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Malvinas: prejuicios y deudas

 Por Federico Lorenz *

Poco después de la derrota, un teniente primero escribió, en un formulario que luego sería parte de la masa documental para el Informe Rattenbach, que “en nuestro ejército existió un desconcepto sobre cómo debe vivir el soldado, generalmente se piensa que el que más sufre la fatiga y la incomodidad es el más apto o más preparado para combatir y en conclusión no es así. El hombre es una joya que ponen en nuestras manos y que debemos mantener en las mejores condiciones hasta que llegue el momento de combatir”. La traducción de la percepción del joven oficial a un relato histórico sobre la guerra que incluya posibles abusos y violaciones a los derechos humanos es parte de la tarea pendiente en relación con la guerra de Malvinas. Hacerla llevará a identificar responsables y culpables de improvisaciones y delitos que fueron tan conducentes a la derrota como los británicos.

Si esto ha recuperado visibilidad se debe, entre otras cosas, al impulso dado a la memoria, la verdad y la justicia desde el 2003. Pero esto no debe bloquear la reflexión acerca del abandono al que los sectores críticos de la dictadura militar sometieron a los soldados de Malvinas, conscriptos casi ocho de cada diez, durante treinta años.

La denuncia de los vejámenes está en el ADN de las primeras agrupaciones de ex combatientes, junto con la reivindicación de la defensa de la soberanía nacional en una guerra. Esa combinación de elementos, perturbadores en el marco de la transición a la democracia, bloqueó la solidaridad de actores sociales (organismos de derechos humanos, intelectuales) que compartían, sin embargo, buena parte de su repertorio ideológico y también la denuncia de las conductas criminales de la dictadura. Militantes de izquierda y de derechos humanos, o genéricamente, buena parte del progresismo, resolvieron su perplejidad elaborando un modelo de ex soldado que les permitía explicar de forma satisfactoria esa incómoda presencia. La memoria de la guerra alejó a los jóvenes ex soldados de los afectados directos por el terrorismo de Estado: vestidos de verde, reivindicando su experiencia (aunque denunciando a sus jefes), ¿hasta qué punto no fueron vistos como títeres de los militares?

Esta pregunta debe ser respondida tanto en relación con 1982 como con el presente. Persisten fuertes elementos paternalistas, que tienen que ver con imaginarlos “meloneados” por sus jefes (una forma aparentemente más benigna que el estigma de “locos de la guerra”). Paternalismo que reforzó, inconscientemente, la caracterización autoritaria de los jóvenes de los ’70: ingenuos, manipulados por sus jefes guerrilleros que los enviaron a morir. Alimentada por estereotipos que ignoran el fuerte peso simbólico que la guerra y las ideas de patria y pertenencia tienen para millares de jóvenes de aquellos años, que vivían alejados de los grandes centros urbanos donde la matriz para imaginar a los jóvenes era la de la clase media. Peligrosamente, el clasismo que alimentó el maltrato de muchos oficiales (“la gente del campo es más dócil y se la banca más”) tuvo su eco en otras tipificaciones, que explicaron la adhesión a la experiencia bélica mediante la inexperiencia, la ingenuidad y la falta de educación.

Estos prejuicios, clasistas y racistas, sólo podrán ser desmontados cuando haya investigaciones que nos permitan elaborar una historia social de la guerra de Malvinas. Las agrupaciones de ex combatientes del NEA, por ejemplo, destacan la elevada proporción de soldados de los pueblos originarios. ¿Podemos homologar sus experiencias con las de conscriptos de regimientos urbanos?

Los 30 años de Malvinas exigen un profundo ejercicio de introspección por parte de los sectores comprometidos con la democracia y los derechos humanos, una asunción de responsabilidades que les permita desandar la injusta brecha que una amplia mayoría construyó entre los jóvenes ex soldados y ellos. Sólo entonces la traducción de las reflexiones del teniente será completa y en clave democrática y de justicia. Mientras tanto, los ex soldados se han apropiado del repertorio y la lucha por los derechos humanos y los enarbolan para reivindicar su dignidad como seres humanos y, también, defensores de la soberanía nacional.

* Historiador.

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