VERANO12 › JUANA MANUELA GORRITI

Receta del cura de Yana-Rumi

Al doctor Isaac Scobari

Niña era todavía, cuando siguiendo a mi padre proscrito, vine con mi familia a Bolivia.

Atravesada la frontera, la multitud expatriada se diseminó en el territorio vecino; y nosotros fuimos a detenernos en un pueblo de indios situado en una vertiente de los Andes.

En aquella primera etapa sobre el suelo extranjero, todo era duelo para los desterrados que, perdidos en un día, patria, fortuna y hogar, encontraban cuanto veían en torno suyo tétrico y sombrío.

No así yo, para quien el hoy como el mañana aparecían siempre color de rosa.

Encantábame el aspecto agreste de aquellos lugares; y las gigantescas moles de granito que se alzaban sobre mi cabeza escondiendo en las nubes su nevada cima me extasiaban de admiración. Pasaba los días recorriendo los alrededores; trepando a las alturas; saltando con las cabras sobre las sinuosas quebradas; descendiendo al fondo tenebroso de las haucas, con espanto de los indios, que me amenazaban con el Chacho, genio maléfico, habitante de aquellos parajes subterráneos. Referíanme de él historias horribles que sin embargo no llegaban a intimidarme hasta renunciar a tan deliciosas excursiones.

Un día, buscando nidos en las grietas de las peñas, encontré, cubierto con una piedra, un objeto extraño, que me puse a examinar sin atreverme a tocarlo, con un sentimiento de curiosidad y de temor.

Eran dos figuras forjadas en cera.

La una representaba a una mujer vestida de hanaco (1), peinados sus cabellos en multitud de trenzas rematadas con lazos de cintas de colores vivos; adornados cuellos y brazos con hileras de corales, y sentada sobre un trozo de azúcar cubierto de canela, incienso y clavo de olor.

La otra figura era un hombre prosternado a sus pies, juntas las manos, y en ademán suplicante. Vestía como los indios, calzón, poncho, escarpines y montera. Rodeaba a este grupo la cola de una lagartija negra, que entrelazándolo estrechamente, escondía su cuerpo en el hanaco de la india.

Pudiendo más en mí la travesura que el miedo, cogí por las asas la olla de barro que contenía aquel misterioso grupo, y fui a mostrarlo a la mujer del ovejero, que vivía en una hondonada, a la entrada del pueblo.

La ovejera se apoderó de ella, pero apenas hubo mirado lo que en su fondo había:

–¡Ah! Pícara Chejra, ¡bruja maldita! –exclamó, con una ira que me dejó espantada–. Aquí está. ¡Ella es! Ella misma, con su cara de vaca; con sus crines que peina el diablo, y los collares que le da para enredar al borracho de mi marido, que he la qui, ¡lo tiene atado con su cola!

Y llevando en una mano la olla, asió con la otra de mí, y corrió hasta la casa del cura a quien me conjuró hiciera la relación del hallazgo.

Hícela, sin omitir el furor y los improperios de la ovejera.

–He la qui, tatay –dijo ésta, presentando al cura el cuerpo del delito–-. Ahora sí que vas a quemar a la Chejra. Mira la brujería con que tiene agarrado a mi marido, que ya no me quiere ni me hace caso. ¡Sucia! ¡Desarrapada! –diciendo–. ¡Quémala tatay! ¡Quémala, por los ojos de tu madre!

–¡Quemarla! –dijo el cura, sonriendo con malicia–. Pero, hija mía, ¿con qué leña, si en estos parajes tan áridos, apenas la tenemos para la cocina?

–Yo te traeré, tatay; yo te traeré leña para hacer una fogata que se vea de una legua.

–¿Quieres quemar a la Chejra para que tu marido vuelva a ti?

–¡Sí, tatay!

–Pues yo voy a darte para ello un remedio mucho más eficaz. Helo aquí: báñate cada día en el remanso del manantial; cuida tus cabellos tan esmeradamente como el diablo cuida las crines de la Chejra; adórnate como ella, con zarcillos, collares y brazaletes; perfúmate, no con canela, ni con incienso, ni clavo, sino con las olorosas flores de los campos; o pon a la cola de la lagartija negra, la dorada red de tus caricias; en vez de sentarse sobre azúcar, derrámala en tus modales, en tus palabras, en tus sonrisas. Haz todo esto, y... ya verás.

El cura rió con bondad; dio una benévola palmadita en la cabeza de la celosa india, y la despidió...

El siguiente domingo la ovejera cuyas mejillas rosadas y lustrosas revelaban el efecto de un fresco baño fue a misa engalanada con gargantilla y pendientes de coral, peineta de similor, y lliclla de lama de oro.

La sabiduría de los consejos del cura brillaba en las miradas de triunfo que dirigía a la Chejra, agazapada en un rincón como una culpable.

El ovejero, arrodillado al lado de su mujer, dábase golpes de pecho, derramando abundantes lágrimas.

¿Serían de alcohol o de arrepentimiento?

En cuanto al santo varón, en más de un dominus vobiscum le sorprendí una ojeada de complacencia dadas a su benéfica obra.

(1) Aeso, vestido de las indias en la Puna.

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    Peregrinaciones de un alma triste
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