EL PAíS › EL TESTIMONIO DE GABRIELA FERNANDA TARANTO, HERMANA DE UNA DESAPARECIDA EN EL VESUBIO

Los otros efectos del terror

En mayo de 1977, Rosa Taranto, embarazada de siete meses, fue secuestrada junto a Horacio Altamiranda y su hermana mayor. Ella nunca apareció; su hermana sí, pero murió a los 39 años. Cristian, hijo de Rosa, también falleció trágicamente.

 Por Alejandra Dandan

El presidente del Tribunal Oral Federal 2 porteño le pidió que contara todo lo que supiera sobre el secuestro de su hermana Rosa Luján Taranto, una de las 154 víctimas del centro clandestino El Vesubio. Gabriela Fernanda Taranto se había sentado en la sala de audiencias de Comodoro Py, donde estos días se reinician los debates orales en los juicios por crímenes de lesa humanidad cometidos bajo la dictadura. Como pudo, empezó a explicar lo que pasó ese 13 de mayo de 1977, en un barrio obrero de Florencio Varela, cuando ella tenía entre cinco y seis años: “Mi hermana vivía con su marido y dos nenes y estaba embarazada de siete meses”, explicó. “La noche que desapareció, por lo que después nos dijo mi otra hermana que estaba con ellos, entraron y rompieron todo, sacaron a los chicos, una persona agarró la foto del abuelo paterno, se la dio a un vecino y le pidió que se los entregara a ellos. Después los encapucharon, los subieron a los autos y se los llevaron.”

Con muchos de los datos en blanco y una historia armada con borradores, Gabriela dijo que mientras tanto ella estaba en la casa de su madre, en el barrio La Carolina, cerca. Su hermana Rosa vivía con Horacio Altamiranda en Villa Mónica, un barrio obrero; él era delegado en una fábrica y ambos militaban en el PRT-ERP. Cuando los secuestraron, la tercera hermana estaba con ellos y se la llevaron también. Primero, posiblemente, a la comisaría de Florencio Varela y luego, a El Vesubio. Tenían 19 y 20 años.

“Lo que no sé es cuántos días pasaron –dijo–, porque una madrugada apareció mi hermana mayor descalza, golpeando la puerta de casa, diciendo que se habían llevado a mi otra hermana.” Llovía, recordó. Y no dijo más nada. Esa hermana les contó que se los habían llevado secuestrados. “No sé por qué a ella la largaron, lo que nos contó es que sintió el ruido de una tranquera y ruido de campo, digamos, era lo único que nos decía, no tenía más precisión.” Esa hermana más grande murió de HIV a los 39 años. Cuando la fiscalía intentó preguntar a Gabriela si creía que también eso era una consecuencia de lo que había pasado, dijo: “Obvio”.

“Yo estaba en primer grado. Una noche estaba con mi mamá, estábamos solas, entraron. Me acuerdo patente del coche porque la casa estaba como en un descampado, se sentían de noche los ruidos, el ruido del auto, portazos, botas y bueno: la puerta voló.” Gabriela estaba acostada. “Me acuerdo de uno arriba de la cama, con la ametralladora me estaba apuntando en la cabeza, los otros tiraban ropa, fotos, buscaban armas, no sé si mataron al perro de mi hermana que se había traído mi mamá.” Se fueron, pero ellas empezaron a ser vigiladas. “Cuando mi mamá fue a la comisaría de Florencio Varela a preguntar, le dijeron, disculpe la expresión –aclaró–, que se dejara de romper las pelotas, que no la busque directamente.”

Recorrieron hospitales y comisarías. Presentaron hábeas corpus. Y volvieron a escuchar los golpes en la casa: “Esta vez fue más fuerte. Entraron tirando todo, golpeando más violentamente; me volvieron a apuntar con una ametralladora en la cabeza, le dijeron a mi mamá que se dejara de romper las pelotas, que no la busque más porque no existía”. Si seguía adelante, iban a matar además a la mayor, que a esa altura por seguridad vivía con su padre. Y a la “guachita esa que tenés en la cama”.

“Mi mamá siguió buscándola por todos lados pero nunca más supimos nada –dijo Gabriela–: tenía un amigo, pero tampoco lo vimos más, nunca más volvió. Directamente, como si se lo hubiese tragado la tierra.”

Gabriela supo algo de lo que sucedió con su hermana a través de las pocas sobrevivientes de ese año en el centro clandestino. Entre otras, Susana Reyes, que también estaba embarazada. “Me contó que las dos, entre comillas, se hicieron amigas y charlaban mucho; que les habían cortado el pelo por los piojos; que con la panza que tenían la ropa les quedaba muy ajustada; que dependía de las guardias si podían bañarse o comer.” A Rosa la trasladaron a dar a luz a la maternidad clandestina de Campo de Mayo. “Me contó Susana que Rosa estaba contenta porque le habían dicho que cuando naciera el bebé se lo iban a dar a mi mamá, cosa que nunca pasó.”

Alguna de las sobrevivientes del campo dijo además que pese a que ese bebé estuvo poco tiempo con Rosa, ella alcanzó a llamarla María Luján. Luego se la quitaron. Se supo que el Movimiento Familiar Cristiano la entregó en adopción; una familia la adoptó legalmente y, ya con el nombre de Belén, la alentó a que buscara sus orígenes. En 2005, ella llamó al 0800 de Abuelas de Plaza de Mayo; en 2007 se estableció su identidad y hoy trabaja con Abuelas de la provincia de Córdoba.

Sus dos hermanos más grandes, Cristian y Natalia, terminaron la noche del 13 de mayo en lo de sus abuelos paternos. Irma Rojas los crió pero Cristian –dice ahora la abuela– siempre estaba caído, como preguntándose para qué vivía sin la presencia de sus papás. Dejó a la abuela. Una y otra vez caía detenido. La última vez cayó preso en la comisaría de Florencio Varela, tal vez la misma que una y otra vez aparece en el relato de su tía, donde podrían haber estado sus padres secuestrados antes de El Vesubio, donde su abuela había ido a preguntar por ellos y escuchó aquello de “déjese de hinchar las pelotas”. Irma Rojas no sabe todavía bien qué es lo que pasó esa última vez. Hubo un incendio: “Dicen que empezó con un cigarrillo, y se quemaron los colchones, eso me dijeron en la comisaría. Cuando me llaman del hospital y voy, me dicen que él estaba muy mal y quemado, que los colchones están hechos con un material que se quema en un minuto, tenía las manos quemadas, las piernas, la cara, pero más fue por el humo que tragó”, le cuenta a Página/12. Cristian murió a mediados de los ’90, dos días después del incendio. Su abuela cree que el humo potenció un problema que había empezado a tener en los pulmones por los golpes recibidos cada vez que la policía lo detenía.

Nadie preguntó si todo esto debe medirse entre los efectos de la represión. Hasta ayer, Cristian era uno de los nombres que aparecían entre los “prófugos civiles” del registro del Ministerio de Seguridad de la provincia de Buenos Aires.

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“Mi mamá siguió buscándola por todos lados, pero nunca más supimos nada”, contó Gabriela.
Imagen: Bernardino Avila
 
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