CONTRATAPA

Cecilia Cepeda, condenada a muerte

 Por José Pablo Feinmann

Cecilia Cepeda no se llama Cecilia Cepeda. Es su nombre artístico. El verdadero, nadie lo sabe. Sospechan –los mal pensados– que ha de ser tano o gallego. Eso dicen: tano o gallego. Que es como decir “grasa”. Porque Cecilia Cepeda no da Cepeda. Cepeda, para ella, es demasiado fino. Y ella, de fina, poco. Lo suyo es la contundencia, la estética de la exageración. Su público, que suma legiones, la ama así. Ella no necesita ser otra cosa para que la amen porque la aman como es. Cecilia Cepeda es la reina de la televisión de Argentia, un país del sur que dice ser la capital cultural de América latina, pero muchos sospechan que no. Si lo fuera, ¿tanto amaría su pueblo a Cecilia Cepeda? Transforman en oro todo lo que en ella es otra cosa. Cualquier otra cosa pero no oro. Si es tosca, dicen que eso, en ella, es desenfado. Si habla mal, es porque se le atragantan las palabras, de tantas que tiene para decirle a su público, al que ama. Si acumula amantes a los que luego tira a la calle es porque no tiene suerte en el amor, la pobre. Si es gorda es porque es auténtica. Si es bizca, le queda bien. Si trata mal a su equipo es para formarlos, porque sólo el rigor educa. Para qué seguir. Ama y es amada. Su público ve en ella la alegría, el triunfo en la vida, el derroche gozoso, el lenguaje del pueblo, la sinceridad, la luz que sólo los poderosos despiden, y el amor. Porque ella ama a todos. Y para ella todos son bellos y hasta más que bellos, divinos les dice. Tiene un corazón enorme, expansivo. Ama tan desmedidamente a sus perritos que, si no fuera por lo tanto que se debe a su público, viviría para ellos. Cierta vez –quién podría olvidarlo– uno de ellos murió y fue como si se decretara duelo nacional: nadie se presentó a trabajar y todos la acompañaron al cementerio y lloraron con ella. Ella, de luto, con anteojos negros, con pañuelo blanco en la nariz, despidió al animalito con tres o cuatro ladridos que impresionaron a todos. Fue como oírlo al pequeño una vez más, ya que el bichito era parte de su programa, bailaba en dos patitas, correteaba entre los bailarines, y hasta un día, de vivaracho que era, le meó un zapato a la diva, que lo mandó a la puta madre que te parió animal de mierda con una gracia que deleitó a todos. Sin embargo, el revoltoso bichito no volvió a aparecer en cámara.

Cecilia Cepeda se desplaza en un Mercedes Benz rosa que conduce uno de sus sirvientes más fieles: Miguelito Cantarelli. Ella, que ama a todos, aún más, como si algo así fuera posible, lo ama a él. Con Miguelito han recorrido el mundo, con Miguelito han escuchado la música que ella ama: Pat Boone, Bobby Darin, Frankie Avalon, los cantantes que la marcaron en su infancia o tal vez ya en su adolescencia, con Miguelito han hecho fiestas locas, posmodernas (palabra que Miguelito le enseñó), con esos adorables amigos de Miguelito, tiernos gays que pintan sus cuerpos de dorado, que bailan como demonios o como ángeles, siempre maravillosamente, y que ella recibe con dulzura, con su sonrisa de enormes dientes, baila toda la noche con ellos, se embriaga con ellos, se harta de ellos y al amanecer los echa apelando a sus gritos más roncos y más toscos y a ciertas expresiones inusuales: mariquitas, invertidos, petiteros putos del Petit Café, comilones, marcha atrás y otras definiciones del viejo pasado que –más que ofender a los bailarines gay, que se retiran sin más– revelan la lejanía de ideas que en ella aún permanecen, obstinadamente.

Un día, Miguelito la deja en la puerta de su mansión en la banlieue de Baires y ella, olvidadiza, le confiesa: “Hoy pasamos por Piaf y vi un vestido de noche divino, divino. Vos ibas muy rápido, tonto. Y no pude detenerte y comprarlo. Andá vos. Es uno negro, escotado y extra large”. Le da 20.000 dólares. “Con lo que te sobre comprá dos botellas de Chivas. Me compré todas las temporadas de 24. ¿Sabes, Miguelito? Siempre que Jack Bauer tortura a alguien tengo un orgasmo.” Esa noche, Miguelito no vuelve. A la mañana lo encuentran muerto en un lugar poco elegante de Berazategui, zona suburbana de por sí no muy fina. Miguelito tiene la garganta cortada de lado a lado. Y de los 20.000 dólares, nada. Aquí empieza la etapa fundamental en la vida de Cecilia Cepeda. Enloquece acaso. Pero enloquecer por una causa justa, ¿es enloquecer? Piénsenlo. Muerto Miguelito, Cecilia (luego de anunciar en los diarios que ese día dirá en su programa palabras de importancia nacional) las dice: “Lo que falta en este país es el castigo que la Biblia nos enseña. ojo por ojo, diente por diente. Miguelito Cantarelli está muerto. Su asesino, vive. Pero no bastará con atraparlo. Debe morir. Amores míos, divinos de mi corazón, seamos sinceros: ¿no debe morir el que mata? ¿No debe recibir el mismo castigo que él ha propinado? ¡Sí, digamos sí! Vayamos a nuestra Plaza Mayor y en la cara vacilante de este Gobierno cobarde pidamos: ¡Muerte al que mata!”. Y entonces (¡oh, entonces!) Cecilia arriesga su apuesta más temeraria. Lo hace porque es valiente. Porque se atreve a asumir para sí lo que pide para otros. Ella, que nada tiene que ver con el común de la pobre gente, se incluye en ese mundo, se pone a la altura de los miserables mortales, y acepta compartir los riesgos de todos. ¡Sublime, exclaman sus devotos, sublime! Porque Cecilia Cepeda dice: “Oigan bien, mis amores. Escuchen mis palabras directrices. Pueblo entero de mi patria. Aun aquellos pocos que no se ven mi programa, y que ya lo verán. ¡Si yo, Cecilia Cepeda, matara a alguien, porque la vida es compleja y nadie sabe en qué encrucijada del destino puede hallar su perdición, exijo para mí la pena de muerte! Así como exijo al Parlamento su inmediata promulgación. Basta de farsas. El que mata, muere. Si el que mata sabe que morirá, ya no habrá más muertes. ¡Vamos, mis amores, mis divinos, recorran las calles de la República y pregonen este credo de paz, de paz social, de amor por los sanos, por los inocentes!”.

Regresa tarde esa noche a su casa. La espera Haroldo Irurzúa, su actual amante. “¿Escuchaste mi sermón?”, pregunta ella, henchida de orgullo. “Me importa una mierda tu sermón. Te dejo. No te aguanto más.” “Eres impredecible, Haroldo.” “Más de lo que vos pensás. Tengo grabadas todas nuestras maratones sexuales, hetaira insaciable. Si tus divinos llegaran a verlas advertirían lo que eres: una pobre mujer dominada por tus compulsiones sexuales, que te llevan a todo. Más que nada a la impudicia.” No es nuevo esto para Cecilia. Le ha pasado con cada amante que tuvo. Siempre recurre al mismo recurso. En general, ha fallado. Tal vez su puntería no sea una de sus virtudes. Pero hoy, furiosa, demente, incapaz de controlar su pulsión de muerte, agarra un sólido cenicero de vidrio compacto, que donde golpea desgarra, donde desgarra lo hace muy adentro, muy profundamente, y si logra hacer esto, mata. Lo tira con una fuerza –digamos– titánica sobre Haroldo Irurzúa. Le acierta en el medio de la frente. Y la cabeza del fogoso amante explota como un misil norteamericano en Irak. Todo el departamento se tiñe de sangre. Cecilia no pierde la calma. ¿O no tiene a su servicio al mejor abogado del país? Lo llama por teléfono. “Cuneo, venite para casa.” Tal vez al surgir el nombre “Cúneo” hayan pensado ustedes en un famoso abogado del imponderable decenio menemista, durante el cual Cecilia Cepeda brilló más que nunca en su vida. Mas no: se trata de otro “Cuneo”. Cuneo Liberatti, acaso amigo o socio del otro, pero no el mismo. Liberatti llega a la casa de Cecilia. Y dice: “Nena, esta vez sí que la embarraste”. “Inútil, sorete petulante, arrugás ante el primer problema verdadero. Sacame de ésta, letrina. Para eso llevo pagándote fortunas durante años.” Cecilia Cepeda va a la cárcel. Ahí la reciben jubilosamente, mas le destinan una celda común. Cerca de ella está el general Videla, a quien Cecilia admira apasionadamente. Sostienen amigables conversaciones. Ella no lo duda: saldrá prestamente de ahí.

Dos días después la visita Cúneo Liberatti. “Cecilia, querida, reconoce que cometiste un asesinato.” “¿Y que? En este país no hay pena de muerte. En dos semanas estoy afuera.” “Lo dudo, mi amor. Admiro tu poder sobre el pueblo argentio. Han hecho de tus palabras un dogma. Han marchado a la Plaza Mayor y le han exigido al Gobierno la pena de muerte. El Gobierno la derivó al Congreso y los congresales, temerosos de ser masacrados por tus furiosos fans, han declarado la pena de muerte.” Cecilia Cepeda –que estaba de pie– se cae de culo sobre la mísera butaca de su celda, a la que casi quiebra. “¿Qué? ¿Me estás tomando el pelo, rata de expedientes que apestan a corrupción?” “No, Cecilia. Es un espectáculo conmovedor. Te son fieles por completo, hasta el final.” “¡Carajo, mi final!” “Tú lo dijiste. ‘Cecilia lo dijo’, claman. Son multitudes, cariño. ‘¡Si yo, Cecilia Cepeda, matara a alguien, exigiría para mí la prueba de muerte’. ¿Dijiste o no dijiste eso, amor?” “¡Me cago, sí!” “Pues bien, ellos exclaman: ‘Lo ha hecho. Ofrece su vida por la más noble de las causas. Ha matado para demostrar su verdad: el que mata tiene que morir. ¡Que muera, Cecilia Cepeda! Muerta la vamos a amar más que nunca. Porque su integridad, su valor, su fidelidad a sí misma, nos deslumbran. ¡Qué ejemplo para este país de corruptos!” Cecilia volvió a enloquecer: “¡Hijos de puta! ¡Brutos! Basura, siempre supe que eran basura. ¿Cómo no iban a ser basura si me seguían a mí?”. Su abogado dijo: “Y hasta la muerte, querida”.

La guillotinaron. Al saber que su perfume predilecto era Ma Griffes N5 dijeron: “Sin duda, se impone la guillotina”. Embalsamaron su cabeza y la pusieron en la entrada del canal de sus éxitos. Pasó a ser uno de los símbolos más puros de este país que no los derrocha. Una mujer que murió por sus convicciones. Nada menos. Dios salve a Cecilia Cepeda. Dios salve a nuestro país capaz de dar al mundo personajes de tan elevada estatura moral.

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