ESPECTáCULOS

“Sudeste”, una historia que fluye con la misma naturalidad del río

La película de Sergio Bellotti ensaya una sobria adaptación del texto original de Haroldo Conti y hace jugar a personajes que se desarrollan sin altisonancias.

Por L. M.

“Me voy a morir, eso es todo”, dice con serenidad el Viejo. Y lo tranquiliza al Boga: “No va a pasar nada”. La muerte hace su ronda y no tarda en llevarse al Viejo, pero el Boga sabe que ha llegado el momento de partir. El ya no pertenece a esa casa, que parece flotar sobre las aguas turbias del Delta. Dicen que su vida, como la de Moisés, empezó allí, en el río, y el Boga está dispuesto a seguir ese curso lento y sinuoso, como si fuera su propio destino. Se sube a una canoa y carga, por único equipaje, con el cadáver del Viejo, al que vela a cielo abierto y luego devuelve a las aguas. Al fin y al cabo, el río trae y el río lleva... Para su segundo largometraje, después de Tesoro mío (2000), Sergio Bellotti decidió confiarse a la novela Sudeste, de Haroldo Conti, pero tomándose –junto a su coguionista Daniel Guebel– todas las libertades que fueran necesarias. Y esa es una de las virtudes de una película que, a pesar de su origen, no parece deberle nada a la literatura, lo que no es poco decir en el cine argentino, casi siempre tan afecto a las adaptaciones más obvias y más decepcionantemente respetuosas.
Ese comienzo, con el Boga (el debutante Javier Locatelli) haciendo honor a su nombre, navegando sin rumbo fijo hacia donde lo lleve la corriente, acompañado apenas por un cadáver con la cara mirando al cielo, ya sienta el tono de una película siempre discreta, sobria, callada, en la que nunca sobran las palabras. La atmósfera es todo, o casi todo en Sudeste. En ese silencio, en esa soledad el Boga se tropieza, en un recodo escondido del río, con el “Aleluya”, un barco abandonado que le servirá de hogar y refugio, como si el Viejo se lo hubiera encontrado especialmente para él. No será el único que descubra un remanso en esos tablones enmohecidos. Después de un tiroteo que lo deja malherido, el Pampa (Luis Ziembrowsky) se convierte también en parte de la tripulación de ese navío encallado. El Pampa tiene, como él mismo dice, su “lado oscuro” y viene de haber sido traicionado por sus mismos secuaces, después de un asalto. El whisky es su único jarabe y su motivación, la venganza.
En las situaciones y en los personajes de Sudeste nada parece librado al azar, todo da la impresión de ser producto de un umbrío, sordo determinismo, como si la película fuera siguiendo, como el protagonista, unas corrientes ocultas. Y, sin embargo, al mismo tiempo, el film de Bellotti fluye con la misma naturalidad del río, dejando espacio para las digresiones y los afluentes, que hacen de ese curso algo vivo, en movimiento perpetuo. El Pampa, por ejemplo, es un brazo mayor de ese cauce que es la película. Aparece y, gracias a la encarnación de Luis Ziembrowsky, toma fuerza y cuerpo, cuando el Boga parecía empezar a perder caudal. Se complementan muy bien, por cierto, y Bellotti sabe sacar buen partido tanto del histrionismo medido de Ziembrowsky como de la mera presencia de Locatelli, de su imagen parca y opaca.
Por momentos, se extraña quizás un desarrollo más profundo de los personajes de ambos, que están apenas sugeridos, como si fueran bocetos –secos, precisos, eso sí– de un trabajo mayor. El final llega también de manera un poco abrupta y da la impresión de que falta allí un crecimiento dramático acorde con el planteo inicial. Pero Sudeste sin embargo se impone como un film que se va formando en la memoria y va dejando su huella, como la creciente sobre la ribera.

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“Sudeste” hace complementar bien al Boga (Javier Locatelli) y al Pampa (Luis Ziembrowsky).
 
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