Lunes, 23 de febrero de 2009 | Hoy
Por Walter Pater
Los escultores italianos de la primera mitad del siglo XV no se limitan a ser meros precursores de los grandes maestros de finales de siglo, y a menudo alcanzan una auténtica perfección, dentro de los estrechos límites impuestos voluntariamente a su obra. Sus esculturas poseen, en común con las pinturas de Botticelli y las iglesias de Brunelleschi, esa profunda expresividad, ese íntimo reflejo del alma que llena de fascinación el arte italiano del quattrocento. Sus obras estuvieron muy olvidadas y, a menudo, permanecieron casi ocultas entre adornos triviales de la decoración moderna; de ahí que descubramos con sorpresa los lugares donde su luz todavía resplandece. Resulta natural nuestro deseo de conocer en profundidad la vida de aquellos artistas capaces de expresar tanta fuerza y dulzura; mas poco o nada sabemos de su historia, debido a la austera dignidad y simplicidad de su existencia. El sonido y el color parecen haber desaparecido tanto de sus vidas como de sus obras. Resulta inútil seguir preguntándonos por las oscuras biografías de Mino, el Rafael de la escultura; Maso del Rodario, cuyas obras añaden gracia y belleza a la iglesia de Como, o incluso Donatello.
Sabemos algo más de Luca della Robbia; algunos detalles de su historia han quedado expresados a través de su obra. No existe nada que nos pueda hacer recordar el aire de la Toscana con mayor viveza que sus piezas de terracota vidriada azul pálido y blanco, sin duda lo más conocido de su obra, que parecen fragmentos de un cielo lechoso, caídos sobre las frías calles o en el interior de las oscuras iglesias. Y tampoco puede haber un trabajo más difícil de imitar: como el vino de la Toscana, que pierde el sabor al alejarse de su lugar de origen, de los resquebrajados muros junto a los que fue plantado. Gran parte del encanto de su obra –la gracia, pureza y acabado expresivo de sus figuras– es común a todos los escultores toscanos del siglo XV; Luca fue ante todo un trabajador del mármol, y sus obras en terracota se limitan a trasladar a un material diferente los principios de su escultura. Dichos artistas trabajaron fundamentalmente el bajorrelieve y dieron incluso a las figuras monumentales algo de su superficie plana, dejando en ellas la patética huella de lo inútil y etéreo de la muerte. Odiaron todo énfasis, la ausencia de ligereza y los fuertes contrastes entre la luz y la oscuridad; buscaron la manera de delinear las figuras entre refinadas sombras, casi imperceptibles, sin una gran luminosidad, imposibles de trazar por la pluma más fina. La auténtica esencia de su trabajo es la expresión, la aparición de una sonrisa en el rostro de un niño, el leve soplo de aire sobre una cortina a través de una ventana entreabierta.
¿Cuál es el valor exacto del bajorrelieve? Luca della Robbia, así como el resto de los escultores de su escuela, tropieza con el problema universal que plantea dicho arte, y elige el bajorrelieve como medio para enfrentarse y superar las limitaciones propias de la escultura.
Estas vienen determinadas por el material, así como por otras condiciones necesarias para el trabajo escultórico, lo que en dichas obras se trasluce en la tendencia hacia el más vivo realismo, en la manifestación subjetiva de la simple forma –ese sólido marco material que sólo el movimiento, mundo cubierto de sombras, puede mitigar– y en la expresión individual llevada hasta la caricatura. La verdadera escultura está en continua pugna con esa inclinación que trata en vano de competir con la realidad de la propia naturaleza. Cada uno de los grandes sistemas dentro de la escultura busca la mejor manera de superar dichas limitaciones, exagerando el carácter etéreo, espiritual, dando mayor ligereza a la obra. La utilización del color no es más que una torpe estratagema para la consecución de algo que la buena escultura posee intrínsecamente, sin necesidad de recurrir a ningún otro arte. Conseguir, no el color, sino su equivalente; asegurar la expresión y el movimiento de la vida; desarrollar la individualidad excesivamente fija de la forma pura, carente de relieve y de color: he aquí el problema que los tres grandes sistemas escultóricos han intentado resolver en forma diferente.
Allgemeinheit –amplitud, generalidad, universalidad– es la palabra elegida por Winckelmann y posteriormente por Goethe y otros críticos alemanes, para expresar aquella ley que impulsaba a los mejores escultores griegos, a Fidias y sus discípulos, a buscar el modelo en lo individual, a abstraer y expresar únicamente lo estructural y permanente, a eliminar del individuo todo lo que sólo a él pertenece: su circunstancia, sentimientos y acciones en un momento dado.
En este sentido, sus obras fueron algo así como un sutil extracto o una esencia, como pensamientos o ideas en estado casi puro; al representar a la humanidad en el sentido más amplio, su alejamiento de lugares e individuos concretos logró trascender su propia época, influyendo notablemente en los siglos posteriores, y aseguró su universal aprobación.
Ese fue el camino elegido por los antiguos griegos para disminuir la dureza y la falta de espiritualidad de las formas puras. Mas ello implicaba, en cierta medida, el sacrificio de lo que denominamos expresión; pues aquel sistema de abstracción, cuyo objetivo era encontrar el modelo más amplio y universal posible eliminando del individuo todas sus peculiaridades, impuso a los escultores griegos unos límites demasiado estrechos.
Por consiguiente, cuando surgió la figura de Miguel Angel, con su genio impregnado de la espiritualidad de la Edad Media, dominado por un profundo afán de introspección que le haría llevar no una mera vida exterior como los griegos, sino una existencia henchida de experiencias íntimas, de dolores y alegrías, aquel sistema escultórico que sacrificaba las cosas que él atesoraba y escondía el alma humana no pudo satisfacerlo. A pesar de admirar y estudiar la escultura griega, Miguel Angel pensaba que no tenía sentido hacer una obra que no sacara a la superficie lo más íntimo del ser humano, que no se preocupara por la expresión, el carácter y los sentimientos de cada individuo, que no plasmara la historia especial de un alma especial.
Y así, de una forma que podría ser accidental, dotó a su trabajo de una gran individualidad e intensidad expresiva, al tiempo que eludía ese realismo exagerado que lleva a veces a la escultura a convertir en torpe caricatura la representación del sentimiento, ese singular y mágico toque que el paso del tiempo y los accidentes de la historia han conferido a la Venus de Milo, tantos siglos enterrada bajo los surcos de una pequeña granja, desgastando su superficie y suavizando sus contornos, como si su alma estuviera a punto de salir al exterior, como si con esta escultura clásica se hubiera dado un gran paso hacia el misticismo de la edad cristiana; y puede decirse que en toda la Antigüedad no hay ninguna obra que se acerque tanto al espíritu de Miguel Angel. Pues bien, ése es el sorprendente efecto que el escultor italiano consigue al dejar casi todas sus obras inacabadas, como si quisiera sugerir en lugar de mostrar las formas reales. Recordemos aquella imagen de nieve que moldeó a petición de Piero de Médicis una noche en que la nieve cubrió el patio del Palazzo Pitti, y su determinación de convertir lo que se le había encargado como un simple juego en el mayor orgullo de toda su obra. Muchos se han preguntado por qué dejaba sus esculturas sin terminar, convencidos, sin embargo, de que era algo que amaba hacer y que no estaba dispuesto a cambiar, y sintiendo al mismo tiempo que gran parte de la magia desaparecería si esas imágenes surgieran por completo de la piedra, tan rudamente tallada aquí, tan delicadamente acabada allá. Esto los ha llevado a profundizar en la fuerza de la obra inacabada. Pues bien, es esa característica de Miguel Angel lo que equivale al color en la escultura, su manera de hacer más etérea la forma, de reducir su duro realismo, de insuflarle un verdadero aliento y hacer latir su corazón. Además, era algo que armonizaba con su peculiar carácter y forma de vivir, sus dudas y decepciones. En realidad, el acabado de sus obras era perfecto. Era su manera de combinar el punto álgido de la pasión y de la intensidad con el sentimiento de una vida dúctil y sencilla; así, además de dar mayor energía a su obra, le hacía adquirir una maravillosa fuerza expresiva.
A medio camino entre ambos sistemas –el de los maestros griegos y el de Miguel Angel– encontramos a Luca della Robbia y a los demás escultores toscanos del siglo XV, que compaginan la Allgemeinheit de los primeros, su forma de extraer ciertos elementos puros y sacrificar el resto, y el estudiado inacabado del segundo, cualidad que suaviza la intensidad, la pasión y la energía de una obra que, de otro modo, se habría convertido en una caricatura. Al igual que Miguel Angel, estos escultores impregnan su trabajo de una intensa expresión individual. Sus obras más logradas son los retratos sepulcrales de personajes de la época –el mausoleo del conde Ugo en la Badia de Florencia, o el de la joven Mellea Colleoni, con su largo y hermoso cuello, en la fría capilla norte de la iglesia de Santa Maria Maggiore en Bérgamo–, monumentos como los que abundan en las iglesias de Roma, con inagotables sugerencias para el reposo eterno marcadas por una delicada alegría festiva y un gracioso y sagrado refinamiento. Y esos elementos de sosiego y de descanso se entremezclan con una intensa expresión individual mediante una técnica sumamente convencional, tan hábil y sutil como la empleada por los escultores griegos, reduciendo todas las curvas que sugerían formas sólidas y situando las imágenes en un bajorrelieve.
La vida de Luca della Robbia, una vida de trabajo y sobriedad, sin más aventuras y emociones que las derivadas de su trabajo como artista –las tentativas de desarrollar nuevas técnicas, la lucha de superar las dificultades creadas por éstas– transcurre durante los primeros setenta años del siglo XV. Tras realizar numerosos trabajos en mármol para el Duomo y el Campanile de Florencia, que lo convirtieron en uno de los principales maestros escultores de su época, nació en él el deseo de plasmar el espíritu y la técnica de dicha escultura en un material menos noble, de mezclar sus conocimientos –el exquisito y expresivo sistema de bajorrelieve– con el humilde arte de la cerámica, de introducir las elevadas cualidades de ese arte en los objetos más comunes, con el fin de adornar y cultivar la vida diaria en el hogar. Ese deseo sería entonces algo típicamente florentino, pues, bajo aquella capa de vanidad superficial y extravagancia, seguía existiendo una cierta dosis de modestia, seriedad y simplicidad. La gente todavía no había comenzado a pensar que las hermosas obras de arte de las iglesias no resultaban adecuadas para sus hogares. Inicialmente, los nuevos trabajos de Luca della Robbia fueron realizados de simple terracota, en pocas horas. Se trataba de unas toscas imitaciones de las imágenes esculpidas en mármol, aquel costoso material que tantos esfuerzos exigía a los que trabajaban con él. Sin embargo, por ese humilde camino descubrió una nueva técnica que pronto gozó de enorme popularidad. La fama de la cerámica oriental, con sus extraños y brillantes colores –producto del artificio, jamás obtenidos en la piedra natural–, penetraba en la tradición de la vieja cerámica romana de la región vecina. Las pequeñas tinajas de Arezzo –rojas como el coral–, que se descubren de vez en cuando bajo la tierra, continúan siendo muy apreciadas. Aquellos colores comenzaron a obsesionar al artista. “Y siguió buscando algo más –dice de él su biógrafo–, y en lugar de hacer figuras de simple terracota blanca, tuvo la idea de añadirles color, para asombro y deleite de quienes las contemplaban” –Cosa singolare, e multo utile per la state!–, cosa rara y muy útil en el verano porque proporcionaba frescura a las manos y reposo a los ojos. Luca amaba las variadas formas de las frutas y realizó con ellas toda clase de maravillosos marcos y guirnaldas, respetando siempre sus colores naturales, que solía suavizar dándoles un matiz ligeramente más pálido.
He mencionado con anterioridad cómo el arte de Luca della Robbia poseía en grado sumo esa característica especial que distingue a todos los escultores de su escuela y los sitúa tan próximos a nosotros, aunque desconozcamos los detalles de sus vidas; pues sus obras llevan el distintivo de una cualidad personal, de una profunda expresividad –lo que en francés se denomina intimité, aludiendo a su peculiar originalidad–; el reflejo de lo más íntimo y personal de su ser, de su forma de percibir lo que los rodea: eso que llamamos expresión llevado hasta sus límites.
Es una característica difícil de hallar en la poesía, más rara aún de encontrar en el arte, y casi imposible de descubrir en el arte abstracto de la escultura; y, sin embargo, por su esencia, es quizá la única cualidad que en el orden de la imaginación da a la obra de arte un valor verdadero. El hecho de que las obras de los artistas del siglo XV posean esta cualidad indiscutible justifica el anhelo de estudiar todo lo relacionado con ellos y de encontrar una explicación al secreto de su magia.
Este fragmento pertenece a El Renacimiento, de Walter Pater.
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