EL PAíS

No fue ningún bolú

 Por Susana Viau

El Gallego Vázquez –así lo conocían los vecinos– era un inmigrante duro, motorman del subterráneo, ahorrativo hasta la obsesión, pero con esos dineros sustraídos al placer y la comodidad había logrado comprar la vieja casa de la calle White 476, un inquilinato que, de a poco, se fue vaciando. Era White, entre Zelada y Emilio Castro, pleno Floresta. En esas cuadras, ninguno daba un centavo por el porvenir de Adolfo Roberto, uno de los tres hijos de El Gallego y su mujer, también inmigrante, petisita, espiritista y a la que todavía recuerdan revoleando los ojos y poniéndolos en blanco.
Nadie de los de entonces atina hoy a discernir si aquella imagen correspondía a su gestualidad natural o a lo que en el barrio suponían de eventuales estados de trance. Eran épocas en las que las dotes mediúmnicas y la evocación de finados crecían a la sombra de la pujante Escuela Científica Basilio, creación de los hermanos Blanca Aubreton de Lambert y Eugenio Portal, según sospechaban “los contras”, alentada por el peronismo para acotar el fragoteo de los atrios. Quizá la especulación se origine en la resolución 6180 mediante la que, en 1948, Ramón Carrillo crea el Gabinete de Parapsicología y la Sociedad de Parapsicología. Lo de Basilio no había sido sino una debilidad nepotista del fundador Portal, que bautizó el rito con el nombre de su padre “desencarnado”, Pedro Basilio Portal. Por eso pudo haber sido que, si bien en Adolfo Roberto comenzaban a despuntar sentimientos nacionalistas de derecha, fanatismos rosistas, estos estaban muy distantes de la tradicional derecha católica. A Adolfo Roberto le tiraban más las doctrinas evangélicas. Fue después que Chimango se acercó al Santo Padre. “Chimango” lo llamaban en la calle White y sus adyacencias y no por el vicio del cigarrillo sino porque en esos años “tener un chimango” era algo así como estar falto de un jugador. Habladurías, motes, especialidad de las esquinas de Buenos Aires.
El Gallego Vázquez, el motorman, era sí un tipo honesto y duro. Inflexible, casi. En su cosmovisión el tiempo era oro y el oro se amasaba trabajando. Nada debía distraer del objetivo de superación, ni siquiera la radio. Para escuchar el fútbol e incluso el resultado de las elecciones, Adolfo Roberto debía recurrir a la casa de los amigos de la cuadra. Cursó el secundario de noche y libre la Facultad de Derecho. Se lo permitía un conchabo de seis horas en el ferrocarril Sarmiento. Le costó mucho recibirse. Lo logró pasados los ’30 y con calificaciones bajas. Se había inscripto en principio en la carrera de Procuración, un escalón intermedio entre la ley y la gestoría, y a cuyos egresados los elitistas apodaban “aves negras”. La verdad es que ni en procuración ni en derecho tuvo notas significativas. La apabullante mayoría de “aprobados” daría luego sustento al radicalismo, que cuestionó su designación en la Corte por haberse recibido con un promedio de 4,33. Puro prejuicio el de los promedios y el de los radicales. Los lazos que Chimango había tendido con el peronismo durante la huelga del frigorífico Lisandro de la Torre le fueron útiles para convertirse en abogado del ferrocarril. “Siempre de burócrata”, recuerda la muchachada de Floresta y agrega una apreciación discutible y por cierto altamente subjetiva: “Era un aparato infernal”.
Se había casado con una joven modesta, igual que él, y la pareja se anotó en un plan de casitas baratas en Lomas del Mirador. Los muebles los compraron ahí mismo, en Firenze, la mueblería que abastecía la decoración de las viviendas populares. En el ’83, a los 45 años, Adolfo Roberto daba por descontado que iba a ganar el justicialismo y fatalmente “tendremos que negociar con los militares otra vez”. Para Chimango no era nuevo: había atravesado parte de la dictadura de 1976 como representante del Banade, gerente de la Comisión de Grandes Obras Mesopotámicas y jefe de abogados de la sindicatura del Grupo Greco. En los clásicos y nunca felices negocios del PJ y la UCR, Raúl Alfonsín fue sensible a la sugerencia de Vicente Saadi y lo hizo juez. Estaba en el Consejo Superior del PJ, cerca de Diego Ibáñez, había abrevado de Raúl Matera y se arrimaría a Carlos Menem durante la primera pelea del riojano en las internas del partido. Fue éste quien, ya jefe de Estado, lo ascendió a camarista. En julio del ’94 lo tocó la desgracia: volviendo de un viaje al exterior, su compañera de toda la vida, Norma Lidia Troncoso, tuvo un paro respiratorio en Ezeiza. No había aparatos, la intubaron mal y murió descerebrada una semana más tarde.
Fue un golpe fuerte para Adolfo Roberto, quien no obstante rehizo su vida junto a una mujer joven y estrenó nueva casa en el country Parque Irízar, en Pilar. Claro, ya era ministro de la Corte. Aquel reemplazo del decrépito Ricardo Levene sí que costó lo suyo. La operación, soportada por el Pacto de Olivos, la muñequearon Eduardo Menem y Augusto Alasino. Los senadores menemistas no aguardaron el dictamen de la Comisión de Acuerdos, no dejaron que transcurrieran los siete días hábiles exigidos para presentar impugnaciones; el Chimango tenía la oposición del Colegio de Abogados y de la Asociación de Abogados de Buenos Aires. Sin embargo, a las 16.56 del 7 de diciembre de 1995 su pliego fue aprobado. Era la víspera del Día de la Virgen y Adolfo Roberto lo había celebrado por anticipado con dos majestuosas metidas de pata, comparables a la escandalosa insinuación de que habría sido un autoatentado la voladura de la embajada de Israel: se declaró amigo del presidente y dudó de la independencia de poderes. “El presidente no va a poner una persona que no esté de acuerdo con él”, declaró. Repetiría la performance confesando que aquella jornada “fui a Olivos a saludar a Menem. Y él me dijo: ‘Te elegí por tu carrera, por tus fallos, pero especialmente por tu posición frente a los juicios contra el Estado. Nunca dejes que el Estado pierda un juicio porque ahí está la verdadera corrupción’”. En 1997, defendiéndose de una denuncia de coimas reiteró su filosofía en el programa de Mariano Grondona.
César Arias comentó en la intimidad la presentación televisiva del Chimango: “En la Corte podemos tener de todo menos un aparato. Y este se ganó el diploma en el programa de Grondona”. Arias coincidía sin querer con los muchachones de Floresta. No porque se repitan las mentiras se convierten en verdades. Pero la carrera de Adolfo Roberto en el supremo iba a acabar por no hacer, precisamente, lo que postulaba. Se lo llevó su voto favorable al Grupo Meller, un juicio millonario y vergonzoso contra el Estado.

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