EL PAíS › OPINIóN

Alejandro Arlia, compañero

 Por Héctor Barbotta

Dice Ernesto Semán que se escribe para darle sentido a la experiencia. ¿Pero cómo darle sentido al sinsentido?

No recuerdo, Alejandro, el momento en que te conocí. No estoy seguro del año exacto. Pudo haber sido 1983, aunque no tengo dudas del lugar y de la época. Fue en la rotonda de la facultad de Ciencias Económicas. En la curva que le había tocado, quién sabe si por azar o por reparto, a la Juventud Universitaria Intransigente. Ahí colocábamos nuestra mesa, la bandera roja y negra, los ejemplares de “Aportes para el Proyecto Nacional” que nunca vendíamos, y los volantes que a última hora cubrían como una alfombra hasta el último rincón del patio.

Era una época en la que sólo cabía esperar tiempos mejores. Gritábamos convencidos que “se va acabar”, y cuando se acabó seguimos gritando que “ya van a ver, van a tener que aparecer”, y aunque no aparecían gritábamos más fuerte que “aparición con vida y castigo a los culpables”, y no había ni una cosa ni la otra, y “a los compañeros la libertad” sólo se cumplía con cuentagotas. Y vos, Ale, gritabas con una convicción que contagiaba.

Cuando no gritábamos nos enamorábamos secretamente de Anaclara, buscábamos al unicornio azul o la preferíamos compartida antes que vaciar nuestras vidas, pero vos parecías nunca necesitar ese respiro.

Quizás por eso, cuando la derrota y la decepción llegaron con sus múltiples caras –un pasaje de ida sin regreso, la resignación convertida en cinismo o la promesa íntima de no volver a entregar todo a cambio de nada–, vos no quisiste entender que habíamos perdido y elegiste otro lugar para seguir adelante. Me cuentan que lo hiciste con la misma convicción, con la misma entrega, con la misma generosidad y con igual nobleza.

Me lo cuentan, Ale, porque para entonces yo ya me había ido. Y en los regresos cortos y esporádicos uno aprende que no puede hacerlo todo y tiene que elegir. Y elegir, seguramente, implica equivocarse. Forma parte del desgarro de haberse ido.

Y ahora, cuando uno sentía que el desgarro estaba cicatrizado, entiende que seguramente eligió mal. Porque me dicen que seguiste siendo igual de generoso, igual de noble, igual de compañero que cuando gritábamos “se va a acabar”.

Cabe la pregunta de qué hubiera pasado si hubiese elegido bien. Porque estoy seguro que, de haber tenido la oportunidad, te hubiese dicho que después de una vida siempre hay otra vida. Y que el mundo seguía necesitando de tus convicciones y de tu nobleza. Los desgarros del alma cicatrizan, aunque en estos días vuelven a estar más abiertos y profundos que nunca.

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