UNIVERSIDAD › OPINION

Por un nuevo sentido de la universidad

Por Horacio González, León Rozitchner, Rubén Dri*

Durante este año, al calor de una profundización de los conflictos sociales, algunos sectores de la universidad se volcaron con razón a la creación de encuentros o relaciones con las organizaciones sociales o a tomar a éstas como fuente de saber y experiencia. Lo que se presentó como una revitalización política de la universidad tuvo serios límites. Por un lado, porque se redujo el problema a la dificultad de desplegar relaciones con los distintos movimientos sociales, eludiendo la reflexión, no menos necesaria, sobre las prácticas que el dispositivo universitario prescribe y sobre el tipo de pensamientos que produce. Por otro, porque se adoptaron métodos y formas que habían sido creativamente experimentados por distintos grupos de la sociedad argentina (como escraches, asambleas y cacerolazos), pero sin advertir que su sentido no es inmediatamente traducible y, por ello, que su significación debe ser cada vez considerada. Consideramos que, de ese modo, hubo más privación que producción de pensamiento y más privación que producción de política. Salvo que entendamos por el primero la repetición y aplicación de fórmulas, y por la segunda la sustitución de la capacidad instituyente de los integrantes de una organización por la acción de pequeños grupos militantes. Pero si entendemos la política y el pensamiento como creaciones colectivas y radicales, entonces debemos, más bien, lamentar su debilidad.
Durante este año se han vivido fortísimos conflictos en la Facultad de Ciencias Sociales, en especial vinculados a la dirección de la Carrera de Sociología. Esos conflictos se hablaron en la lengua de la defensa normativa y en el idioma de la revolución social. Se escindieron la carrera y la facultad de un modo en que era difícil de prever. Las discusiones se convirtieron en cerrojos, y las tradiciones políticas y académicas en trincheras de combate. Primó la desconfianza hacia las posibilidades del debate público y quedó como único objeto de disputa la dirección de la carrera. Paradójicamente, bajo la lengua de la revolución se obtuvo el poder burocrático y académico de Sociología, y hoy, bajo la lengua de la ley y de la norma se intenta hacer tambalear el gobierno de la facultad.
La irresolución (bajo la apariencia de resolución) del conflicto de la más antigua carrera de la facultad ha permeado toda la vida política de la misma. Ahora, la toma estudiantil del Rectorado de la UBA coloca en un lugar de gran dramaticidad los problemas de Sociales. Los temas invocados en la toma son relevantes: los hemos acompañado vigorosamente, hemos dado clases públicas y también levantamos muchas de nuestras clases para contribuir a un estado de movilización en torno a los reclamos. Pero no parece que una decisión de tomar el Rectorado pueda producir los resultados más apreciables en torno a esas demandas, pues incluso puede alejarlos al asociar su consecución a una hipótesis extremadamente rígida de relación entre temas diversos y que exigen también diversos tratamientos. Pensar los hechos como caminos previamente pavimentados que nos reclamarían con escuadra y tiralíneas, aun si fuera en nombre de justas rebeldías, supondría tratar con descuido las responsabilidades públicas que a todos nos competen; y también olvidar que no hay un solo modo de pensarlos y vivirlos. Pero la rica multiplicidad de los hechos rechaza espontáneamente a los modos forzados y unívocos de interpretar la historia. Y la vastedad de la imaginación política exige no abandonarnos a un único catecismo de procedimientos que, si fuera así, poco contribuirían a los mismos fines de justicia que procuran. Sin que se lo desee, la “razón técnica” puede ser incluso el hilo interno que malograría muchas veces a los acontecimientos que desean pronunciar los lenguajes liberados de la movilización. Por eso la razón libertaria exige cuestionar los lenguajes estereotipados que dentro de la movilización la hacen ineficaz. Es innegable que la universidad no puede replegarse en sí misma, en sus mecanismos académicos y en un conocimiento supuestamente neutral. Pero no habrá vínculo productivo con los movimientos populares sin una revisión muy profunda de los modos en que se produce ese conocimiento, porque no basta cambiar el objeto para que un saber se vuelva relevante. Un saber que se interrogue a sí mismo es la misión última de la universidad si quiere concebirse como un ámbito radicalizado de cambios: una radicalidad que surge de una actitud interna hacia su propio lenguaje y su conciencia y no de un credo preestablecido.

* También firman María Pía López, Eduardo Rinesi, Christian Ferrer, Diego Sztulwark, Guillermo Korn, Esteban Vernik, Carla Wainsztock, Ezequiel Ipar, Sebastián Carassai, Verónica Gago, Javier Fernández Míguez, Gustavo Nahmías, Graciela Ferrás, profesores y docentes de Ciencias Sociales.

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