ESPECTáCULOS › “LA DEMOLICION”, UNA PIEZA TEATRAL DE RICARDO CARDOSO

Causas y efectos de una implosión

La obra dirigida por Manuel Iedvabni funciona como una sencilla metáfora del derrumbe nacional, aunque en tono risueño y nostálgico.

 Por Cecilia Hopkins

Hace poco más de un año atrás, el director Manuel González Gil y el actor Osvaldo Santoro estrenaron Pequeños fantasmas, un texto de su autoría en el que apelando a una metáfora transparente ilustraban la contradicción que existe entre las nociones de mercantilismo y cultura. La obra transcurría en una escuela condenada a la picota, que dejaba su lugar para permitir la construcción de un shopping. La demolición, de Ricardo Cardoso, presenta algunos puntos de contacto con aquella obra estrenada en la época de los primeros cacerolazos. Sólo que la pieza que se ofrece en Andamio ‘90 concentra su intención crítica sobre el proceso de aniquilamiento de la industria nacional.
Interpretados por Enrique Liporace y Jorge Paccini en brillante contrapunto, dos hombres (Luna y Lázari) se traban en intensa pulseada tras la aparición de una situación desesperada. El primero recibe la noticia de boca del segundo: el edificio que le sirve de vivienda será demolido por implosión en muy pocas horas, de modo que debe abandonarlo inmediatamente. El cuidado aspecto que presenta Luna es el primer signo que no encaja en el conjunto. Porque el hombre no es un homeless sino un empleado con 40 años de servicio a cuestas, que ha decidido atrincherarse en su puesto de trabajo desde el momento en que la fábrica decidió cerrar sus puertas. Luna no sabe de vaciamientos ni de quiebras: sigue confiando en que su fuente de trabajo se reactivará, de manera que ha decidido esperar allí mismo la reapertura de la fábrica. Y en el duro trance de convencerlo, el encargado del operativo implosivo, Lázari, traba con Luna una relación especial.
La creación del pintoresco entorno de la oficina –sección administrativa de una fábrica fantasma repleta de empleados invisibles, a la que telefonean clientes imaginarios reclamando sus mercaderías– deja a Liporace un margen para recorrer diversos estados de ánimo que se imponen cuando declina su entusiasta verborragia preliminar. Los dos actores construyen personajes vigorosos que apelan activamente a la identificación del espectador. Un proceso de empatía que puede comenzar en la lectura del programa de mano, en el que el director plantea la tesis que ilustra la obra: “el desmantelamiento de toda la vida industrial argentina a cambio de promesas de modernidad globalizada fue una falacia cuyo precio estamos pagando”.
El fantasma del desempleo impulsa a Lázari a la depresión sistemática, al aislamiento y hasta a las fantasías suicidas. El pulso frenético de este personaje cede ante la romántica evocación de otra Argentina, cuando el barrio ofrecía una fisonomía bien diferente a la actual. Años en que se percibían las luces y los rumores de la fábrica durante la noche, mientras que de día, grupos de operarios llenaban las fondas. La incrédula reacción de Luna al negarse a abandonar su puesto de resistencia se basa en razonamientos elementales, tales como “no pueden tirar abajo algo que costó tanto construir”. Un texto sencillo, una metáfora de claridad meridiana que describe en tono risueño un presente amargo, reforzado en la leyenda queaparece en los muebles embalados (“frágil ind. argentina”) que pueblan el escenario.

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Enrique Liporace y Jorge Paccini se lucen en un brillante contrapunto actoral.
 
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