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Lunes, 12 de mayo de 2014

CONTRATAPA

Otra patria para Cortázar

 Por Candela Sialle

Pobres negros que untan las ganas de ser blancos. Pobres blancos que viven en un carnaval de negros. Es 1955, entre el tiempo y la sangre, Julio Cortázar elige París. En sus estadías de visitas familiares a Banfield ganas locas de sentarse a beber jugos verdes servidos en copas biseladas daban la pauta de que su herida de afectos lejanos había suturado y que entonces, estaba en condiciones de regresar al esplín de Montmartre. Pero en esta ocasión el retorno a Francia se vivencia como zozobra de lo que considera, podría haber sido. Ha publicado el relato más revulsivo que Argentina haya sido capaz de inspirar. En su escrutinio mordaz somos un estúpido curdela. Inofensivo. Puteando y sacudiendo banderitas.

El texto pasa inadvertido para la crítica. Lo ovacionan casi treinta años más tarde, actores y dramaturgos de Teatro Abierto en el Margarita Xirgú.

Yo leí Carta abierta a la Patria en Literatura de tercer año, en un colegio de maestras normales delimitado de un lado por glicinas y del otro, por la prepotencia de la Facultad de Derecho. Imagino que mi madre hubo de confiar en la fuerza de la tradición del normalismo para disciplinar los pensamientos que, ya para los doce o trece, se me amontonaban en los bronquios como un caramelo pegajoso. Así me lo explicó una vez el doctor Bedoya mientras me auscultaba. A fin de desdramatizar la escena ﷓recuerdo﷓ sugirió a mamá reducir los estímulos lingüísticos. Esto era; masacrar cualquier libro o revista que estuviera a mí alcance. Bedoya tenía humor y entendía de madres judías por eso reforzaba las recetas camperas: ponerse al sol, ingerir mucha agua y hacer buenas migas con los menesteres ordinarios de todos los días. De lo contrario, el asma como un saco pesado de pensamientos inconfesos aplastaría los alvéolos impidiendo que el oxígeno se esparciera en mis pulmones.

Eso último no lo dijo el Dr. Bedoya. Lo leí solita varios años mas tarde cuando me diagnosticaron alergia a la flor de la glicina.

Cierto es que mi madre hizo lo que pudo y que al Normal Número 2 le debo la conmoción experimentada al enfrentar aquel relato. Pues aún sin conciencia plena de semejante manifestación de asco: "El poncho te lo dejo, folklorista infeliz" (vomita el sexto verso) alcancé a divisar el desasosiego. Cortázar es un extranjero en su propia casa. Duela al país de calles cubiertas de carteles peronistas con una diatriba avergonzada, urgida de intolerancia desindicalizada.

Supongo que esta reminiscencia vespertina de adolescencia buscando patria no ha sido completamente arbitraria. El rostro de Cortázar con sus ojos de Aniceto está meta circular por la prensa a cuenta del aniversario número cien de su natalicio. Como con Pichuquito Troilo, hubo homenajes multitudinarios largamente merecidos.

Sin embargo, a esta evocación de mi pubertad de medias tres cuartos sin sentimientos de pertenencia la empuja además, una circunstancia doméstica. La recorrida diaria por el extremo oeste de nuestra ciudad es como una solución por goteo endovenoso: lenta pero lapidaria. Debía suceder y, esta mañana después de tantas otras mañanas ensimismada sobre la ruta 9, registré por fin que el verde mate de sauces añosos no lo cubre todo. El paisaje monocromático a menudo se corta con el gris de la cal y el bermellón de los ladrillos. Hay preámbulos de construcciones por doquier.

No pude evitar apenarme por esa carta rabiosa y elucubrar que tal vez, nuestro querido Cortázar se habría sorprendido gratamente al comprobar que en esta otra patria los tenientes primeros, coroneles y generales, están guardados bajo llave. Sorprendido porque la casita ha dejado de ser un sueño. Tantos pibes la ven, la prueban, se la llevan... Cuotas populares e intereses nimios construyen jardines y cocheras.

Mi madre se mofa de la ingenuidad de esta hija. Ruega me esfuerce, por un remate menos previsible. Ella es maoísta y dice que se orina sobre los escombros pequeñoburgueses que anhelan ser quintas de fin de semana. Asegura que lo que yo veo apostado al costado del camino es precisamente la consagración de la conciencia engañada. Humo. Me azuza con el desmoronamiento inminente del bluff general y me recuerda (como los adventistas con el fin del mundo) que, cuando eso suceda y la desilusión desanime mi espíritu bien intencionado, ella y la ironía de Cortázar estarán esperando.

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