Miércoles, 9 de julio de 2008 | Hoy
EL PAíS › OPINIóN
Por Norma Giarracca y Miguel Teubal *
Asistimos en estas semanas, como pocas veces en los últimos años, a un debate parlamentario intenso, y el fin de semana pasado pudimos seguir las distintas posiciones acerca de la ley sobre retenciones y los sólidos fundamentos de votos a favor o en contra. Se podrá sostener que hubo intercambios de favores para conseguirlos, pero es normal en una democracia y, más que eso, lo que debe remarcarse es que no hubo la mínima sospecha de “compra” de votos como en otras épocas. No obstante, el Congreso nacional de esta joven democracia se muestra enmarcado en un sistema de representación política, núcleo de la democracia liberal, tan en crisis como la misma “modernidad” que le dio cobijo.
Como suele decir Boaventura de Sousa Santos, vivimos épocas de transiciones, de pasajes tanto societales como epistemológicos. Esa magnífica ingeniería social que denominamos “modernidad” durante el siglo XX fue perdiendo sus dispositivos teóricos y políticos emancipadores y quedándose con la pura regulación o control social. En estos tiempos de pasajes, de bisagra de la historia, los discursos tienden a vaciarse de sentido y cuentan más las imágenes, la sociedad del espectáculo, que aquellos efectos dramáticos de las palabras que visibilizan los pliegues ocultos de las relaciones económicas coloniales.
Pongamos un ejemplo: en otro frío julio, en 1935, un discurso del demócrata-progresista santafesino Lisandro de la Torre contuvo una fuerte acusación a los frigoríficos ingleses por burlar los impuestos de la Nación y denunció, además, una trama de corrupción que llegaba hasta el gobierno de Agustín P. Justo, sus ministros de Hacienda, Federico Pinedo, y Agricultura, Luis Duhau. Con sus palabras, Lisandro desató un drama político que terminaría con el asesinato de uno de sus discípulos para salvarle la vida en el acalorado discurso en el Senado, y con su propia vida unos años después. En este Congreso de los “tiempos líquidos”, Claudio Lozano formuló una denuncia tan fuerte como aquélla, que involucra un gran desfalco al Estado con supuestas complicidades gubernamentales. Su encendido discurso quedó sin efecto, se naturalizó, se siguió con la lista de oradores como si hubiese hablado de las retenciones escalonadas una vez más. No sabemos si esa denuncia es verdadera o falsa, pero estos tiempos la tornaron de tal débil densidad que quedó allí, flotando en las viejas paredes del Congreso. Si molestó alguno de los cuerpos o las conciencias de los legisladores, se la pudo alejar con un simple sacudón de cabeza o con la fuerte convicción de la “real politik” que comparten con muchos “intelectuales” de época.
La clave para acercar interrogantes a la nueva situación pos-Congreso se relaciona, justamente, con la denuncia de Lozano: ¿esta ley modifica el papel de “núcleo de poder” de las exportadoras en la cadena agroindustrial oleaginosa argentina; toca ese núcleo que subordina en su propia lógica los funcionamientos de los otros agentes del sistema? Y, podemos agregar, ¿qué pasa con los grandes “fondos de inversión” y sus extraordinarias ganancias que no tributan? Fondos de inversión que están formados en una proporción que aún no se conoce –no sale de los datos del CNA de 2002 sin cruzamientos especiales que no se han realizado– por propietarios de tierra y por arrendatarios de corto plazo; por los grandes estudios agronómicos cuyos miembros son en su mayoría portadores de apellidos de la vieja clase terrateniente, encargados de la operatoria productiva, y por quienes se contactan con los grupos de inversores, pequeños ahorristas pero también grandes capitales financieros. Son esos grupos que, como dijo la Presidenta, se dedican a la “timba financiera”, ahora de commodities. Entre los nuevos grupos sojeros fuertes del país siempre aparece una historia familiar con o sin linaje ligada a la agricultura (Los Grobos de Grobocopatel, La Redención de los Rodrigué, El Tejar de Alvarado). Se amasaron fortunas en muy pocos años acordes a los tiempos globalizados.
Volvamos a los núcleos de poder. Los grandes exportadores, aceiteras y cerealeras están lideradas por Cargill, Bunge Argentina, LCD Argentina, Aceitera General Deheza, Vicentin y Nidera. Son empresas que exportaron en 2007 por un total de 14 mil millones de dólares, 28,4 por ciento de las exportaciones totales del país. Son empresas que se encuentran entre las 10 principales exportadoras (acompañadas por YPFRepsol, Minera Alumbrera, Teneris Siderca). Las cerealeras son demandadas por el fisco por una presunta evasión de 650 millones de dólares; las aceiteras también, por 300 millones de retenciones no pagadas. La ley no toca a estos exportadores ni a los fondos de inversión. El debate en el Congreso sí tomó en consideración a medianos y pequeños productores, a través de un sistema de compensaciones. Se los orienta, de este modo, a la producción sojera en detrimento de los alimentos de los argentinos, contradiciendo los discursos oficiales.
En definitiva, esta ley no modifica el modelo del agronegocio. No obstante, si creemos que una política (im)posible se esconde en los márgenes de la sociedad, que circula en la defensa de nuestros recursos naturales, donde la tierra y los cerros mineros están en el centro de la escena, estos meses fueron importantes. Podemos vislumbrar un país que, con debate y sin confrontaciones violentas, llega al consenso sobre la necesidad de generar políticas para estos nuevos tiempos. Abre la posibilidad de batallar por los sentidos de esas nuevas “políticas”, a no suturar sin transformar nada. Esa posibilidad está aún abierta y tal vez debamos aprender con modestia que, para modificar la gramática del gran poder agroindustrial, aunque sea con tibias políticas reformistas, se requiere de muchos actores –los pequeños y medianos productores entre ellos– y de la generación de fuertes consensos.
* Giarracca es socióloga, profesora e investigadora del Instituto Gino Germani (UBA); Teubal es economista, investigador superior del Conicet.
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