Triste y solitario era el vino que trasegaba, acodado al estaño, el gaucho de aspecto brutal que, antes de perderse hacia los rumbos del desierto, me confesó llamarse Agustín Camargo, montonero obligado por amores, teniente del derrotado Juan Saá, capitanejo entre cristianos de los toldos de Mariano Rosas, y amigo del desgraciado apellidado Corro, fugitivo de la justicia, traicionado por 30 denarios y por codiciarle un Judas la mujer.

-Me recuerdo del resero Corro y de su hijo - le dije al hombre- ambos de nombre Miguel. Gente de trabajo y respeto hasta que se desgraciaron con la ley.

Una mano enorme, atravesada de cicatrices, sujetó el vaso recién servido y lo empinó derecho al garguero. Golpeó sobre la tabla el vidrio vacío, como para confirmarme que de esos mismos Migueles hablaba y para que le echara hasta al borde otra ronda más.

De Miguelito era amigo el matrero, que a su decir, aunque no de apariencia, eran de la misma edad. Me refirió que así como él, derrotada la montonera, se mandó para las pampas con los indios de Baigorrita, llegó Corro hasta los toldos de Mariano cuando la revolución lo arrancó de las jaulas en las que lo había encerrado la ley. Le achacaban la muerte de un Juez, aunque no había sido suya sino del padre, que cuando chupaba le daba por los celos y así terminó jodiendo a uno por otro, el viejo Miguel.

Nunca se lamentó, Miguelito, del sacrificar su vida. Sólo se preguntaba, de tanto en tanto, qué hubiera sido si en lugar de rendir bandera con la mujer que le eligieron los padres, se hubiera fugado con la Dolores, niña rica a la que quería, lo mismo que ella lo quería a él. No llegaba a ser lamento, sino apenas indagación, que para imaginarse otras vidas mejores son tan propicias las rondas nocturnas al calor del fuego en el desierto pampa. No lloraba su suerte, no, porque de amores seguía y ella también lo quería.

Acordada las paces entre el Gobierno y los toldos, el comercio con los ranqueles se hizo fluido y la nueva situación le permitió a Miguelito visitar con más frecuencia a su querida, la rubita Dolores, y a la hija de ambos, de nombre Miguela, que por apellido llevaba el de la mujer.

Al momento de desgraciarse, Miguelito se hallaba unido, por ley del hombre y de Dios, con otra hembra de nombre Regina, sin hijos propios ni ajenos, que al decir de las malas lenguas, desde entonces sólo esperaba saberlo muerto para poder cristianizar su nueva yunta con un estanciero de nombre Rafael.

La familia de Regina no era rica como la de la niña Dolores, pero no le faltaban bolivianos como para juntar una bolsa firme con qué tentar las voluntades. Y, sumado lo que daba el estanciero, se presentó con una de esas al carretero Pedro Cancedo, hombre al filo de la vejez, compadre del viejo Corro, que daba refugio a Miguelito cuando se acercaba al poblado y le hacía de mensajero con la mujer.

Todo de todos llega a saberse en estas tierras.

De los tratos con Dolores, y de su larga viudez, terminó por codiciar la mujer; y, aquí mismito, chupado, lo hizo público más de una vez. Te gusta la rubia, le dijo la otra, y cuánto más has de estar penando tu pobreza y soledad. Dame el santo cuando venga y te quedás vos con esta bolsa y con la mujer.

Llegaron juntos, esa vez, Miguelito Corro y Camargo. Traían para el tráfico algarrobo y cueros de Mariano, lana de Baigorrita y platería de Ramón.

De la llegada del montonero, hacían la vista gorda los milicos en nombre de la paz y de la preferencia de tratar con cristiano antes que con Epumer o Caiomuta, mansos estando sobrios, pero capaces de dar muerte por nada cuando se picaban con el alcohol. Y de beber eran, esos indios, cada vez que se daba la ocasión. Pero con Miguelito era bien distinto el trato, porque le reclamaban como deuda la muerte de un juez. Y no son cosas que perdonen los que se corporizan bajo un techo que para el pobre podrá pasar por injusto, porque importa más tener que ser, pero que no es otra cosa que la letra misma de la ley.

Se culpaba, el fiero Camargo, de no haberle hecho caso al olfato que le sospechó una mala entraña al carretero traidor. Cuando ya se iba de la casa con los indios y la carga, vio que hizo el viejo un fuego humoso de leña húmeda y al poco rato lo apagó. Dejó pasar la mala espina hasta que, llegando desde el norte, vio a diez hombres y sus caballos que galopaban por la huella hacia el morro de Miguel. Camargo ordenó a sus indios que siguieran solos mientras él se ocultaba en el monte para más ver y saber.

Eran cristianos, los que corrían; ninguno uniformado, pero calzando revólver y fusil. Pasaron por entre las mulas cargadas y los indios sin siquiera preguntar quién vive. Los siguió el gaucho a cierta distancia hasta la casa del carretero. La previsión le hizo apearse en el monte y espiar desde una elevación. Lo que vio ahí adentro me lo contó llorando, un gaucho bravo, brutal, como era él: el carretero forcejeaba lúbrico con la rubia que intentaba, sin soltar a su hijita, interponerse a la golpiza que entre diez le propinaban a Miguel; y estiraba éste los brazos hacia ellas, en lugar de cubrirse, como si quisiera aferrarse, en los últimos segundos en este mundo, al amor de su hija y de su mujer.

Apuró el paso hasta el borde mismo del rancho. Vio que al amigo muerto o medio muerto lo remataba de un tiro en la cabeza el que parecía el jefe: el más viejo, el más ricamente ataviado, el más cruel. Entre dos levantaron y cargaron el cuerpo sobre un pingo. Se lo devolvemos a la ley, dijo el viejo, y tiró a los pies del carretero una bolsa de monedas que reventó al caer. Las monedas se mezclaron con la sangre y los sesos que enchastraban el piso. Te lo manda mi mujer, dijo el hombre con desprecio, y se fue.

Tenía, Camargo, un revólver de seis tiros y en la cintura el facón; nada podía contra diez fusiles que podían hacerle tiro a la vez. Los dejó irse. Pero adentro seguía el Judas, y a éste sí lo ajustició sin piedad cuando, apenas muerto al que llamaba ahijado, intentaba montarle la mujer.

Lo apuñaló por la espalda sin que el otro supiera quién, dónde, ni por qué.

-No merecía otra muerte más que ésa un traidor como él -me dijo el gaucho Camargo y yo se lo acepté.

Con las botas en el estribo y antes de espolear el pingo, me encomendó que, si de casual pasaban milicos, les refiriera estas malas para su compadre, el coronel del fuerte Sarmiento, que de aseguro las querría saber. Le dije que así le haría, pero fue mi promesa quedándose en el tiempo y no me la recordé hasta ahora, que habiendo los Roca traicionado la paz y arrasado lo que quedaba de los toldos del ranquel, lo vi pasar de vuelta, envejecido pero todavía recio, al teniente Agustín Camargo. Llevaba revólver, lanza y fusil. Me saludó sin apearse, sujetando con la diestra el ala frontal del sombrero. Lo vi alejarse, lento y tranquilo, rumbeando hacia la estancia del que años ha dio muerte terrible a su amigo, el gaucho desgraciado de nombre Miguel.