VERANO12

Babosas

 Por Valeria Tentoni

Una noche se despertó porque escuchó ruidos en una de las ventanas del living. No era nada, claro. Pero estaba sola, de repente, en esa casa grande, y se asustaba por cualquier cosa. Antes de volver a la cama fue a la cocina para tomar un poco de agua. No llevaba puestos los anteojos y todas las formas eran manchas confusas, sombras escondidas en la sombra. Imaginó que eran las tres, cuatro de la mañana, porque venía de una extranjería espesa. Tenía los sentidos divorciados y le costaba dirigirse. El gato apareció a sus espaldas, se arqueó como si fuera a disparar una flecha con su estómago hacia el centro de la tierra. Ronroneó, confundido, reclamando el desayuno entre sus piernas, y estuvo a punto de hacerla tropezar.

Cuando abrió la puerta de la heladera y la pendiente blanca iluminó el rectángulo –los pisos verdes, la mesada de granito, la canilla y todas las otras cosas que pastaban en silencio–, vio una silueta oscura en uno de los azulejos celestes de la pared. Tenía que ir hacia ese lado para buscar un vaso. Iba a manotearlo de memoria del secaplatos, pero estaba tan contagiada del miedo con el que se había despertado, tan predispuesta a la desgracia, que prefirió ir a buscar los anteojos a la habitación antes de seguir. El gato se subió a la cama de nuevo. Ella volvió a la cocina y, con la aparición de los contornos, supo que se trataba de una babosa. ¿Había estado en el vaso ese molusco repugnante? Mejor no usarlo y mañana lavarlo bien. Agarró la botella de plástico cargada con agua de la canilla que había estado enfriándose en la heladera y se la llevó. Tomó del pico, cruzando el pasillo. Pensar que casi la había tocado sin querer la estremecía de asco. Que todavía estaba ahí. No había manera, le pareció, de que llegara muy lejos. Ya metida en la cama, entumecida, se dijo: lo mejor, me olvido.

Por la mañana no había nada a la vista. Le cargó el bowl al gato con alimento. Limpió con detergente el rastro de caramelo sobre la mesada, pasó lavandina. Y tuvo su día como otros días que tuvo antes y a la noche se fue a dormir pero tampoco pudo. Un asunto y otro se le venían a la cabeza, parecía que su cráneo fuera un pobre agujero negro. La misma gravedad que la mantenía estable, apoyada sobre la almohada, empezaba a comprimir las imágenes recibidas hasta que comenzaban a aplastarse. Quizás eran recortes que estaban en la cabeza de otra gente, y como esa gente sí estaba dormida se habían mudado a la suya, con toda esa electricidad disponible.

Se levantó para hacerse un té de tilo. Por las dudas se puso los anteojos, se calzó, encendió la luz de techo antes de entrar. Y mientras el fluorescente titilaba hasta tomar temperatura vio que había tres. La claridad cayó sobre la cocina con la contundencia de lo que completó sus posibilidades, y supo de inmediato que eso había estado pasando antes, pero que ella nunca se había despertado de noche hasta estos días, entonces no había podido enterarse.

Cuando él vivía en la casa ella dormía completamente abandonada, de corrido, hasta que sonaba el despertador de su teléfono celular. Y hasta se permitía ignorarlo. Su amor era el caparazón de esa tortuga mayúscula que sostiene a los elefantes que sostienen al mundo. Ahí estaba, sobre ese delicado tetris seguro, levitando de felicidad e inocencia. Ahora dejaba al gato adentro para que le hiciera compañía, aunque se despertara mucho antes que ella y la mordiera y la rasguñara para conseguir lo suyo y tuviera que sacarlo e interrumpirse. Y después ya estaba amaneciendo y al final ¿para qué el simulacro? No estaba menos sola por tener al gato adentro. Aunque ahora agradecía estuviera ahí y, de algún modo, esperaba su defensa. Si se comía las polillas y las moscas, quizás también pudiera salvarla de esto.

Distinguió una en un azulejo, ¿sería la misma? Estaba apenas más lejos de donde había encontrado a la anterior. Había otra sobre uno de los platos, barrefondo. Se prometió nunca más usarlo, reventarlo en el patio si era necesario, aunque fuera de él. Y la última, a la que casi confunde en la melange de piedras de la mesada, estaba a centímetros del microondas. No supo qué hacer. ¡Tres ya no eran una! Agarró un Raid y les dejó esa lluvia.

Al día siguiente no encontró nada. Supo que la cosa funcionaba así, solo de noche. Y que tenían dientes hasta en la lengua. A las tres de la mañana, después de calcular un tiempo prudencial para que sintieran la ficción de la intimidad, salió en expedición. Su número se había duplicado. Ya había otra trepando la alacena y hasta una haciendo equilibrio en un lado de la cuchilla que había dejado secándose.

Googleó, encontró: si se pone un vaso de cerveza, las babosas van a la levadura, idiotizadas por su deseo. Y mueren.

Así que compró cerveza. Tomó un poco esa noche, con el gato hirviendo en sus piernas, mientras miraba una de las películas que él le había vetado. Guardó bastante; en realidad nunca le había gustado la cerveza. Puso el vaso en el centro, frente al horno, sobre el piso verde y brillante de lavandina. Se durmió, esa noche no se despertó. El alcohol, o el sueño, o tanta cosa que venía encimándose. Al otro día se olvidó de su humilde trampa casera. Se levantó, no se puso los anteojos, fue derecho a la cocina para hacerse un mate. Al entrar pateó el vaso, descalza.

Ah, la repugnancia era eso. No era nada de lo otro.

Lloró un poco, no supo si por las babosas, por la casa, por él. Por ella. Lloró, al final, un rato largo, como si estuviera entretenida con eso o el llanto fuera una especie de celebración acuosa. Quizás estaba feliz de tener una excusa más pequeña para estar triste. Algo que no fuera, por un momento, su estúpido corazón caído desde la altura.

Esa noche, cuando se despertó a inspeccionar, encontró una decena. ¿El ataque las había multiplicado o habían convocado a su ejército secreto? ¿De dónde salían tantas, cómo se reproducían tan rápido? Había largos cuerpos húmedos y robustos aquí y allá, en posiciones extravagantes, retadoras. Sintió que enloquecía de asco. Tomó un paquete de sal de la alacena y, sin discriminar ni apuntar, empezó a agitarlo. Una nieve impalpable crucificó a varias, pero no a todas. Las babosas empezaron a derretirse y ella sintió su estómago estrujarse ante el deshielo pringoso.

No quiso limpiar entre las vivas a las muertas. Se fue a dormir. Cerró la puerta de su habitación, se quedó con el gato adentro. En su cabeza funcionaba: si me duermo todo se muere un rato y yo también, el mundo queda petrificado por mi ausencia, y mañana quizás algo habrá arreglado la noche por mí.

De esa manera también había pensado cuando él estaba todavía con ella, en la casa grande que habían arreglado y pintado y ordenado juntos. La casa que habían llenado de objetos maravillosos que ahora la miraban como miran los ojos de vidrio en las cabezas de los animales embalsamados que alguna gente cuelga de las paredes. Solamente ahora le parecían, al fin, cosas sin respiración. Y más vivas le parecían, entonces, las babosas invasoras con su lenta vehemencia putrefacta.

Aguantando las arcadas se puso guantes, pasó más lavandina, usó el lampazo, el trapo rejilla. El gato husmeaba, esperaba encontrar algo de provecho. Desinfectó. Empezó a abrir todos los compartimentos de la cocina, uno por uno. Revolvió ollas, platos, tuppers, frascos, paquetes. El gato se metió en esos escondites, feliz. Salió sin noticias, como quien vuelve de vacaciones. ¿De dónde venían? ¿Dónde pasaban el día las babosas? ¿Cómo llegaban a la cocina? ¿O ya estaban ahí, pero ocultas, camufladas, mientras ella andaba haciendo ruidos, movediza, y el sol distribuía sus apariciones por las ventanas? Quería encontrar el origen, la cafúa. No pudo.

Pasaron así los días. Uno atrás del otro, y todos se parecían entre sí. Cada vez que abría la puerta de entrada esperaba encontrarlo adentro. Cuando descubría que no, sentía como si un martillo la hundiera en el suelo de un solo golpe, la aplanara en la superficie. Lloraba colgada de sus camisas, de las cortinas, con la nariz metida en la tapita del perfume que se había dejado. Abrazaba los sacos en las perchas del placard –estaban casi a la misma altura que había estado él todos esos años, recibiéndola con amor–. Hablaba con el gato, hablaba sola. Los vecinos le hacían preguntas crueles, aunque ¿hay alguna pregunta, en el fondo, que no sea un acto de crueldad, una prueba de resistencia? Ella los escudriñaba al mediodía, miraba los autos pasar, el colectivo pasar, el sol pasar, las nubes pasar. Se tumbaba boca arriba en la cama grande y sentía cómo le crujían las sienes, viejos escalones de madera por los que subían sus fantasmas. Ensayaba conversaciones y se llenaba de ira. Se enojaba para poder salir del dolor.

Solamente de noche volvía a pensar en las babosas. A levantarse y constatar, sin fuerzas ya para intentar nada. Eran cada vez más. El gato gruñía frente a ellas, le temblaba la mandíbula; lo había visto así una vez que trajo de ofrenda una paloma que logró matar en los techos y escondió detrás de una planta del cantero. El la había sacado, con una bolsa, tirando del ala sangrienta. Pero no hacía nada más que eso, ¿qué iba a hacer un gato contra unas babosas? Ella tampoco hacía nada mejor.

Cada noche habían doblado una y otra vez su número. Ahora ya no podía contarlas. Habían cobrado la forma comunitaria de una marea y llegaban hasta la mitad de la cocina, por el piso y por los azulejos. Apiladas, daba la impresión de que estuvieran por hablar, todas a la vez, para decir una sola palabra, quizás un nombre. Le parecía impresionante que tamaña formación no emitiera sonido alguno. Pensó en insistir con la sal, pero ya sabía lo que le esperaba, si lo hacía, al día siguiente. Pensó en llamar a alguien pero en verdad no quería hablar con nadie, ni siquiera para dar instrucciones. Se preguntó de nuevo, durante el día, dónde se metían tantas babosas. Revisó. Nada por aquí, nada por allá. Pero de día igual todo era distinto, su cabeza estaba ocupada por el holograma de la última vez que lo había visto, de espaldas, en el jardín. ¿Por qué la había abandonado así la belleza?

Había cosas de lo más ridículas de las que ocuparse, como las cuentas y el alquiler y los arreglos y el futuro y el horóscopo, tan ominoso últimamente, y los consejos que llegaban en racimos de inutilidad, y los mensajes de los amigos, que eran pésames encubiertos, y las empleadas de la panadería de enfrente que la acorralaban con sugerencias. Así y todo ella se levantaba a controlar, quería conocer los bordes del infierno que se expandía en su cocina. Dibujaba rayas con labial en el piso, como se dibuja la altura de los hijos a medida que crecen en las paredes. A la noche siguiente eran muchas más, la línea carmesí ya había sido sepultada por la ola. La cocina era una gran mancha oscura de petróleo amarronado, un río oleaginoso que lo ocupaba todo, hasta el techo. Ella se ponía delante y miraba los escalofríos de esas vidas y sus antenas, el relieve de sus escudos blandos. El conjunto daba la impresión de ser un enorme animal estancado. Había una voluntad más eficiente que la de cada una de esas gelatinas por separado. ¿Qué hacer? No sabía qué hacer y entonces no hacía nada.

Una noche vio que habían llegado al comedor, que ya iban sobre las sillas y la mesa. Lloró un poco, pero como lloraba todo el tiempo se volvió a acostar. El gato, arremolinado a sus pies, ya ni siquiera se despertaba en sus reconocimientos. Por la mañana, de nuevo, nada. Se hizo un mate, caminó por los cuartos ahora vacíos. Regó las plantas. Nada.

Días después el avance registrado incluía el living pero, como el agua cuando inunda, la corriente hace recorridos caprichosos y en vez de llenar ese gran espacio giraron, inesperadamente, hacia el pasillo que daba a la habitación. El había venido ya a llevarse los muebles, a embalar todo lo que se escondía en los cajones. Se había llevado, por ejemplo, las camisas que abrazaba y algunos de los objetos maravillosos. Ella hacía listas mentales. Había blancos por toda la casa. Donde habían estado los sillones, la mesita, el gran televisor heredado o la magnífica lámpara de bronce, ahora había una transparencia inquietante. Ella miraba de frente las cosas que ya no podía tocar y no salía de su asombro. El gato estaba confundido. Maullaba reclamando el sillón en el que se pasaba las tardes holgazaneando. Ella maulló también un poco, por probar algo, pero nada de lo que se llevaron volvió a aparecer en su lugar.

Para cuando tuvo otra vez energía suficiente como para controlar a las babosas en medio de su sueño, las más corajudas estaban lamiendo la puerta de la habitación. Se puso delante y vio que, hacia atrás, los encastres eran demenciales. Las babosas llegaban al cielorraso, y el declive empezaba a pronunciarse en la puerta del comedor, en su dirección. Eran más que el aire, pensó. Levantó apenas la persiana, abrió la ventana para que entrara el fresco y se volvió a acostar. ¡Eran tantas! ¿Qué querían? ¿Hasta dónde pensaban ir?

De día, todo seco. Casi limpio. Pasó lavandina igual, se gastó el tarro. Hizo las compras entonces. Trajo también frutas, vino, pan, queso. Cosas así trajo y las acomodó en la heladera. Alimentó al gato.

Cada noche observó, serenamente, cómo corrían su límite. Levantó todo del piso, ordenó los zapatos. Puso ropa a lavar. Barrió debajo de la cama, vio que había mucho polvo, ¿desde cuándo había tanto polvo y de dónde salía, también, el polvo? ¿Quién lo hacía y dónde, quién lo dejaba caer entre las personas y los muebles y las babosas? Encontró tres monedas. Las apiló, por darles algún sentido. Se preparó, no podía pasar otra cosa.

Esa noche se levantó y vio que estaban al pie de su cama. Ella estaba cruzada, ya no respetaba su lado. Dos días después todavía reptaban pero ya cubrían toda la superficie del suelo. Eran pisos flotantes, los habían elegido juntos. De una madera clara, luminosa, para que rebotara el día. ¿Se iban a arruinar? No podían mojarse, de mojarse se arruinarían. Se levantarían, en efecto cascarita. La humedad les hacía mal, se los habían advertido bien. Y ya no estaban en garantía. Desde la cama podía ver el océano mucoso. Esa noche el gato no durmió, se la pasó gruñendo.

Ella sí. Ella durmió.

Eran las cinco cuando se despertó, afuera empezaba a desteñirse la oscuridad. ¿Se había levantado por la mañana, por la tarde? No estaba segura. ¿Hacía cuánto que dormía? Como fuera, lo que tenía que ocurrir había ocurrido: una babosa estaba, al fin, trepando por la cama. Le pareció que ya era momento, que ya estaba bien.

La tomó de la cola, abrió la boca y se la tragó. Se felicitó por haber descansado así de bien la noche anterior. Tenía mucho trabajo por delante todavía.

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