VERANO12

El mal de uno

 Por Luis Chitarroni

El cuento por su autor

El mal de uno comenzó con otro título (que ya no recuerdo), como segunda parte forzada y un poco misteriosa de una narración distinta, “El síndrome de Pickwick” (publicada en VeranoI12 dos años atrás), la tercera de una serie bautizada Tres relatos de época: “Miseria de un real”, “Por un presente griego”, “El secreto de muerte”. Porque estuve más atento a la voluptuosidad y la violencia de los desvíos que a la disciplina, el plan completo no llegó a ejecutarse (aunque una perseverancia intermitente tampoco me permita abandonarlo). En realidad, esta última parte desplazó a las precedentes y se apoderó del argumento. Se trata de una débil venganza urdida por unos ex compañeros del narrador, a quienes ofendió lo que él escribió en un relato anterior a todos (presumible e indirectamente “El carapálida”). El mal de uno se intercala en la trama antes del desenlace –la venganza efectiva incluida en “El síndrome...” como una simulación de compás de espera o una digresión desventurada o desguarecida—.

Pablito Tesore es el mensajero de los vengadores (Moncloa, Sufeito, Ingrao), pero prolonga y precipita con su falta de presencia de ánimo los acertijos y acechanzas de la nostalgia implícitos en alguien tan inoportuno. Su mal, el mal de Muybridge, contagia desde que es nombrado cada una de las evocaciones y recuerdos, que refieren o difieren la respiración de un mundo paralelo, plagado de detalles garrafales, tal vez apócrifos.

Una advertencia final, destinada a mí más que a los lectores, termina de infundir a todo una especie de egoísmo circular desorbitado (al que ni siquiera podemos acusar de stendhaliano). A pesar del gusto que me dan los títulos sencillos, como los Gusmán o de Aira, y como efecto residual de mi servidumbre de editor, los que a mí me tocan no lo son y pululan como un subtitulado entorpecedor a lo largo de todos lo que escribo, como si una indecisión o una ambivalencia (menos digna de Gracián que de Empson, prefiero creer) ensuciara con su obsesión nominativa la sencilla transparencia –grácil, suele convenirse– del relato.

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