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Corte sano

 Por Mario Wainfeld

La Corte Suprema rechazó, no bien regresó de la feria de enero, la demanda promovida por San Luis contra el Fondo del Bicentenario. Le negó a la provincia legitimidad para promover ese reclamo por sí misma o en representación de sus ciudadanos, que también invocó. La velocidad del trámite y el trance en que se dictó el fallo emiten una señal a gobernadores y legisladores: el máximo tribunal le puso coto a la judicialización de la política. Tal como se anticipó en esta columna, los Supremos están prevenidos contra quienes “cuentan con senadores y diputados” y eligen el atajo del Foro. Una tentación muy de moda se encontró con una luz roja, correctamente encendida.

La judicialización es un rebusque para gambetear la (tan trabajosa como necesaria) tarea de formar mayoría en los cuerpos colegiados. Un diputado o un senador solitos no se bastan para sancionar o derogar una ley, ni siquiera para lograr que se reúna una comisión. Pero, con un abogado decoroso, un juez amigable y buena prensa (que se consiguen fácil) puede obtener efectos comparables a los de una ley sin siquiera despeinarse. Se desnaturaliza así la división de poderes, por una vía cuya contraindicación evidente es el desprestigio de la actividad política.

La sentencia fue una buena noticia para el sistema político y, en este caso, para el oficialismo. La Casa Rosada removió las sospechas que le produjo el modo en que se sustanció el proceso. San Luis, asesorada por el polifuncionario menemista Rodolfo Barra, presentó el reclamo en diciembre. Los pleitos que enfrentan a una provincia con la Nación son de “competencia originaria” de la Corte por imposición constitucional. En las inminencias de la Feria, el Tribunal pisó el acelerador. Metió la quinta velocidad, pidiéndole a la Procuración General que expidiera su dictamen (previo, obligatorio y no vinculante) en cuestión de horas, contra lo que suele ser la costumbre. Llegado el dictamen, en plazo record, le pidió informes al Ejecutivo, habilitando la Feria, forzándolo a contestar en los primeros días de enero. Esa fue, dicho sea de paso, la primera mala nueva del verano para Osvaldo Guglielmino, quien todavía era procurador del Tesoro. El informe debía prepararse en un mal momento, en el que le faltaban colaboradores importantes, de vacaciones. En los pasillos de Olivos se murmura que el mentado informe fue pobre en su redacción, cuestionamiento que devino abstracto, vista la sentencia ulterior.

El oficialismo maliciaba que los cortesanos querían allanar el camino de la oposición, con quienes (en un gesto poco prudente e inédito por lo masivo del cónclave) se habían reunido en diciembre. El resultado desmorona las suspicacias, aunque es evidente que los intencionados gestos del Tribunal dispararon en dos sentidos. No acataron las sugerencias informales del oficialismo de ralentar el proceso ni se arredraron por sus resquemores. Y, tras cartón, marcaron un límite al facilismo litigante de la oposición.

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En el cuarto piso del Palacio de Justicia, los Supremos se alistan para un año lleno de exigencias cruzadas. Su intención declarada es ser un pilar de la gobernabilidad, desalentar la judicialización, fines concordantes con los del oficialismo. Eso sin dejar de frenar eventuales desmesuras o violaciones de las reglas, una bandera de la oposición. El lector dirá que todos los protagonistas deberían coincidir con los tres objetivos y tendrá razón: todos deberían, pero el mundo real es más espeso. Delimitar las competencias de los tres poderes y evitar que los jueces gobiernen es, asegura su presidente Ricardo Lorenzetti, una meta de la actual Corte. Deberá trabajar duro para hacerla realidad.

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El flamante procurador del Tesoro, Joaquín da Rocha, intentará que la Corte revoque la medida cautelar que frenó el Fondo del Bicentenario. En dos instancias, la Justicia en lo Contencioso Administrativo hizo lugar a ese reclamo. Se trata de un fuero confeccionado a medida para grandes estudios, ligados a empresas ídem.

Las peripecias procesales en primera instancia estuvieron afeadas por favores procesales a los demandantes, no justificables y, en algún caso, contrarios a la jurisprudencia habitual. Las sentencias llegaron con presteza que se les niega a ciudadanos comunes.

Ninguna de esas rarezas podrá favorecer la pretensión del Estado, ya que su “recurso extraordinario” versa exclusivamente sobre el contenido de las sentencias. El recurso –su nombre lo sugiere– no procede automáticamente, como suele pasar con las apelaciones. Cumplido el requisito de la doble instancia, se habilita en circunstancias especiales, restrictivas.

La regla general, por lo pronto, es que no procede frente a medidas cautelares sino contra sentencias definitivas. La Procuración adujo la “gravedad institucional” de la paralización del Fondo y alegó que el impacto de la cautelar puede ser irreversible. En ese tramo, tendrá su razón: demasiados magistrados conceden medidas cautelares de proyecciones enormes y hasta irreversibles, con ligereza y hasta con alegría. Las medidas cautelares se sustancian sin necesidad de controversia y con una laxitud que, a menudo, es de temer.

Es aventurado emitir un pronóstico, seguramente la Cámara concederá el recurso, permitiendo la elevación a la Corte. El procedimiento previo, en el mejor de los casos, puede tomar días o meses. En ese ínterin es factible (y deseable no sólo para los Supremos) que el Congreso desate el nudo gordiano. Si así sucede, habrá alivio en el Foro, nada mejor que sean los poderes políticos los que diriman las cuestiones políticas. La cronoterapia no cura todos los males pero, en ciertos casos, es el mejor tratamiento.

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