EL PAíS › OPINION

El embole

 Por Eduardo Aliverti

El periodista piensa en lo aburrido y previsible del panorama político en general. Y en que a él mismo lo aburre. Se dice, luego, si no será hora de preguntarse acerca de cuánto (la mayoría de) esta sociedad desea profundizar algunos cambios. O cuánto quiere, más bien, quedarse donde está.

Se conoce como profecía autocumplida aquello de un hecho, cualquiera, que terminará consumándose al margen de aparecer avatares modificatorios, sencillamente porque el o los protagonistas están convencidos de que el hecho sucederá de todos modos. Pasado a lo electoral-presidencial, los argentinos están seguros de que ganará la candidata oficialista. Los que la votarán, y los que no, tienen idéntica seguridad; y ese convencimiento –que se muestra entre las propias filas opositoras– sigue indemne a pesar de lo ocurrido en Córdoba y Chaco. En ambas provincias se daba por descontado un amplio triunfo de los caballos del comisario. Pero ocurrió que Luis Juez hizo una elección notable y que, no importa lo que arroje el escrutinio final (trucho o lícito), el vencedor político es él. El no sospechado es él. El que tiene todo para crecer es él. Y en Chaco, otro tanto. El ganador es Capitanich. El y Juez eran los gorditos a quienes mandar al arco y resultó lo que resultó. ¿Por qué no imaginar que lo mismo podría ocurrir en las elecciones presidenciales? ¿Por qué no pensar que, frente al cúmulo de episodios desfavorables para el kirchnerismo (inflación, Indek, valijas, baños, Santa Cruz), no podría haber una sorpresa el 28 de octubre?

En primer lugar, por la obviedad de que la lógica, el dinamismo y las zanahorias municipales o provinciales, que invitan a probar con otra cosa, no son necesariamente trasladables a un espíritu de cambio respecto de quienes conducen al país. Se puede querer pegar algún giro en Córdoba, Santa Fe, Chaco o parajes comunales: de ninguna manera eso querrá decir, automáticamente, que se aspira a lo mismo en la Casa Rosada. Y si hubiera alguna duda al respecto, basta con reparar en que los vencedores electorales no expresan alteración de fondo alguna frente a los dictados nacionales. Al revés. Binner, Capitanich, Juez, más allá de presuntas diferencias metodológicas, están en sintonía casi plena con el modelo de Kirchner. Inclusive en el caso de Macri, es obvio que por algo no se lanzó como candidato a presidente y es muy difícil de rebatir que muchos de quienes lo votaron optarán por Cristina Fernández. A lo cual debe agregarse que la oposición es un cambalache y que, así no lo fuera, ninguna de sus figuras salientes brinda confianza acerca de que podría timonear el Poder. En instancias como una elección presidencial las mayorías populares no se recuestan en quienes brindan imagen de aventureros o de no saber conducir.

Es en este punto cuando uno empieza a entrarle a la dialéctica del aburrimiento: si ni siquiera los opositores tienen confianza en sí mismos en torno de significar alguna alternativa a lo vigente, ¿cómo esperar algo distinto a una candidata oficial cuyo proselitismo consiste en dedicarse a recorrer el mundo en plena campaña, y a unos contendientes que se aniquilan entre sí sólo por cuitas personales? Todo esto puede servir a la diversión de los programas de la tevé que se regodean con dirigentes que no soportan el más mínimo archivo, pero si se raspa esa cáscara la política argentina es un embole y todos nos reímos de lo que ya sabemos.

Estamos conformes o resignados, entonces, a que lo que hay es lo mejor o menos malo. Sin embargo, de ahí a que tengamos que aburrirnos hay una ancha diferencia. Muy ancha. Muy interpelante de la mediocridad masiva o, más precisamente, de los actores intelectual y operativamente más activos de la sociedad. Porque lo que parece es que “lo que hay” está anulando lo que debería ser, en el sentido de a qué se está dispuesto para superar el tedio.

¿Quiere o no esta sociedad que se avance en una modificación de raíz del sistema impositivo y que de una vez por todas un paquete de arroz no sea tributariamente más oneroso que un auto importado? ¿Quiere o no esta sociedad que haya una estructura de salud capaz de asegurar la universalidad de la atención médica y preventiva? ¿Quiere o no esta sociedad que el único proyecto de país no sea vender materias primas sin valor agregado? ¿Quiere o no esta sociedad que el manejo de la economía real no continúe quedando en manos de un puñado de corporaciones extranjeras que sólo sacan la cuenta de sus royalties? ¿Quiere esta sociedad, en aras de que la foto de distribución de la riqueza no quede congelada, salir a meter la mano en el bolsillo de los pocos que tienen cada vez más? ¿Está dispuesta la sociedad a asumir el nivel de conflictos que todo eso supone?

Lo de “esta sociedad” es un poco mucho, es cierto. No hay derecho a exigirle a la clase auténticamente oprimida, a los trabajadores que la yugan apenas para sobrevivir en la diaria, a los habitantes de los suburbios del sistema, que tengan una claridad ideológica que sería acorde con lo contrario de lo que les pasa. Pero cuando saltamos de estrato social, sí. Cuando saltamos de formación y llenado de estómago, sí. Cuando saltamos de comprensión intelectual, sí. Y ahí, en las clases medias, en los sectores de mayor bagaje analítico, es donde parece que el kirchnerismo opera una parálisis de energía conceptual. Una ecuación que vendría a consistir en que “lo que hay” vale por sí mismo, por la sola razón de que enfrente hay una suma de esperpentos que no sólo lo son por sus acciones, sino por lo que significaron toda la vida como representantes y ejecutores de las corrientes más puramente reaccionarias y fascistas.

Es ahí donde nos aburrimos todos, porque lo patético de la oposición se transforma en aceptación casi sin más del modelo vigente y en cancelación del pensamiento crítico.

Si el kirchnerismo –por llamarle así a una circunstancia de época, que no a una fuerza política de características precisas– es visto como un dato aprovechable por el que, al menos, entran en disputa algunas contradicciones sistémicas por las cuales colar avances progresistas, vale. Pero si se lo ve y actúa como si sólo se tratara de que todo cambio no puede más que terminar aquí, no vale nada y seguiremos aburridos... a menos que la sociedad crea que hay que congelar la foto. En ese caso, no es aburrimiento de lo que deberíamos hablar.

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