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Domingo, 20 de julio de 2014

UN MúSICO ELIGE SU CANCIóN PREFERIDA. JUAN RAVIOLI Y SPLEEN, OP. 51 Nº 3, DE GABRIEL FAURE

DE AQUÍ A LA ETERNIDAD

 Por Juan Ravioli

Con las canciones se entablan relaciones emocionales. Uno se identifica con una canción porque la canción dice, a veces en palabras, otras veces en música pura, lo que uno siente.

Además, es un mensaje dicho y hecho canción, irrefutable; uno se mece en una reverencia ante una buena canción. Otra vez. Y una vez más. Como cuando niños. O como el perro que va a buscar el chiche, en un ciclo que podría ser eterno.

En más de una oportunidad reflexioné acerca de qué canción podría yo escuchar ad eternum. Fue una difícil reflexión que me llevó años elaborar y aún cada tanto pienso en eso. Una melodía que no canse. Un mensaje universal. Algo imposible. Michael Jackson estuvo cerca. El tema de Amarcord fue mi íntimo ganador durante mucho tiempo.

Hoy me levanto todos los días con una canción distinta. La pongo en el ipod a la hora que me tengo que levantar. De hecho, en general cada mañana suena una canción, por ejemplo a las 8; otra distinta a las 8.15 y otra un poco más fuerte a las 8.45. Independientemente de aquellas que me vienen persiguiendo (o viceversa), durante las horas de descanso, en mi cabeza.

Pero esta noche mi canción favorita es una herencia del maestro de canto de mi padre. El lado B de un viejo disco del barítono Gérard Souzay abre con “Spleen, op. 51 nº 3”, la primera de las Cinco Canciones de Paul Verlaine, compuestas por Gabriel Faure.

Jacqueline Bonneau al piano, empieza con un arpegio menor en el registro medio. Un arpegio mágico, pequeño y descomunal. Y ahí nomás entra la voz profunda de Monsieur Souzay. Jamás entendí una palabra de lo que decía hasta ahora que, debido a esta eventualidad, me vengo a reencontrar con la pieza. Si bien no desconocía de la existencia de Paul Verlaine (maldito poeta maldito, junto a Charles Baudelaire), la interpretación de Souzay siempre me resultó tan genial que nunca necesité indagar acerca de lo que se decía.

El idioma de la música. La expresión por encima de la lengua.

Ahora veo lo que dice y es como una boda de plata. Como deslumbrarse ante un detalle que se te había pasado en el rostro del ser amado (¡¿cómo puede ser?!).

Hace unos pocos años, casualmente estando en Francia, aprendí el significado del término spleen. Por supuesto, tiene algo que ver con la melancolía y el desdén, pero también con la ira y el humor y aquello de no saber la razón, el porqué de sentirse así.

Los griegos ya hablaban de esto. Muchos siglos después los ingleses les pasaron la posta a los franceses (spleen es una palabra inglesa pero adoptada sobre todo por la Francia revolucionada) y finalmente acá en Buenos Aires, entre gorriones y plátanos traídos por Sarmiento, se filtró este temita que podría haber sido de Radiohead, pero que Gabriel Faure compuso hace cien años.

Puedo poner esta canción una y otra vez sin temor a sentir una disminución en la emoción inicial. Siempre ahí arriba.

Creo que a la mayoría de la gente que conozco le pasó eso alguna vez con una canción.

En mi cabeza podrían haber cientos de miles de canciones.

La canción es la materia prima con la que trabajo todos los días.

Cada una de ellas lleva un mensaje encriptado que se completa en el momento en que alguien lo recibe y compadece ante la melodía, la letra o el arreglo.

Todas son lanzadas al mar, como un mensaje en una botella.

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