El cuento por su autor

Supongo que ir de vacaciones con un escritor no debe ser fácil. Es inevitable que su mirada condicione muchas cosas: qué se hace, qué se dice, cómo se hace, cuándo. Y más cuando el propio escritor lo anuncia, medio en broma, totalmente serio: toda anécdota, todo chiste, toda historia o acción puede terminar dentro de una historia. Repito, no debe ser fácil. Pero sucede que, con el correr de los días, esa desconfianza se pierde o al menos se posterga. Lo he visto: la lengua se suelta; después de todo el escritor no deja de ser una persona como cualquier otra, y dependerá de su actitud —de su pose— si las demás personas de un grupo deciden confiar en él o no. Porque no solo se mide al escritor, se miden los demás frente a él. Esa pose —erudición muchas veces falsa— del escritor suele ser una barrera que cae rápidamente con una acción simple: mancharse la remera con salsa, beber un poco demás, quemarse demasiado la piel por no saber esparcirse el protector solar: esas cosas acercan. Ahí está, es escritor pero no entiende nada de la vida. La cuestión es que este cuento tiene su origen en una charla de hotel: Guillermo vivió en Andorra y su última pertenencia antes de volverse a la Argentina fue un auto. De ahí surge este relato. Éramos cuatro en esa pileta, esa tarde. Guillermo, Darío, Maximiliano y yo. Maximiliano contó sobre su padre, chofer de larga distancia que había llevado fantasmas en el micro (ese es material de otro cuento), Darío fue más cauto, como los personajes de sus historias, pero no pudo escapar al relato, y tomé nota para un próximo cuento. Pero, como suele suceder, los relatos solos no alcanzan y algo tiene que cruzarse. Días después, ya de regreso, en el campo entrerriano de La Beba Chatelain, pasé una mañana mirando cómo una excavadora sacaba tierra para fabricar un tajamar y esos dos hechos tan diferentes —un brazo mecánico, un auto en Andorra— terminaron por formar esta historia. De las vacaciones ya no me acuerdo: el verdadero olvido es ese, y no otra cosa.

El olvido es otra cosa

El ruido de la excavadora no lo deja pensar, funciona como esos relojes despertadores que repiten un mismo sonido: una melodía sencilla que se escucha con la cabeza adentro del agua. Adentro de la tierra en este caso. ¿Cuántos camiones llenos vio ir y venir ya? Cuatro por lo menos y apenas es media mañana. El sol todavía no quema tanto en la piel. O quizás no quema gracias al viento, pero no, no es solo a eso, es gracias a una nubosidad variable, gracias a esa capacidad del cuerpo de engañarse, de postergar: prestarle atención al calor es la cura, es no sufrir por lo que vendrá. Pone la mano en el techo el auto. La chapa sí está caliente. Eso sí es sufrir: quemarse; la memoria es otra cosa.

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Cruzó la frontera en el auto hace un par de horas. De Andorra, el principado, pasó a Barcelona, la ciudad madre. Y todo el camino tuvo una pregunta en mente: ¿cuáles de todas sus cosas le pertenecen? Quiso escribir una lista en el vidrio sucio del acompañante mientras cargaba nafta en la estación de servicio pero terminó por borrar con el dorso de la mano esas palabras casi ilegibles. Los discos y los libros los regaló. También regaló las cosas útiles de la casa: un rallador de queso, la lámpara de la mesa de luz, el destapador, un reloj despertador. ¿Qué le queda? Casi nada: la ropa, una navaja Suiza, el auto. Y de esas cosas, ¿cuál puede contar su historia? Su auto, por ejemplo, es un objeto de metal que le pertenece de un modo absurdo y aun así podría contar su vida desde el auto: podría contar cada viaje y repetir todas las incómodas siestas que durmió ahí dentro. Incómodas no por culpa del auto, incómodas por su cuerpo: ¿su cuerpo podría contar la historia de su vida? No, no tiene tatuajes. Ni siquiera tiene la cicatriz de una operación.

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Estira los brazos. Bosteza. A la distancia la excavadora se detiene. Un camión, pesado, arranca con la tierra a cuestas. Él también se mueve lento parado al costado del auto. Sus casi dos metros de altura a veces traicionan su intención de pasar desapercibido. Envidia a las personas pequeñas que pueden esconderse del mundo. Eso quiere, esconderse. Y para hacerlo debe deshacerse de lo único que le queda: el auto.

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Nunca antes le había pasado no poder esconder algo suyo del mundo, salvo su cuerpo. ¿Su vida seguiría atada a ese auto como lo estaba a sus dos metros de altura? Había vendido también objetos que no le parecían tan absurdos, o que tenían valor para él: su reloj de pulsera, sus camisas casi sin usar, la afeitadora eléctrica, la pequeña cafetera italiana; había embargado su matrimonio y alquilado un insomnio aterrador. ¿Cuántos días lleva sin dormir desde que dejó caer su alianza de boda en el caminito del Rey sabiendo que tarde o temprano la encontraría alguno de esos hombres de mediana edad y ningún futuro que van temprano con sus detectores de metales y giran en círculos sobre las piedras? Seis días lleva sin dormir. Recuerda el gesto: abrir la mano, soltar el anillo, verlo caer. Seis días y ocho horas para ser exactos.

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Mira a su alrededor. Todos bailan en círculos rotos: él, los imaginarios buscadores de metal, la excavadora, los camiones cargados de tierra. Todos. Salvo que es él quien no puede deshacerse del auto. Bosteza de nuevo. Se mira las manos. Tiene las uñas largas. Se rasca el brazo sobre una picadura de pulga donde ya se lastimó a la noche. Mira la sangre. Todo es transitorio. Todo se pierde. Hasta esa picadura desaparecerá.

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Su vida en Europa fue un relámpago que resplandeció menos que un parpadeo. Como su familia solía advertirle: la luz es anterior al trueno, y el ruido a la tormenta. No le importó. Quería viajar y lo hizo. Probó suerte donde estaban sus amigos. Vivió con ellos en casas hacinadas. Gastó la poca plata que llevaba y salió a trabajar. Cuando el dinero se le terminó no llamó a su casa para pedir ayuda. No podía ser la tormenta así que aceptó trabajar dónde fuera. En el trabajo se enamoró. Lo despidieron. Se casó de apuro. Cambió de ciudad. Una vez. Otra. Y otra. Perdió a la mayoría de los amigos. Hizo nuevos y los volvió a perder: los amigos no están para hacer favores cuando se da vueltas sin destino. Se peleó con su esposa. Se reconcilió. Encontró un trabajo que parecía fijo. Mariana también. Alquilaron un departamento con otra pareja. Aguantaron la temporada sin grandes gastos hasta comprar el auto. La otra pareja los invitó a compartir amores. Huyeron. Se fueron al frío para hacer una segunda temporada pero no resistieron al mal tiempo varados al costado de una pista de esquí: en el auto que no arrancaba, Mariana le dijo que estaba harta de pasar frío. Le había prometido otra cosa, dijo. Él se bajó a empujar la rabia y vio como el auto primero avanzó siguiendo la huella en el camino, pero cuando mordió la nieve, la banquina o lo que fuera, terminó a un costado, encajado. Él temblaba de frío y del esfuerzo por empujar solo el auto. Abrió la puerta y le preguntó si estaba bien. Mariana lo insultó: se había golpeado la frente contra el volante, tenía una línea de sangre en la comisura del labio y gritaba, rabiosa, como si el mundo la hubiera golpeado. Él le pidió que no se enojara. ¿Quién saber manejar en rutas nevadas? Se rieron. En silencio esperaron una grúa que solo tuvo que engancharlos y tirar. Entre el hotel y el remolque se terminaron los pocos ahorros que tenían. Mariana, sentada en la cama, sin poder dormir y con un piyama lleno de pelusas y bolitas le dijo que las cosas no podían seguir así. Él estuvo de acuerdo, pero dijo que no vendería el auto. Eso estaba fuera de discusión. Mariana se dio vuelta, lo miró: No entendés nada, se quejó.

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El viento empieza a ser caliente y solo dejará de serlo a la noche. Pero ya no estará en esa ciudad. Ni en ese país. Tampoco en su destino. Estará volando sobre el océano: tratando de dormir estirará las piernas por el pasillo donde tropezarán la azafata, el comisario de a bordo, y los chicos que a cada rato correrán al baño. Podría haber sacado pasaje para primera clase, pero no le alcanzó. Podría haber viajado más cómodo, pero no: mejor no pedir plata a su casa, y menos pedir al final del recorrido. Volver como se pueda, sin deberle nada a nadie. O a casi nadie: al destino le debía todo.

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Otro camión regresa vacío. No lo había notado, pero eran dos los camiones. Uno rojo color ladrillo, el otro naranja. ¿Qué marcas? No las distingue. No sabe de camiones. Sabe que hay dos o tres marcas importantes y no mucho más. Le gustaría saber, sí. ¿A quién no? Pero lo que le molesta es el ruido que vuelve a empezar. El brazo de la excavadora amarilla se mete en la tierra, remueve, saca, y modifica un paisaje que el hombre, con una pala de mano, tardaría años en remodelar. Para eso sirven las máquinas, para cambiar rápido lo que al destino le llevaría años. Como los aviones, como su auto que lo tiene prisionero, parado a un costado del camino sin saber qué hacer.

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Puede que no entendiera nada, pero siguieron juntos un tiempo más. Volvieron a trabajar la temporada gastronómica en lugares distintos. Hacían jornadas interminables. 12 horas, a veces 16. Contaban cada Euro y ninguno de sus sueños. Le dijeron a otra pareja que se iban a vivir solos. Hay despedidas que no tienen nostalgia, solo adioses. Compraron los primeros pocos electrodomésticos. Llenaron de cosas inútiles la pieza extra vacía de la que hablaban de vez en cuando: a veces él le preguntaba si no debían alquilársela a alguien, un amigo, un inmigrante, pero Mariana le decía que no con la mirada. Y nada más. Lentamente recuperaron los pequeños viajes en auto. En dos horas estaban en París. Llegaron a Italia —Mariana siempre volvía a Italia, al origen de su familia, a los primos, a la razón del pasaporte comunitario— y soñaron con visitar Praga, Bruselas, Grecia, pero necesitaban más días, más francos, algo parecido a unas vacaciones.

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No podía dejar abandonado un auto a su nombre en España. No podía abandonarlo así porque sí. Había visto, sí, que la gente tiraba cosas buenas a la basura. Así se hizo de sus muebles más grandes, reciclando, apropiándose. Pero dejar un auto abandonado era algo distinto. El que lo encontrara lo podía usar para cualquier cosa. Por eso había tratado de venderlo casi desesperadamente. Incluso intentó regalarlo. Pero nadie lo aceptaba. Lo engorroso de los trámites lo convertía en un regalo indeseable. ¿Qué hacer entonces? Consiguió la dirección de un desarmadero.

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Desguazar también se aplica al amor. O al trabajo. Helarse en al auto ayuda al desguace. También los silencios largos que se hacen de soledades a medida —como el llanto de Mariana en el baño de un hotel en Florencia— ayudan al desguace. El final empezó con la caminata en silencio por Madrid, sin darse la mano, sin rozarse a la hora de dormir en la cama matrimonial que tenía las sábanas más blancas que habían usado durante todo el año. Al regreso de esa pequeña excursión él pidió un aumento de suelto de una manera que su jefe consideró poco menos que escandalosa. Y todo por ganar unos euros más la hora, le gritó mientras lo sujetaban sus compañeros para que no le pegara. A él lo sujetaban, a sus dos metros de altura. Al jefe nadie se animó a ponerle una mano encima.

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El empleado del desguazadero fue claro. Le dijo que limara los números de serie. Él insistió, ¿por qué no se quedaba con el auto? Se lo dejaba de regalo. Pero el empleado fue tajante. Le dijo que se fuera cuánto antes. Podía llegar el patrón y no le gustaban esas cosas. ¿Qué cosas?, quiso saber él, pero no tuvo una respuesta clara. Sí supo que el empleado era marroquí, que había aprendido todo de un tío, que un día había visto a su abuela pequeña morir abrazada a su olla. Las cosas que tenemos no sirven de nada, le dijo el empleado marroquí del desguazadero. Gracias a él —gracias a que hablaron de cosas triviales— supo que tenía que limar el número que se repetía tres veces: en el motor, en el grabado de las ventanillas y en el chasis. Debía borrar todos los números de identificación tatuados en el cuerpo metálico del auto. El empleado le dijo dos veces dónde estaba cada número y aunque él se negó a escucharlo e intentó una vez más regalarle el auto, algo en su interior retuvo con alegría esa información. Limar significaba que podía deshacerse de su pasado con las manos.

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Se sintió un ladrón cuando compró la lima en la ferretería. Pensó que le iban a preguntar para qué la quería pero ni siquiera le hablaron, un hombre tosco le señaló el precio pegado en la barra de la lima y el mismo hombre tosco aceptó el dinero efectivo que no dejaba rastros de la compra. También se sintió un ladrón cuando buscó un descampado para poder limar tranquilo. Paró en una plaza, pero dos viejos sentados en un banco lo miraron inmediatamente. Estacionó detrás de una iglesia pero los santos y las gárgolas le parecieron poco confiables. Finalmente encontró un gran espacio verde en un campo rural donde una máquina excavadora sacaba tierra y cargaba los camiones que se aplastaban con cada pala de tierra. Y ahí se detuvo.

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Se sobresalta cuando alguien le habla. Está reclinado sobre el motor, limando, cuando escucha la voz. Se da vuelta. Los separaban unos tres o cuatro metros. No esconde la lima. Ni siquiera lo piensa. Mira al fondo del terreno la excavadora que se quedó quieta. No hay ningún camión. El hombre que tiene enfrente vuelve a hablar. Le pide agua. Dice que se le cayó la botella helada y se le rompió. Tendría que haberle hecho caso a su mujer y llevar la botella de plástico, pero no, llevó una de vidrio que se le cayó y se rompió. Y ahora tiene sed. Mucha sed. Soy diabético, le dice. Él no sabe qué decir para negarse. Busca en el auto una botella de agua tibia. Se la alcanza. El hombre la agarra casi con desesperación. Manejo aquella excavadora, sabe, le dice el hombre y se toma toda el agua casi de un trago. ¿Qué significa que alguien sea diabético? Él tiene un auto que nadie quiere, ¿qué enfermedad se llama así? El hombre le devuelve la botella, pero él le dice que se la quede. Ve las gotas de transpiración en la frente, los ojos rojos y las manos hinchadas. Ve que en el pie derecho tiene una bota de trabajo y en el izquierdo una sandalia vieja que apenas contiene el talón y los dedos. Mira sus manos. Ve en los guantes que usa para trabajar, además de tierra, pelusas y pequeñas bolitas hechas por roce de la lana. El hombre le dice que va a hacer mucho calor. Que no sabe si no le convendría morirse por el azúcar antes que escuchar los retos de su mujer esa noche. Él le dice que lo entiende. Lo peor es que ella tiene razón, dice el chofer de la excavadora y le sonríe. Él vuelve a mirar el pie en la sandalia y ve que le faltan dos dedos, pero no nota que le hagan caminar mal cuando le da la espalda y las gracias para volver de nuevo a su trabajo. Está a punto de preguntarle qué le pasó en el pie. De preguntarle si duele, si está permitido trabajar así. También piensa que podría ofrecerle el auto, decirle que puede regalárselo si quiere, que es automático: ideal para amputados. Pero no dice nada. Ya limó el primero de los números en el motor. Ya no puede dar marcha atrás, el auto dejó de pertenecerle al mundo cuando borró el primero de los números.

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El camino al aeropuerto se le hace interminable. Antes de abandonar el descampado afloja las patentes para que le sea más fácil sacarlas en el estacionamiento. No quiere perderlas. No quiere tirarlas tampoco. Las afloja un poco, para no perderlas en el último viaje. Antes de subir al auto le hace una seña al hombre en la excavadora pero no logra ver si el hombre le devuelve el saludo. Quizás estás desmayado adentro de la cabina, esperando que vuelvan los camiones y lo salven.

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Todo el tiempo en la autopista piensa que lo van a parar. Que en un control policial le van a hacer levantar el capot. Que en el peaje a la entrada del aeropuerto van a decir que hay algo malo en el auto. Bájese, por favor. Se bajará, derrotado, y confesará de inmediato. No. No tiene que pensar. Tiene que ser un autómata. Sale de la autopista en un barrio que desconoce. Mete la lima en una bolsa y la tira a la basura, después de caminar unas cuadras lejos del auto. Es un delincuente absurdo. Vuelve al auto. Acelera. Cuando se mira en el espejo retrovisor, después de estacionar en el aeropuerto, ve su frente empapada. Podría decir que es diabético, que se siente mal y necesita agua. Se baja. Abre el baúl y saca dos valijas. Es todo lo que le queda de Europa. Eso y los recuerdos, que ocupan un lugar que por un tiempo no sabrá medir. Más adelante quizás sí, como todo lo importante que se debe postergar. Pone las valijas al costado del auto y abre una. Tarda unos pocos segundos en sacar las dos patentes —da un tirón, porque el destornillador para aflojarlas lo limpió de sus huellas y lo dejó en la calle—, las envuelve en una toalla y las mete en la valija más grande. La que despachará. Solo entonces se saca los guantes y ve la sangre. Se lastimó con la lima, o el destornillador. No se dio cuenta, como la mañana en que Mariana se fue. Mira el auto por última vez, quiere olvidarlo, hacer de cuenta que nunca existió, por eso se aleja tan rápido como puede arrastrando el equipaje.

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En el estacionamiento del aeropuerto queda el auto sin patentes, sin números de chasis o motor, y casi sin huellas digitales. Solo un tiempo después —cuando cuenta la historia y para dar veracidad al relato se pone a buscar las patentes y no las encuentra— piensa que parte del riesgo que corrió fue innecesario. Podría haber dejado el auto en una calle cualquiera, o en el mismo descampado de la excavadora. Fue absurdo hacer todo lo que hizo vigilado por las cámaras de seguridad del aeropuerto. Por ese riesgo innecesario durante meses —años— espera un llamado, una comunicación. Por eso durante años se ve así: sentado en el asiento del avión, con las piernas estiradas en el pasillo, con el dolor de la cintura por las 14 horas sin dormir durante el viaje y con el deseo de pasar desapercibido en la multitud que baja del avión, pero sus dos metros de altura delatan su presencia para la policía aeroportuaria, así como lo delata su transpiración, que no es por enfermedad, aunque el miedo, para algunas personas, es la primera manifestación de que algo anda mal. También el recuerdo constante. Lo que le traerá alivio es el olvido, como lo traen las nubes en un día soleado.