EL PAíS › YA TIENE FECHA EL JUICIO A LOS DETENIDOS DE LA LEGISLATURA

Cómo estar preso sin saber por qué

El juicio a los presos por los incidentes en la Legislatura ya tiene fecha. Comenzará el 3 de octubre, con catorce manifestantes acusados de coacción, daños y privación de la libertad. Contra la mayoría no hay más pruebas que las declaraciones de la policía.

 Por Laura Vales

Marcelo Ruiz tenía su puesto de garrapiñadas en la esquina de Perú y Rivadavia. En una buena ubicación, dice él, un hombre de 32 años, que trabaja desde los 14 como vendedor ambulante. El tránsito le aseguraba buenas ventas. En un día promedio hacía 100 pesos; unos 2500 por mes. Pero él no era el dueño del puesto, sino empleado de otro que manejaba una veintena de carritos. Iba a porcentaje: cobraba el 30 por ciento de lo que vendía. Y estaba conforme: por el lugar y porque después de unos meses se había hecho de conocidos. Si llovía, la custodia privada del edificio de la esquina le permitía meterse en el hall para no mojarse. Trabajaba de lunes a sábado. Y fue por pedido de su jefe, Daniel Cifuentes, que el 16 de julio de 2004 no instaló su puesto para ir a la Legislatura, a manifestar contra el Código Contravencional, junto con otros compañeros. “Daniel quería que cuantos más fuéramos, mejor.”

Ruiz no estaba muy al tanto del tema. Pero cuando le dijeron que con el nuevo código la venta ambulante tendría problemas dijo que iría a la protesta. “Peligraba mi trabajo, aunque no pensé que iba a llegar a tal extremo”, cuenta ahora.

Porque esa tarde, en la que los legisladores impidieron el ingreso al público a la sesión y hubo disturbios con vendedores, travestis, prostitutas y militantes de izquierda, Ruiz se convirtió en uno de los 15 detenidos de la jornada. Según contó, una brigada de la comisaría 2ª lo arrestó mientras almorzaba. Pasaría catorce meses en la cárcel de Devoto. Al comienzo, todo lo que quería era aclararles a los presos comunes que no era piquetero. Después trató de convencer a la jueza Silvia Ramond, de su inocencia. La prueba en su contra consistía en la declaración del policía que lo detuvo, que dijo que lo había visto tirar piedras y romper dos vidrios. A los 14 meses tomó otra posición: interpretó que era un preso político. Inició una huelga de hambre que le hizo perder 12 kilos pero que antecedió a su excarcelación.

Ahora espera ir a juicio oral, que ya tiene fecha: el 3 de octubre. Está acusado junto a otros 14 manifestantes que como él fueron arrestados cuando los incidentes habían terminado. Los cargos son coacción agravada, daño agravado y privación ilegítima de libertad, que tienen una pena mínima de cinco años.

Cuando Ruiz dice que no hay más pruebas que la declaración del policía que lo detuvo, quiere decir que no aparece en ninguno de los videos de los disturbios, que la televisión filmó de principio a fin. El castigo contra él y sus compañeros de detención pareció tan desproporcionado, el tiempo que pasaron detenidos tan extenso y la indiferencia que los rodeó tan sostenida que toda la historia se vuelve irreal, como un mal sueño.

Para tener una dimensión de lo que sucedió es mejor mirar a Ruiz, verlo el día de la protesta, cuando llegó temprano a la Legislatura y se juntó con los demás, en un grupo de cuarenta vendedores ambulantes.

Se habían parado en la esquina de Yrigoyen y Perú, donde se divirtieron mirando a las travestis. Al mediodía, con las puertas de la Legislatura cerradas desde dentro, un grupo de manifestantes intentó entrar por la fuerza a la sesión. Ruiz se retiró porque se sintió algo asustado. Con su primo César Gerez y Carlos Santamaría, también vendedores ambulantes, se fueron al depósito donde guardaban los carros, a pocas cuadras. Miraron por televisión los incidentes que continuaban sin que la policía interviniera. A las 13.30, los disturbios no habían parado. Ruiz, Gerez y Santamaría dejaron el depósito, caminaron hasta el Cabildo y finalmentefueron hasta un almacén para comprar pan, fiambre y una cerveza. Se apoyaron contra las rejas del Colegio Nacional Buenos Aires a almorzar. Siempre según su relato, ahí estaban cuando vieron que tres policías traían a un hombre entre forcejeos. Lo tiraron al piso cerca de ellos. Uno de los policías dijo: “Traeme a esos tres”. Y se vieron rodeados.

Ninguno opuso resistencia. Ruiz tenía, más bien, sorpresa, porque había reconocido a uno de los federales. Los vendedores ambulantes conocen a los policías de la zona. Se quejó mientras los tenían en el piso, con un arma en la cabeza. Los llevaron a la Dirección de Investigaciones, en Lugano, y los dejaron en una celda donde ya había otros dos, Jesús Fortuny Calderón, un anticuario arrestado cuando pasaba por el lugar, y Fabián Scaramella. Pensaban que los iban a dejar ir en dos horas. Pero el tiempo pasó sin novedades. Ruiz se durmió, lo despertaron con la comida. Luego un policía lo llevó a una oficina donde le quisieron hacer firmar un papel. Se negó. Asegura que lo golpearon, pero no lo firmó.

Al penal llevaron a 12 de los 15 detenidos, casi todos vendedores ambulantes. Les dieron un lugar en el fondo del pabellón. Durmieron el primer mes y medio en el piso, al lado del baño, sobre una bolsa de plástico. Por la falta de espacio –eran 300 reclusos en un lugar con capacidad para 80– se turnaban para dormir, cuatro horas y una rotación.

Tuvo la primera visita familiar a los quince días. “En casa el único que trabajaba era yo, así que mi mujer casi no tenía plata. Es de Santiago del Estero y no conocía la Capital, tuvo que salir a buscar trabajo.” Para Ruiz, lo peor de la cárcel fue eso y “la humillación por la que pasaban ella, mi nena y mi mamá en las revisaciones, cuando venían a visitarme”.

De los 15 procesados, 9 son vendedores ambulantes, dos albañiles y el anticuario. Hay además un transformista y dos mujeres en situación de prostitución. Pasó un mes y no sabían por qué estaban presos. “Nos decían por coacción agravada y no entendíamos nada.”

–¿Leyó el expediente en su contra? –le preguntó Página/12.

–Sólo una parte. Vi la acusación contra los otros, pero a la mía nunca la encontré. Hay compañeros que se los ve en los videos, no hacen nada grave, tiran una piedra, pero yo no estoy. Eso me ponía mal. ¿Qué soy yo, un fantasma, que no salgo en ningún video?, preguntaba. Pero nadie sabía explicarme nada.

Ruiz volvió dos veces al juzgado de Silvia Ramond sin conseguir cambiar su situación. “Veíamos que la cosa no iba para ningún lado.” Poco antes de cumplir un año, la Cámara de Casación rechazó un nuevo pedido de los presos. Ruiz y César Gerez iniciaron una huelga de hambre.

Hicieron una de quince días y otra por veinticuatro, junto a un tercer detenido, Pablo Amitrano. El 7 de septiembre, cuando Amitrano y Gerez ya habían tenido que ser hospitalizados, la Justicia los liberó. Un nuevo fiscal, Alejandro Aliaga, intervino en el caso y consideró que el castigo impuesto había sido “desproporcionado”. Les ofrecieron la probation –que permite suspender el juicio oral a cambio de tareas comunitarias–, pero sólo uno de los quince aceptó. El resto defendió su inocencia.

–¿Qué hizo al salir?

–Fui a ver gente para buscar trabajo y se me ocurrió... me fui a la Legislatura. El diputado Tomás Devoto me había dicho “vení a verme cuando quieras”, y entré. En la mesa de ingreso me piden los documentos. “No los tengo porque recién salgo de la cárcel”, le dije a la empleada. Estaba resentido, estaba mal.

Le llevó mucho esfuerzo volver a la normalidad. Aunque le ofrecieron volver a la venta ambulante, no quiso saber nada; ahora trabaja de pintor de departamentos. Vive en un hotel de San Cristóbal, en una habitación quecomparte con su mujer y su nena, y de la que espera mudarse a un lugar donde no tenga que compartir el baño y la cocina. “Estoy tratando de empezar de vuelta, de a poco. Por momentos me acelero, quiero recuperar el tiempo perdido, pero no, a ese tiempo no lo recupero más.”

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Marcelo Ruiz, el vendedor de garrapiñada que estuvo 14 meses preso por los incidentes.
 
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