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Domingo, 10 de julio de 2005

Holmes

Su persona misma y su aspecto eran como para llamar la atención del observador más casual. En altura sobrepasaba el metro ochenta y era tan excesivamente enjuto que parecía ser mucho más alto. Tenía la mirada aguda y penetrante, salvo en esos momentos de sopor a los que he aludido; y su nariz delgada y aguileña daba a toda su expresión un aire de viveza y decisión. También su barbilla señalaba al hombre resuelto, por lo prominente y cuadrada. Aunque sus manos mostraban invariablemente borrones de tinta y estaban manchadas por productos químicos, poseían una delicadeza de tacto extraordinaria, como tuve ocasión de observar con frecuencia, cuando lo veía manipular sus frágiles instrumentos filosóficos.

Quizás el lector me tache de entremetido impenitente si le confieso hasta qué punto este hombre estimuló mi curiosidad y cuán a menudo me esforcé por quebrar la reticencia que mostraba en todo lo que a él se refería.

Arthur Conan Doyle, Estudio en Escarlata

R.I.P.

Por Arthur Conan Doyle

Temo que Sherlock Holmes pueda convertirse en uno de esos tenores populares que, habiendo sobrevivido a su tiempo, todavía están tentados de hacer varias reverencias repetidas para sus indulgentes públicos. Esto debe terminar y él debe seguir el camino de toda la carne, material o imaginaria. A uno le gusta pensar que hay algún limbo fantástico para los hijos de la imaginación. Tal vez en algún humilde rincón de semejante Valhala, Sherlock y Watson puedan encontrar un lugar, mientras que algún sabueso más astuto con algún camarada todavía menos astuto pueden llenar el escenario que ellos han dejado vacío.

Su carrera ha sido larga, aunque es posible exagerarla; los caballeros decrépitos que se me acercan y declaran que sus aventuras conformaron las lecturas de su infancia no encuentra de mí la respuesta que parecen esperar. Uno no está ansioso por que sus fechas sean manipuladas de una manera tan poco amable. De hecho, Holmes hizo su debut en Estudio en Escarlata y en La señal de los cuatro, dos pequeños folletos que aparecieron entre 1887 y 1898. Comenzó sus aventuras en el corazón mismo de la era victoriana más tardía, siguió adelante a través del brevísimo reinado de Eduardo y se las ha arreglado para mantener su pequeño nicho incluso por estos días febriles. Aunque sería verdad decir que aquellos que lo leyeron primero, cuando eran jóvenes, vivieron para ver a sus hijos crecidos siguiendo las mismas aventuras en la misma revista.

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