EL PAíS › OPINION

Hace 30 años

 Por Martín Granovsky

Alguno podrá decir: ¿justo ahora recordar a Julio Strassera como si solo hubiera sido fiscal del Juicio a las Juntas? Y otro, con el mismo derecho, podría criticar: ¿se puede recordar sólo al Strassera del Juicio a las Juntas cuando también existió el Strassera de los últimos años, el Strassera enfrentado duramente al kirchnerismo? Toda crítica es válida. Tan válida, quizás, como traer hasta acá, 30 años después, la imagen de un abogado que no se había estado preparando para acusar a las juntas militares de la dictadura y, a comienzos de la transición democrática, terminó pidiendo perpetuas para los administradores de la vida y de la muerte.

Más todavía. Cuando los organismos de derechos humanos no eran ni de lejos una voz popular, y Strassera no había militado ni de lejos en ninguno de ellos, el cruce de caminos lo convirtió en un gran explicador masivo del terrorismo de Estado. Es cierto, también, que Strassera aceptó ese cruce de caminos cuando pudo no haberlo hecho: el después endiosado René Favaloro abandonó la Comisión sobre Desaparición de Personas no bien la Conadep comenzó a actuar. Strassera no sólo siguió al frente de la fiscalía ante la Cámara Federal porteña durante el juicio de 1985 impulsado por Raúl Alfonsín. También se resignó a que lo miraran feo muchos colegas de la familia judicial y abrió su sensibilidad a las víctimas del terror y a sus familiares.

En buena medida esa empatía con las víctimas la construyó un equipo que trabajó a las órdenes de Strassera y de su adjunto, Luis Moreno Ocampo, buscando pruebas para que no quedara ningún hecho sin su fundamento y su sospechoso en los 709 casos elegidos por la fiscalía para condenar a las juntas. En aquel equipo figuraban el dramaturgo Carlos Somigliana, también empleado de Tribunales; su hijo Maco, que luego formaría el Equipo de Antropología Forense; Adriana Gómez, Judith König, Mabel Collalongo, Lucas Palacios, Sergio Delgado y Nicolás Corradini. Los únicos que pasaban los 40 eran Strassera, con 51, y Somigliana padre. Moreno Ocampo tenía 33. El resto no había cruzado la barrera de los 30. Todos ellos entrevistaron testigos, buscaron papeles, leyeron y releyeron la investigación de la Conadep, cruzaron nombres, chequearon datos. Los expedientes se acumulaban en la fiscalía, entrando por el pasillo central de la calle Talcahuano y doblando a la izquierda, el mismo lugar donde Strassera apilaba los puchos de sus tres paquetes diarios y las jeringas de la insulina.

Todos ellos, más los abogados de derechos humanos y quienes venían del exilio, fueron construyendo argumentos jurídicos necesarios para acusar, para probar el dominio del hecho delictivo en cada una de las estructuras militares y para desmontar el discurso castrense en todas sus aristas. Una arista: fue una guerra (no convencional) y en una guerra todo está permitido. Otra: los comandantes en jefe fueron responsables de todo pero culpables de nada. La tercera: el poder de fuego de la guerrilla hacía tambalear la democracia y la junta de Jorge Videla, Emilio Massera y Orlando Agosti impidió un triunfo de Montoneros y el ERP con el golpe del 24 de marzo de 1976.

Al revés de algunos estereotipos circulantes, poco apegados a los hechos, el trabajo de la fiscalía no abrevó en la teoría de los dos demonios sino que, en línea con la Conadep, disecó el demonio del terrorismo de Estado hasta hacerlo visible en todas sus facetas y en algunos de sus impactos sociales. “La combinación de clandestinidad y de mentira produjo efectos que trastornaron a la sociedad”, dijo Strassera en su recordado alegato que terminó con el llamado al Nunca Más, hace nada menos que 30 años.

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