ESPECTáCULOS › HACE HOY DIEZ AÑOS MORIA EN FRANCIA EL MAS GRANDE CREADOR FOLKLORICO ARGENTINO, ATAHUALPA YUPANQUI

Las penas son de nosotros, las vaquitas son ajenas

El autor de “El arriero” y “Luna tucumana”, entre docenas de grandes temas, forma parte de un curioso segmento del inconsciente colectivo argentino: aunque casi todos conocen sus versos, muchos no saben que fueron escritos por él. Eso le hubiese sido gratificante: lo fascinaba la posibilidad de algún día volverse anónimo.

Por Angel Berlanga

Cualquier escrito que lo evoque dirá que fue el mayor artista folklórico que dio esta tierra, el más influyente y profundo, el más poético y sabio. Puede que todo eso sea cierto y sin embargo esas palabras, acaso por gastadas, parecen poco apropiadas para vislumbrar su dimensión. Era un paisano y un caminante incansable. Hay que escucharlo, nomás, y sentir el alma de Atahualpa Yupanqui en su guitarra gastada y en su voz de tierra para comprender su grandeza. “El hombre es tierra que anda”, decía. “Paisano es el que tiene el país adentro”, decía. Como en El aromo (esa obra de arte escrita por el uruguayo Romildo Risso, también autor de “Los ejes de mi carreta”), en los últimos tiempos sus brazos, sus manos, eran como ramas nacidas de una figura que remitía a los cerros, con un rostro tallado en piedra, curtido por décadas de todo tipo de intemperies. De esos brazos, la guitarra, y de ahí, como el aromo, que en vez de morirse triste se hace flores de sus penas, escribió centenares de piezas y las desparramó por el mundo.
Fue maestro, boxeador, proyector itinerante de cine por pueblos perdidos, pinche de escribanía, cañero, cazador, lector de libros ante paisanos analfabetos, baqueano, periodista, buscador de viejos tesoros incas. Se pasó la vida con los cinco sentidos atentos al paisaje y a los hombres, y cada vez más los percibió como un todo: al hombre como parte del paisaje, al paisaje como parte del hombre. Y también se pasó la vida trabajando con la guitarra, para traducir lo más fielmente posible esas esencias de los caminos. “Casi me vuelvo loco tratando de hacer sonar el silencio en la guitarra”, contó en un reportaje. “Cuatro años me pasé buscando un tono que tradujera el silencio, que cuando la gente lo oyera dijera ‘¡ahí está el silencio!’” Lo suyo siempre fue el folklore: zambas, vidalas, chacareras, milongas, bagualas, malambos y coplas.
No hay altisonancias en la belleza de su obra: Siempre bajito he cantao/ porque gritando no me hallo. Tampoco abundan amores de los románticos: “Yo nunca escribo del amor, sí de los sentimientos. Es el pudor que me lo impide. El tema de la mujer casi no es para mí. Recuerdos de El Portezuelo, esa novia de ojito; Le tengo rabia al silencio, y se acabó. Nada más.” Sí hay en sus canciones una tristeza enorme, salida de la desolación, la injusticia con trabajadores de múltiples oficios, la pobreza, el abandono. “Hay cosas que usted dice y dicen ‘es un amargao’ -declaró en 1975,a la revista Crisis–, ¿Amargado, de qué? Si a mí hace cuarenta años que me va bien, desde el punto de vista personal; lo que me va mal es desde el punto de vista universal. Me va triste.” En su obra hay también, y mucho, un plantarse, un decir “esto somos, no nos prepoteen”. Dice, en Basta ya: El yanqui vive en palacio / yo vivo en un barracón / ¿Cómo es posible que viva / el yanqui mejor que yo? / Basta ya que el yanqui mande / ¡Basta ya!
Esos versos y tantos otros van al fondo de desigualdades sociales feroces que parecen perpetuas. Las entrañas de la tierra / va el minero a revolver / saca tesoros ajenos / y muere de hambre después (de Trabajo, quiero trabajo) y El estanciero presume / de gauchismo y arrogancia. / El cree que es extravagancia / que su peón viva mejor / mas no sabe ese señor / que por su peón tiene estancia (de El payador perseguido) son un buen par de ejemplos. Fueron escritos hace décadas y siguen teniendo vigencia, como cualquiera puede observar. También explican el sistemático vacío cultural que padeció durante años, la inconveniencia de tenerlo presente. Su silenciamiento y, en contrapartida, la manada de chantas que atrofian millones de oídos diariamente, tal vez contengan parte de la explicación sobre el rumbo fatal de la Argentina en estas horas.
Murió una década atrás en el sur de Francia, a los 84 años. Hacía rato que alternaba sus tiempos de residencia entre París, Buenos Aires y CerroColorado, en la provincia de Córdoba. Allí, al pie de un árbol, en Agua escondida (antes su casa, hoy museo), descansan sus restos. “Desearía -había dicho– que al lado de la tumba de cada poeta se plantara un árbol, para que el espíritu del difunto estuviera cerquita de algún pájaro que inevitablemente se pose en su copa y que de la mano del ave salga por las mañanas a volar. Esta idea se me hizo muy clara cuando vi la tumba de Borges”. En sus últimos años Yupanqui viajaba por todo el mundo con un libro de Borges en su valija.
Su forma de hablar, acaso en la entonación y la modulación de las palabras, parecía tener rasgos comunes con la de Jorge Luis Borges. Como el autor de Ficciones, dicen que en privado desplegaba sobre sus colegas una ironía que para muchos resultaría hiriente. El ejemplo más simpático tal vez sea este: ante una versión demasiado vociferada de Indiecito dormido, don Ata reflexionó: “Me lo van a despertar”.
Nació en plena pampa, cerca de Pergamino, en 1908. Su madre era vasca y su padre, hombre de campo y luego empleado del ferrocarril, era criollo con sangre quechua. En su hogar de infancia y adolescencia había pobreza, libros y voluntad de que aprendiera con la escuela, con profesores de música (e incluso de inglés) y con todo lo que tenía alrededor. A los quince años, con su padre ya fallecido, surgieron la necesidad de trabajar para mantener el hogar y los primeros versos de su autoría. Comenzó cantando en clubes por unas monedas. Ahí fue cuando cambió su nombre de familia, Héctor Roberto Chavero, por Atahualpa Yupanqui. Por entonces, tras unos años en Tucumán, vivía en Junín. A los 18 escribió Camino del indio y a los 20, a duras penas, probó suerte en Buenos Aires. Le fue mal y se largó al norte: Jujuy, Salta, Bolivia, otra vez la pampa, Entre Ríos. Allí, en 1932, formó parte de un levantamiento contra los conspiradores que habían volteado a Yrigoyen y terminó fugándose, perseguido, al Uruguay. Regresó en el ‘34, de nuevo a los caminos.
En los años cuarenta conoció a Nenette, la compañera de su vida, una pianista canadiense que con el seudónimo de Pablo del Cerro compuso con él decenas de piezas. Por esa época, con canciones como “El arriero” y “El alazán”, y la publicación de sus primeros libros, empezó a hacerse cada vez más conocido. Fue perseguido, censurado, detenido varias veces y hasta torturado durante el primer gobierno de Perón. Por unos años estuvo afiliado al comunismo, pero luego prefirió abstenerse de alinearse con partidos políticos, porque pensaba que lo limitaban. Decía que lo suyo era lo social. Era amigo de Cortázar y escribió canciones para el Che Guevara y para Pablo Neruda.
En el año ‘50 hizo su primer viaje a Europa y Edith Piaff, en el apogeo de su fama, quedó encantada con él y le abrió las puertas de París. Su figura ya no paró de agigantarse: participó en un par de películas (una, Horizonte de piedra, basada en uno de sus libros, Cerro Bayo), grabó cada vez más frecuentemente y cosechó reconocimientos en todo el mundo.
Lo consideran un maestro gentes como León Gieco, Joan Manuel Serrat, Silvio Rodríguez, Luis Eduardo Aute, Daniel Viglietti y Mercedes Sosa, artistas con décadas de coherencia, a su vez respetados y admirados en todo el mundo. Unos meses antes de morir, Silvio Rodríguez le envió una carta, fechada en enero de 1992: “Don Ata: este año me acuerdo especialmente de usted, porque creo que, hace cinco siglos, comenzó su canción a volar, hasta dar en sus manos y en su voz. En consecuencia, desde que lo escuché la primera vez, estoy tratando de ajustar mis entendederas a su magisterio. No tengo la hondura de su raíz, pero le garantizo que parte de mis momentitos de luz se los debo”.
Quizá convenga pensar en las razones de las deudas con lo que representa Yupanqui. Sobre todo en estos días, cuando sólo se habla de las deudas al FMI, y mientras las penas son cada vez más de nosotros y va quedando poco que no sea ajeno.

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Don Ata Yupanqui es al folklore lo que fue Carlos Gardel para el tango.
 
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