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Qué es la maurovialización y cómo se está devorando a su creador

Construido desde la frugalidad del periodista deportivo y la teatralización de las torturas contra una periodista secuestrada, Mauro Viale renace hoy estimulado por un rating que estira cada vez más los límites del país bizarro.

 Por Fernando D´addario

Hace muchos años, mientras su madre todavía soñaba para él un futuro de contador, Mauricio Goldfarb supuso que su apellido de origen judío era, en el mejor de los casos, “poco artístico” para un periodista y, en el peor, peligroso. Optó entonces por rebautizarse Mauro Viale, en módico homenaje a Luis Viale, una –por entonces– tranquila callecita de Villa Crespo donde vivía su abuela. Hoy la calle dejó de ser tranquila por esos azares del tránsito y el diseño urbano, y el apellido Viale (precedido por el “Mauro”, que puede emplearse sólo, como código de complicidad) está envuelto en un torbellino judicial y mediático cuya violencia e imprevisibilidad supera los vaivenes domésticos del rating.
Según cómo avance la causa que involucra a uno de sus productores, Mauro Viale podría conseguir el milagro de convertirse en una criatura de su propio laboratorio escénico. La versión electrónica del circo romano invertiría de ese modo los roles y el conductor-verdugo se vería expuesto a la embestida de las fieras que aguardan, desde hace rato, un tropezón a la medida del personaje. Sería, en ese hipotético caso, la víctima última de la maurovialización, ese neologismo del que reniega en público y alardea en privado, y que alude tanto a una manera de hacer tv como a un modo de hacer justicia. Ya a principios de año, un ocasional contrincante, Hugo El Turco Samid, le hizo conocer la peor cara del sensacionalismo, derribándolo de una trompada en vivo y en directo. Pero Viale, astuto, absorbió esa caída con un aumento del rating, y el golpe dejó de doler.
Dijo una vez a cámara, en tiempos de ATC y euforia menemista: “No tengo dilemas morales, yo soy periodista”. El entonces incipiente Caso Coppola le había dado herramientas para llevar la primera parte de ese enunciado (“no tengo dilemas morales”) hasta las últimas consecuencias, en progresivo desmedro de la segunda (“yo soy periodista”). Poco después, en América, terminó de comprobar que era posible instalar en la Argentina un espacio de ficción virtual, que desplazara de la pantalla a las telenovelas rosas y a los policiales enlatados. Un teatro del absurdo, que combinara política y farándula, historias de bajos fondos y trivialidad de jet-set. Una postal televisada de su época. La proverbial tilinguería argentina lo proveyó de los “actores” adecuados, voluntarios de un ejército efímero, sin intereses comunes, movilizado por la luz roja de la cámara. La saga de Sammantha y Natalia se reproduciría luego en otros personajes mediáticos, del mismo modo que la “vida real” escupía en la pantalla casos de actualidad que se superponían como capas geológicas descartables. Así, en el planeta Mauro, el Turco Julián y Jacobo Winograd podían discutir de política, y un “debate” sobre la pena de muerte, enriquecido por los aportes teóricos de “La momia” (que encima era falsa) era breve y naturalmente interrumpido para publicitar las bondades de una crema antihongos.
La carrera periodística de Viale admite un pasado de llamativa sobriedad, encerrado en su rol de periodista deportivo. Todavía se recuerdan sus frugales relatos de fútbol (al menos si se los compara con la posterior incontinencia de Marcelo Araujo) y su voz grabada a fuego en la televisación de los mundiales. “Durante la dictadura yo estaba en el limbo” le confesó a Nueva Sion (18/4/91). Para escapar de ese limbo no escatimó esfuerzos ni desperdició contactos. Su amistad con Menem lo llevó a la gerencia de noticias de ATC. Allí, uno de sus ciclos (“Anochecer”) exhibía en vivo a víctimas de violaciones que dramatizaban su tragedia. Años después (1997) y en otro canal (América) mezcló la truculencia con la política, una de sus combinaciones favoritas: se teatralizó una declaración bajo tortura a una periodista desaparecida. No le importaba tanto la implicancia ideológica del caso como su impacto visual.
Debe decirse que, más allá de todo, su personaje se ganó el favor de muchos bien pensantes, que veían sus grotescas puestas en escena como capítulos imperdibles de una miniserie kitsch. La brevísima primavera aliancista amagó con arrojar definitivamente su figura a los márgenes de la tv por cable. Pero la realidad (complotada con Daniel Hadad y Carlos Avila) lo devolvió al aire. Argentina no había cambiado. O sí: estaba peor. Primero en América, después en Canal 9, Viale intentó –breve y vanamente– bajar los decibeles de su monstruo mediático, para desilusión de sus admiradores freaks. Pero su naturaleza, embravecida por un rating que estira diariamente los alcances del país bizarro, decidió traicionarlo.

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