rosario

Miércoles, 24 de enero de 2007

CONTRATAPA

Fragmentarios 65

 Por Mario Alberto Perone

En una mesa cercana a la mía, ella le dijo a él: "El que no se ama a sí mismo no es amado por nadie". Yo la escuché, estupefacto (lo mismo que él), y hasta debo de haber puesto la misma cara de idiota que él puso, quedando (ambos, él y yo, se entiende), sin respuesta alguna y esperando (yo) no haber sido sorprendido (por ellos) aunque es casi seguro que, dadas la solemnidad y la hondura de la sentencia pronunciada (por ella), estaban (ambos) sumergidos en ese momento significativo (supongo) de sus relaciones, que, tal vez, no pasaban por sus mejores momentos.

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¿Por qué será que pensar es mucho menos agobiante que imaginar? A falta de una respuesta autorizada, invento la mía: será porque el pensar es natural, espontáneo, incesante, voluble, en cambio el imaginar es voluntario, complicado, difícil, dado que imaginar supone la voluntad de cumplir un objetivo concreto, tal como queda demostrado en este mismo párrafo. (Se aceptan otras respuestas, obviamente más serias que la mía, aunque no se me escapa la futilidad de la cuestión planteada, por lo cual pido disculpas a quien desperdicie su tiempo leyendo estas módicas disquisiciones).

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Qué bueno sería vivir el presente de un modo sólido, proyectado, elegido con claridad, fijándose prioridades y cumpliéndolas una a una, de manera que, quince o veinte años después, se pueda recordar este presente con cierta nostalgia melancólica, y hasta, por qué no, con un poquito de felicidad.

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Desde hace miles de millones de años, muchísimo tiempo antes de la aparición de la vida elemental en la Tierra, la Luna está allí, girando a nuestro alrededor, haciendo exactamente lo mismo que ahora hace, con rigor y regularidad absolutos. Pero, ante esta realidad apabullante ¿dónde encaja mi yo? ¿qué significamos? ¿para qué? Esa esfera que gira sobre sí misma mostrándonos siempre la misma cara, flotando en el espacio y recorriendo interminablemente el mismo camino con una precisión espeluznante, con una especie de autismo planetario, esa enorme piedra inexplicable que parece un espejismo recurrente ¿tiene algo que ver conmigo? ¿con nosotros? ¿tiene algo que ver con algo? ¿con algo más? ¿con algo más sólido y menos vulnerable que yo?

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-¿Ellos tienen la fe?

-No. La fe los tiene a ellos. Atrapados.

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Vivir es sólo un viaje de regreso hacia un lugar donde no se ha estado nunca.

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La alegría no se puede fingir. Por debajo de la máscara de ingenua trivialidad que nos colocamos los asistentes a los festejos del fin de cada año, aparece la patita de la melancolía, desnudando desvergonzadamente el verdadero estado emocional del portador. Puede que haya uno que lo advierta y disfrute secretamente su descubrimiento. Pero también puede que casi todos los asistentes a las fiestas padezcan el patetismo generalizado de estar ahí, acomodando la cara y los gestos a esa situación, y en ese caso, ya no hay que preocuparse tanto por el fingimiento, y hasta acaso podría ser posible algún grado de participación genuina en las celebraciones del caso.

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Paso por una compraventa de libros y revistas cercana a mi casa. Siempre me detengo a curiosear, pero nunca compro nada. Se acerca el dueño, que siempre me invita a entrar. Le pregunto (aunque ya sé la respuesta) si tiene "Cuadernos de bitácora" de Cortázar. Me responde que no, que ese libro no se reedita desde hace muchos años, y que ha vendido todo lo que tenía de ese autor. Con aire de conocedor, le contesto: todo no, porque allí veo, medio escondido, "Ceremonia Secreta". El toma el libro y me lo muestra y dice: es de Marco Denevi, señor. Abrumado por haber sido pescado en falta, inadmisible para mí, tartamudeo un muchas gracias y me voy, huyendo del librero, pero más de mi ignorancia. Mastico la primera derrota del día. No es grave, pero amenaza con teñir mi mañana de café con un sabor amargo en la boca. Sigo caminando y me cruzo con un curita, de aspecto juvenil y fresco, alto y elegante, que con una actitud de beata simpatía y sano optimismo, me saluda afablemente, casi como si yo fuese un amigo de años. Recuerdo el bochorno con el librero, aún presente, y no devuelvo el saludo al cura y menos, la sonrisa. Y a partir de allí, experimento el placer del desquite. Debe de haber, entre nosotros, digo entre todos nosotros, una especie de simetría de las compensaciones, un equilibrio de las banalidades, para que algunas de ellas nos lastimen en las profundidades del yo, en tanto otras nos devuelven esa especie de bienestar que habíamos perdido con las anteriores.

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Parece que casi no hay testigos de las desapariciones de testigos. Parece que el poder algo ha aprendido en aquellos terribles años, en los que los testigos forzados se cazaban en las calles, en sus casas, en sus lugares de trabajo o estudio, y se fabricaban en las mazmorras y a granel. Ahora es prolijo el poder. Meticuloso, ordenado. Ha llegado a refinamientos antes impensables. Sus miembros son de lujo, inteligentes, discretos. Van de a uno por vez. Y no dejan huellas.

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No me asusta la muerte. Salvo que sea la mía, claro.

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Casi todos los mediodías me reúno con mi amigo Rodolfo Hodgers en "Homo Sapiens" a compartir el café y las conversaciones. Podemos discutir encarnizadamente sobre cualquier tema y luego de haber comprobado que ninguno de los dos ha cedido un milímetro de espacio al otro, menos un milímetro de razón, la discusión se satura y cae al piso, donde la dejamos mientras pensamos sobre qué otro tema vamos a disentir. Su estructura es casi tan monolítica como la mía, de modo que sabemos que la cosa nunca viene fácil. Pero lo hacemos en un clima de mutua simpatía y respeto recíproco, y usamos la ironía y el sarcasmo con una fluidez académica. Estos encuentros han sido todo un descubrimiento para mí. Nos conocíamos desde muchos años atrás, pero no tuvimos hasta ahora, esta aproximación enriquecedora. Es un tipo con el que jamás voy a estar de acuerdo en casi todo, pero no lo cambiaría por algún otro de esos que siempre están de acuerdo con uno, aún antes de haber comenzado a discutir.

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En general, no me gusta el deporte. Pero suelo ver algunos partidos de tenis internacionales, y hasta he llegado a entender su mecánica. Observé que los tenistas reciben de los ayudantes tres pelotas, que ellos parecen revisar: descartan una, guardan otra en un bolsillo y hacen su saque con la tercera. Le pregunté a Rodolfo a qué se debía esa extraña maniobra, y me dijo que es una cábala. Ni más ni menos que una cábala. Como, obviamente, no le creí, hice la misma pregunta a mi yerno, confiable como pocos. Me respondió exactamente lo mismo. A día siguiente, en el café, pido disculpas por mi desconfianza, y Rodolfo se anota un poroto más en su lista. Yo llevo siempre conmigo una carpeta con apuntes, borradores, fotografías, etc. más un libro que estoy leyendo y otro, muy viejo, que ya leí muchas veces, "Encuentro con la nada" de Helmut Kuhn, totalmente intervenido y repleto de mis presuntuosos comentarios. Me es imposible dejarlo en casa, por alguna razón que desconozco. Tal vez, porque entre sus páginas dejo la tarjeta de transporte, que nunca encuentro cuando llega el momento de fichar en el colectivo. Rodolfo miraba este libro, presente todo el tiempo sobre la mesa, todos los días. Su curiosidad lo venció y me preguntó para qué cuernos yo traía ese libro al café si nunca lo usaba. Y mi respuesta al instante me brotó junto con nuestras carcajadas: "este libro es mis pelotitas de tenis"

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A veces, llega a nustra mesa un amigo común (digo común porque es amigo de ambos y no por la calidad de esa amistad, que, eso sí, es muy antigua y auténtica). Se llama Gilberto Krass (su apellido hábilmente reducido en función de su legendaria y fecunda actividad como librero, actor teatral y galerista. Aparece con su aún espesa cabellera blanca, caminando lentamente y saludando a medio mundo, con un breve gesto de su mano, o con un estentóreo llamado por su nombre al que acaba de descubrir, o con un apretado abrazo, todo esto dosificado según el grado del sentimiento que los haya relacionado. Luego de su aparición, casi en el mismo momento de pedir su café, nos adelanta que tiene que irse, apenas llegado, cosa que cumple religiosamente. Siempre explica este apuro con alguna gestión ineludible, aunque nadie le pida el porqué de la brevedad de su visita. Porque lo de él es más una visita que una tertulia de café, que como se sabe, puede llegar a ser interminable. Se me hace que su lema es "toco y me voy" y lo pone en práctica diariamente. Nosotros quisiéramos que se quedara un rato más, tanto para disfrutar de las historias que ha reunido en su trayectoria, y también, por qué no, para que se nos vea acompañados por alguien a quien la comunidad ha otorgado la distinción de "Ciudadano ilustre". Pero él concede su presencia en pequeñas dosis. Ha hecho un culto de la fugacidad, y nosotros, meros habitués del segundo hogar que frecuentamos, aceptamos esa concesión y nos enorgullecemos por merecerla.

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El tiempo es el lugar donde la muerte nace.

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entonces / cada instante no es más que el punto de partida / de un viaje cuyo destino / nadie conoce / pero / a ese instante sigue otro y / otro más / el destino cambia el viaje pero / el punto de llegada será el mismo

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