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Viernes, 21 de marzo de 2014

HOMENAJES

Susurros de la intimidad

Marguerite Duras despreciaba cada biografía que se escribía sobre ella porque, decía, sus libros deberían bastar. ¿Por qué otros deberían contar lo que ella había contado? Sólo la novela de una vida es lo real. Pero cuántos de los materiales de recorrido por este mundo llegaron a su literatura, ¿fue violada de niña?, ¿su madre la prostituía? Además de sus ojos, esa boca corazón pintada de rojo y la precisión de la palabra para dejar en el texto el pozo sin fondo del deseo, las preguntas sobre el detalle de su vida construyen ese monstruo Duras al que siempre tienta mirar por la cerradura. Autora de más de 40 novelas, encarnación de la “escritura femenina”, guionista y dramaturga, este año, como nuestro Cortázar, esta francesa nacida en Asia, cumple cien años.

 Por Marisa Avigliano

Su lugar en la literatura está asegurado, escribió John Calder cuando Duras ya estaba muerta, incluso tiene un lugar mejor que el que consiguió Colette, cuyo nicho en la escena parisina reemplazó, siguió diciendo Calder en el rencor de una floración áspera y entre los borradores de una lápida que recibía aspirinas y flores frescas. Si de lugares se trata, Marguerite ya tenía un terrenito propio alambrado por la generación que decidió que Hiroshima mon amour (Alain Resnais con guión de Duras) fuera la película de sus vidas. Duras le ocurrió a otros, a nuestros padres, a nuestras hermanas mayores, y las que vinimos atrás por emulación casi delictiva no quisimos sacárnosla de encima. Entonces primero fue la Marguerite Duras del bestseller que siempre había querido ser intelectual, la Duras de El Amante –recuerdo que una noche de discusión interminable entre amigas fue la escena del chino desnudo lo único que al unísono nos reconcilió–, la idea de esa mujer que quiso hacer cine y lo hizo –Jeanne Moreau y Jean Paul Belmondo, Romy Schneider y Michel Picoli, Duras y Depardieu–, la que vivía borracha con un amante joven –una especie de actualización de Edith Piaf con menos quejumbre– y recién después la Marguerite Duras de Moderato cantabile, la de Los caballitos de Tarquinia, Un dique contra el Pacífico o la de Las diez y media de una noche de verano (ponía lindos títulos). Marguerite nació y murió cerca en el almanaque (4 de abril de 1914 en Gia Dinh, cerca de Saigón, y 3 de marzo de 1996 en París) como si la cuna Benjamin Button del tiempo amparara el infalible obituario. Caprichos de equinoccios. Estudió derecho, ciencias políticas y matemática –su padre era profesor– y en 1943 publicó su primer libro, La impudicia, al que se le sumaron más de cuarenta novelas, relatos, guiones cinematográficos, obras de teatro y un centenar de entrevistas periodísticas. Antes había sido Marguerite Donnadieu (el Duras que adopta como propio proviene de un pueblito francés que está muy cerca de la casa familiar que su papá había comprado poco antes de morir, cuando Margueritte era una nena), la hermana de cuatro varones y la hija de una viuda pobre y codiciosa que sobrevivía en la Indochina francesa con lo poco que lograba salvar del mar y del viento. “No puedo pensar en mi infancia sin pensar en el agua. Mi país natal es una patria de agua.”

Marguerite Duras aseguraba que las biografías que se escribían sobre ella no le interesaban para nada porque eran sus libros los que deberían bastar –¿o quería decir mejor, decretar?–. ¿Por qué otros iban a contar lo que ella ya había contado?, su propia construcción era el único índice onomástico que toleraba. La escritora misteriosa, inclasificable según el televisivo Bernard de Apostrophes, a la que con vaga comodidad muchos llamaban “moderna”, tenía razón cuando decía que no era importante resumir la historia ni la biografía para seguir justificando lo que de todas maneras siempre íbamos a estar lejos de poder hacer.

Mentiras verdaderas. La lista de libros que hablan de Duras es desigual, algunos de ellos son textos de rigurosa vida ajena; otros, apenas mezquinos. El inventario cruza por los campos de lectura de Julia Kristeva, por El peso de una pluma, de Frédérique Lebelley, quien recorrió los archivos de Saigón buscando a la niña colonial, a la hermana incestuosa reina del ménage à trois. “La Duras sigue creyéndose que es un oráculo. Un símbolo sexual irresistible. La celebridad la ha expuesto a tantos excéntricos –como ese lector que se fija una cita con fecha y hora precisas para hacer el amor con ella– que ya nada la asombra. Impertérrita, dejará un día, en plena recepción, que un desconocido se masturbe a su lado. Era una apuesta de mal gusto, sí; ahora la gente se atreve a hacerle este tipo de cosas a la Duras” (biografía que Duras despreció enfurecida), la intención histórica e inquebrantable de Laura Adler y la memoria Yann Andréa Steiner, el hombre, el secretario, el admirador fan que la acompañó hasta su muerte y que en M. D. contó la crisis alcohólica que Marguerite sufrió en 1982. Un suicidio con vino tinto del que se recuperó, según ella misma lo recordaba: “Se bebe porque Dios no existe. Se reemplaza con el alcohol. Desaparecen los problemas. (...) La recuperación ha sido algo espantoso, como si me metieran dinamita en el cuerpo y nunca explotara”.

La Duras de los titulares es la Duras ganadora del Goncourt con “su novela mala”, como decían los críticos que comparaban su escritura con la de una traductora mediocre (esa que cuenta los caracteres para saber cuánto va a cobrar) y que en los ecos del premio escribieron: “Cuando creíamos que la pesadilla había terminado: El amante” y también la de la intelectual combativa. Marguerite Duras fue una de las 343 mujeres que firmaron el manifiesto que, redactado por Simone de Beauvoir, exigía el aborto libre. Publicado el 5 de abril de 1971 en Le Nouvel Observateur, el manifiesto decía: “Un millón de mujeres aborta cada año en Francia./ Lo hacen en condiciones peligrosas debido a la clandestinidad a las que se la condena, mientras que esta operación, realizada bajo supervisión médica, es muy sencilla./ Se sume en el silencio a estos millones de mujeres. / Declaro que soy una de ellas. Declaro que he abortado./ Del mismo modo que reclamamos el libre acceso a los anticonceptivos, exigimos aborto libre”.

Con insuficiencia de arrugas acumuladas a pesar de su cara devastada, ¿M. D. será siempre la de los labios pintados de rojo que se vestía raro cuando decir raro es decir diferente –un sombrero dócil de hombre de color rosa con una cinta negra y zapatillas de baile de lamé dorado– y seducía a hombres más grandes que ella en los bordes de la selva y las costas vietnamitas? ¿Será la maestra de una atmósfera cultural que transmite supersticiones sin brío pero absolutamente efectivas? En la sinuosidad de su paladar rastacuero la mujer comunista –con un cigarrillo entre los labios se la veía por las calles vendiendo L’ Humanité con el fulgor de una novata y la flema de un cuatrero– que años después se autobautizó mitterrandiana supo que las escenas de riqueza cuando los ritmos desertan se manejan en Lancia negro y León Bollée. En ese balanceo y al compás del trago superfluo, es tal vez donde podemos encontrar algo: un poco de cero de voz, la miseria casi inequívoca de un adjetivo a duras penas. Tiempo después de La vida tranquila (hay una traducción de Alejandra Pizarnik) Duras ya era la reencarnación de la escritura femenina, la escritora del deseo, la voz que escuchaba los susurros de la intimidad, la escritora de la palabra y el silencio, la que contaba su vida a través de sus ficciones y también la que hizo que todo lo que parecía probable en su biografía pronto dejara de serlo. Ahí están las palabras elegidas arrastrando lo que no se sabe, la negación de los conocimientos, la certeza del rechazo para revelar en el idioma Duras el deseo sin que gane la confesión conveniente, no hay palabras a la altura de la fuerza que asola el deseo, hay una no palabra, “un agujero excavado en el centro de la confesión, un agujero donde estaban enterradas todas las otras palabras”. Siempre un muerto (un hijo, un hermano), un marido en un campo de concentración, otro marido, un amante, otro, otro más y su madre como trama literaria dispusieron el elenco estable de una saga donde lo narrado y lo vivido juraban haber compartido cama y mesa de luz, una permanencia. “Llamemos a las cosas por su nombre. Permanencia del luto que he llevado toda mi vida por no ser Lol V. Stein. Por tener que concebir el tema y escribirlo, decirlo, sin haberlo vivido nunca”, confesaba Duras, y su confesión trucaba el primer plano en sombras de un monólogo prohibido suspirado en su casa de Neauphle-le-Château. Una melancolía femenina que Julia Kristeva acentúa como lenguaje: “En Marguerite Duras encontramos numerosas figuras de melancólicos. A mujeres amadas, a la figura maternal, fuente de odio y de ira interior. O también el desplegar de la homosexualidad femenina, implícita y furibunda. La puesta en escena del rapport con la otra mujer y, a través de ella, con la figura maternal, es de una gran lucidez en Duras. Debemos reconocerle una suerte de genio, a la vez clínico y hechicero. En revancha, hay en toda su obra como un llamado a la fusión con un estado de enfermedad y de melancolía femenina, una fascinación algo complaciente con la disolución y los abismos. En este sentido es una literatura que me parece no catártica, ella hace lo que Nietzsche llamaba el nihilismo del pensamiento contemporáneo. No hay más allá, ni aun aquel de la belleza del texto. Vean cómo son los escritos de Duras: una escritura laxamente negligente a instancias de un arreglo o de un maquillaje preparado para sugerir una enfermedad a no sobrellevar, a mantener. Textos a la vez cautivantes y mortíferos. Hoy no es el sexo el que perturba o produce temor, sino el dolor permanente, el cadáver potencial que somos”.

El monstruo Duras, el de la leyenda que enfurece a muchos y disfrutan hasta los lectores del Village Voice guarda bajo siete llaves una autobiografía incierta, intriga de los detalles, celo de la verdad. Sólo la novela de una vida es lo real. ¿Lo fue su relación con un colaboracionista? ¿Siempre triunfó su pragmatismo consumado? ¿Cuánta verdad gritan los Samuel Johnson que abrieron sus cajones? ¿Fue violada cuando era una nena? ¿En la adolescencia se prostituía y el precio lo ponía su madre, interesada sólo en comprar tierras? ¿La chica Marguerite estaba a la venta, como dice Laura Adler? La sombra de la duda Duras es uno de sus mejores capítulos, el enigma disponible para completar la estrofa de memoria y artificio.

La cara con anteojos de otro, la que siempre se ve mendiga aunque se compre ropa nueva, la mujer que adora las piedras: jades en la mano derecha, diamantes en la izquierda, el doble de riesgo de su propio espantapájaros, la lectora de Lewis Carroll y Bataille –“en el momento de dar el paso, el deseo nos arroja fuera de nosotros; ya no podemos más, y el movimiento que nos lleva exigiría que nosotros nos quebrásemos. Pero, puesto que el objeto del deseo nos desborda, nos liga a la vida desbordada por el deseo, ¡qué dulce es quedarse en el deseo de exceder, sin llegar hasta el extremo, sin a dar el paso!”– tenía que usar ropa limpia para sentarse a escribir y tender la cama, sí, durante un tiempo –después dijo que había abandonado la ceremonia de las sábanas–, siempre hacía la cama antes de pensar en la primera palabra: “Hay una relación de locura entre las camas y el escritor. Cuando se abandona la cama no se puede volver a ella tan fácilmente. Yo estuve un año en cama. En coma. Tenía pánico a la cama. No podía andar ni aunque me apoyase en los muebles. Estaba en un coma total. Pero he conservado el pánico a las camas sin hacer”.

Hay admisiones despiadadas que no son lo que parecen. Iris Murdoch con Alzheimer y Marguerite Duras saliendo de las clínicas de rehabilitación logran al fin trazar las figuras que las duraciones imprecisas del destino exigieron en un siglo que tuvo, gracias a Hobsbawm, vaticinios políticos aún menos venturosos. Una vez jugada la carta con la imagen correspondiente, Marguerite Duras va y viene, nunca acorralada, aunque el espacio que le corresponde no es muy amplio. Casas de las afueras, jardines, viajes cortos, extranjeros hipnóticos, mujeres angustiadas en una aldea, una estación de tren, un departamento oscuro. La salvación la traen las palabras. Y es una salvación muy corta y efímera. Alcanza para vaciar un vaso, devolver al frasco el excedente de píldoras, ponerse a escribir. A menudo se advierte cuando alguien inteligente se pone a escribir. Hay que darle a ese “pone” el nivel de exigencia y disponibilidad que las dosis exigen para que sea de veras apropiado y legítimo. Una vez ahí, la Marguerite Duras que nada le gustaba a Saer recorre con un aliento que al final será cortado la extensión que una poda de vida necesita para ser una figura en la lectura, en la memoria. Hay detenciones, detenimiento, demoras en Duras que son únicos, como si su apellido estuviera de veras condicionado por la duración, por la durée de Bergson. Así, muchos pasajes descriptivos –en Las diez y media de una noche de verano (1960), por ejemplo– se reducen o aumentan de tamaño gracias a una especie de cálculo económico de la extensión enumerativa, de la extensión de la oración. A la vez, sus libros leídos y vueltos a leer encuentran como la sintomatología de su desnudez, de su vulnerabilidad. La pordiosera (El vicecónsul, 1966) es aquello sobre lo que el vicecónsul dispara, es la conducta y la desgracia de la pordiosera lo que no se soporta y es entonces sobre lo que se dispara. Se dispara sobre la muerte, se dispara sobre la desgracia. El vicecónsul en Lahore no les dispara a los transeúntes ni a las palomas, le dispara al hambre. Ahí está la semilla de sus historias cerca de aquel nouveau roman, cerca de la llamada “escuela objetivista” o “escuela de la mirada” –Sarraute, Butor, Simon, Robbe-Grillet–, que enumera impulsos cuando el entusiasmo alcanza simplemente para completar un ciclo de deserciones otoñales. Sí, los mejores relatos de Marguerite Duras, una provincia inspirada en esbozos y escorzos de los impresionistas, encuentran las palabras necesarias y los personajes acordes. Son composiciones acorraladas en la gran meseta de orden del naturalismo que, con el lenguaje renovado por las vanguardias de posguerra –esa primera guerra interminable que además de las cosas que negaba, ignoraba la secuela–, cambiaba el orden del asunto o lo confundía, hablaba hasta por los codos fingiendo enfatizar los silencios y, después de la vuelta en bicicleta a la plaza central, se refugiaba en esas moradas angustiosas, a la que el genio de Duras les debe tanto como el objetivismo (otra vez la escuela de la mirada). Pero la mirada ya había aprendido. En Duras, la mirada va encendiendo paulatina y parcialmente las cosas. Después, al retirarse, va desvaneciéndolas. Esa es una de las características más notables: el caos, el “cafarnaúm” de despojos. No hay Duras si no hubiera esa tranquila avenida de restos. Botellas, cenizas, botones, ristras y catálogos, números de orden ya sin uso, instrumentos descartados. Una especie de farmacopea de cosas que de ninguna manera van a procurar salud.

Los cien años de Margarita y Julio

La torta del festejo se cocinó con ingredientes propios de los agasajados: citas y recuerdos familiares. Rayuela convirtió la intertextualidad en intratextualidad y El amante –que también cumple años, 30–, ficción en memorias (¿o era al revés?). Las porciones se repartirán entre escritores, fans y curiosos que llegan a París para la celebración. La francesa que creció en Saigón y el argentino que eligió ser francés esperan que la Ciudad Luz funde los mejores recuerdos para nombrarlos. Mientras El Salón del Libro de París que Cristina inauguró el jueves tiene a la Argentina como país invitado con un pabellón diseñado como una cinta de Moebius y a Julio Cortázar como escritor homenajeado, en Buenos Aires el Malba estrenará abril con un ciclo de cine y literatura dedicado a Marguerite Duras. En el piso que bordea el Pompidou, Tony Leung Ka Fai llegará al cielo flúor de Minujin antes que Horacio y Talita antes que Jane March. Isotopía de una búsqueda privilegiada para detectar las transformaciones del sistema literario cien años después.

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