EL PAíS › OPINION

Laicidad y diversidad

 Por Washington Uranga

Se ha montado una gran polémica en torno de la muestra del artista León Ferrari, que algunos sectores católicos consideran “blasfema”. En todo caso, no es la polémica lo que debe llamarnos la atención. La polémica es una manifestación sana si se da en el marco de un debate maduro, donde las partes expresan sus puntos de vista, los ponen a consideración de quienes opinan de manera distinta o contraria y de toda la ciudadanía para que ésta pueda reflexionar y sacar sus propias conclusiones. No hay debate cuando se ingresa en el campo de la intolerancia, de las agresiones. Tampoco cuando se pretende que la única verdad es la propia y está por encima. En una democracia plural –como la que queremos vivir y seguimos buscando en la Argentina– nadie debería pretender reclamarle al Estado que convalide sus puntos de vista particulares o sectoriales, salvo cuando en ello esté implicada la defensa de los derechos fundamentales. Es cierto que gran parte de la sociedad argentina se sigue considerando “religiosa” y “mayoritariamente católica”. Es cierto también que nuestra historia y nuestra cultura están marcadas por trazos que indudablemente provienen de una raíz religiosa católica. Del catolicismo hay influencias positivas y otras que no lo son. También es cierto que legítimamente hay personas que pueden sentirse agredidas en su sentimiento religioso por manifestaciones de la cultura o del arte con las que no coinciden. Seguramente les sucede lo mismo a quienes tienen que aceptar vivir en un ambiente marcado por improntas católicas o de lo que se llama la “civilización cristiana” cuando no comulgan con esa visión y esos principios. Así como se exige el respeto a los lugares considerados sagrados para las religiones, tampoco pueden validarse las expresiones de censura y, mucho menos, los actos de violencia contra quienes opinan de forma distinta. Y si nos referimos en concreto a ciertos católicos que ahora asumen “la cruzada” contra lo que consideran una “campaña” anticatólica o la “blasfemia” de un determinado artista, sería importante recordar también que la vocación cristiana exige trabajar decididamente, con perseverancia y sin violencia, para desterrar de la sociedad y de la Iglesia actitudes y conductas que atropellan los derechos humanos y la dignidad de “hijos y las hijas de Dios”. Porque como bien lo recuerdan los propios obispos latinoamericanos “la Iglesia tiene la obligación de poner de relieve ese aspecto integral de la Evangelización (la defensa de los derechos humanos), primero con la constante revisión de su propia vida y, luego, con el anuncio fiel y la denuncia profética” (Puebla 338).

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