velocidad de rayo a Juan Carlos Maqueda como reemplazo de Gustavo Bossert, de suerte que el cordobés ya integre el Tribunal el mismo 30. La jugada combina ingredientes usuales en la política criolla: una audacia enorme y un llamativo desdén por lo institucional. Es ostensible que poner una espada del peronismo parlamentario no es la mejor forma de oxigenar un tribunal infestado de roscas y banderías políticas. Pero, se sabe, la calidad institucional –por decirlo con un eufemismo– no es un ítem preponderante en la agenda del peronismo y el hombre parece número puesto. Su designación es explicada en Gobierno con tono pragmático. Maqueda, justifican, tiene pergaminos jurídicos más que razonables y es el único nombre que el Senado estaba en voluntad de consensuar. “No lo pone Duhalde –simplifica en exceso un operador político del Presidente–, lo pone el Senado.” Tener un representante fiel, una cabecera de playa en una Corte que lo ha enloquecido es un fin que, visto desde la Rosada, justifica los medios.
“No dé por seguro que el fallo salga este año”, se esperanza, módicamente, una espada oficialista, confiando más en las ofensivas contra Vázquez y Fayt que en el desembarco de Maqueda. Empero, la suerte parece echada y, de cara a un regalito de Tribunales días antes de Reyes, el Gobierno tiene un plan B. Negociar (u orar) para que el fallo deje librado al Poder Legislativo la forma y plazos de los depósitos redolarizados. En tal caso, la salida sería la emisión de un bono compulsivo a plazo más o menos largo. A esta altura de la soirée, los bancos aceptan esta solución. “Los bancos –describe un duhaldista que los trata con asiduidad– prefieren una solución mala a ninguna.” Lavagna, no obstante, sigue prefiriendo la indefinición al bono, pero varios de sus compañeros de gabinete se resignan a ese escenario como un mal menor. El Hermano Mayor, el Fondo Monetario Internacional (FMI) también pinta proclive a admitir el famoso bono. Y en la Rosada quieren ponerle un broche al “acuerdo corto” con el FMI. El jueves Duhalde creyó tocar un breve cielo con las manos cuando un alto representante del organismo le dijo que la firma de la carta de intención era inminente. Tanto se alegró que lo hizo público rápidamente, aseverando que el convenio llegaría antes del fin de semana. Mientras él daba rienda pública a su satisfacción el FMI, supo que Glenn Close o Robert De Niro había resucitado, que la Corte recuperaba su mayoría y le hizo saber al Gobierno que el acuerdo volvía a quedar en veremos.
Sapos y culebras brotaron entonces de labios oficiales, y claras alusiones a Carlos Menem, a quien ven como demiurgo de todas las jugarretas de la Corte. Y no sólo de tales cimbronazos sino de muchos otros que conmueven al país. Por caso, el que se reseña en el párrafo que viene.
De poderes y de infiernos
Corría el año 1998. Jorge Rafael Videla, detenido nuevamente tras los indultos, esperaba ser interrogado en el Juzgado Federal de San Isidro. Esperaba y mucho porque Roberto Marquevich lo tenía amansando desde hacía un buen rato. Fumaba para acompañarse, cuando llegó el juez. Lo saludó con un asentimiento de cabeza. “Párese –dijo el magistrado, añadiendo– y apague el cigarrillo, que acá está prohibido fumar.” Videla –cuenta quien cuenta la historia– se achicó en su silla.
La anécdota seguramente pinta de cuerpo entero a Marquevich, máxime si se pondera que quien la narró fue él mismo. Abogado de escasos lauros académicos, recibido ya crecidito, forma parte de una peculiar camarilla de jueces federales provistos de brutal poder acostumbrados a usarlo sin muchos pruritos y a jugar muy fuerte. Como muchos de sus colegas, empezando por Romilda Servini de Cubría, estigmatizados en la proverbial servilleta de Carlos Corach, combina desempeños muy cuestionables en lo que lo relaciona con los poderes políticos actuales con una consistente actuación en materia de derechos humanos. Al unísono, fue contertulio vivaz con las oficinas de Alfredo Yabrán, supo darle una manito célebre a Mariano Cúneo Libarona cuando Samantha Farjat hacía roncha por la tele. Marquevich sorprendió a todo el mundo cuando encarceló a Ernestina Herrera de Noble. Incluido al Gobierno, que se anotició mediante una llamada de un alto directivo del multimedio al mismísimo Presidente.
La forma en que se implementó la decisión –detención de la empresaria y traslado a una cárcel común– carece de toda legalidad y sentido. Alude solo a la intención de dramatizar el hecho y eventualmente doblegar, por vía del maltrato, a la encausada. Es decir, alude a un injustificable abuso de poder ejercitado en este caso en la persona de alguien especialmente poderoso.
Esta arbitrariedad en los métodos y las sospechas (de las que ya se hablará) sobre una intencionalidad política que trascienden el caso no debería eclipsar un dato esencial: el tema que se investiga incluye la posibilidad de que exista un delito de lesa humanidad. Las Abuelas de Plaza de Mayo –a ver de este cronista, y no sólo de él, la más alta autoridad moral de la Argentina– son parte querellante en el trámite, tras haber procurado –cual es su noble práctica– vías extrajudiciales menos dolorosas para ahondar la investigación. Si el expediente llegó a este estadio es porque naufragaron otros modos de garantizar la búsqueda de la verdad. Verdad que en este caso tiene un modo inequívoco, ineludible, de buscarse, que es la realización del examen de ADN a los hijos de la señora Herrera de Noble. Todo sistema legal es una compleja jerarquización de derechos en juego y está claro que la búsqueda de la verdad, en hechos supuestamente ligados a un genocidio promovido desde el Estado, es un valor más alto que el de la privacidad.
Todo esto dicho, y puesto en primer lugar, cuesta creer que sólo la búsqueda de justicia haya animado la decisión y el modus operandi de Marquevich. La denuncia de un complot político con centro en el mismo que viene formulando el diario Clarín suena verosímil, conociendo a los actores. Las razones imaginadas son varias, desde la vendetta por la entidad dada a la causa que investigaba la venta ilegal de armas, hasta la puja empresarial en el mundo de los medios de difusión, hasta la decisión de “inocular” preventivamente a periódicos adversos a la segunda reelección de Menem, mellando su credibilidad. Ciertamente estos fines no se excluyen entre sí.
En el Gobierno todos ven la mano de Menem detrás de Marquevich, aunque no añaden datos certeros a los pocos que hasta ahora se han dado a conocer para explicar la urdimbre y los móviles del complot. Entre tanto estos datos se investigan, da mucho que pensar acerca de cómo funcionan el capitalismo argentino y su partido político más potente si en el mundillo empresario y en el político casi todos dan por hecho que un ex presidente alienta conductas mafiosas, manejando jueces, decidiendo encarcelaciones de personas importantes, al modo de la Chicago de los ‘20. Sería prudente pedirles a los compañeros peronistas que lo creen algo a lo que no son muy propensos, un ejercicio de introspección: explicar qué hicieron ellos durante los diez años en que Menem tenía aún más poder que hoy y, cabe suponer, hacía de las suyas con más impunidad que hoy.
En la Rosada, ajena a esto tipo de enigmas, cunde la preocupación porque el adversario interno juega sin reglas, mientras la política partidaria es un eslabonamiento de papelones.

Partidos en mil pedazos
Un punteíto rápido, toda vez que el lector informado lo conoce.
- El PJ fijó sus internas para el 23 de febrero pero nadie cree que efectivamente se realicen. “Duhalde juega a la ley de neolemas –dice un ministro que dialoga confidente con el Presidente–, no habrá internas y sí elecciones generales mediante la ley Romero.” Ajá.
- Luis Zamora no pudo mantener la unidad de su bloque de dos diputados y ventila la cuestión en una pelea por partículas de poder.
- Elisa Carrió no consigue conservar en sus huestes al socialismo ni estos hacen mucho por fomentar una coalición más vasta que sus límites parroquiales. Entrambos ahondan la diáspora del centroizquierda.
- Los radicales siguen discutiendo un escrutinio que apesta a volcado de urnas sin tener siquiera la destreza menor de colocar la basura debajo de la alfombra. Leopoldo Moreau se escuda en una inverosímil movilización de masas en Chaco (invocando la popularidad de Angel Rozas) y en Formosa (sin tener ni siquiera un argumento para escudarse). Los herederos de Yrigoyen no se conforman con demostrar que son incompetentes y lentos, sino que ahora se muestran impotentes en el juego de las primarias, que se suponía era lo único que sabían hacer. En medio del papelón resuena con estrépito el silencio de Raúl Alfonsín. El hombre, tan habituado a culpar al neoliberalismo de todos los entuertos del universo (aun de los pocos que lo exceden), no se ha dignado en este caso explicar cómo hizo en este entuerto para meter la cola.
La ironía viene a cuento de todos los demás supuestos. La incompetencia de los que pugnan por representar a los argentinos de a pie no tiene como agente activo al FMI, a las privatizadas de servicios, a la banca extranjera ni a la sinarquía internacional. No son ellos que mueven los trebejos para deteriorar al PJ, la UCR, A & L, el ARI o el socialismo. Para encontrar a los culpables de tantas cuitas que erosionan la democracia, un bien superior que todos deberíamos considerar extinguible y en riesgo, los (actuales o pretensos) representantes del pueblo deberían, sencillamente, mirarse al espejo.
Volviendo al principio
La crónica de esta semana –que hubiera estresado a cualquier periodista o cualquier lector en un país más sosegado– incluyó los hechos que a vuelo de pájaro se viene de sobrevolar y también la historia policial de la familia García Belsunce. Un calidoscopio de noticias que meten miedo porque todas hablan de cuán bajo ha caído la Argentina hoy, en especial en sus estratos dirigentes.
En las calles y en la Plaza, en cambio, estuvo lo mejor de la mano de pobres que reciclan la tradición argentina de bregar de cuerpo presente por sus derechos, pugnando por no caerse del mapa. Una luz en medio de tantos hechos, silencios y complicidades que meten miedo.

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