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William Golding, el inglés de las moscas

 Por Juan Sasturain

“Cualquiera de mis contemporáneos que no entienda que el hombre produce maldad
como una abeja produce miel,
debe estar ciego o mal de la cabeza.”

W. G.

Hoy se cumplen cien años del nacimiento de William Golding, novelista inglés, uno de los más importantes –y sin duda que el más original– de los aparecidos en la inmediata segunda posguerra. “Un terremoto en el bosque petrificado de la novela inglesa” dijo Koestler de él. Seguro que allá, y en todo lugar donde quedan lectores despiertos, se lo celebra con todo. Y se lo merece. Como se mereció el Nobel que le dieron en el ’83 –ya veterano–, después de dárselo a García Márquez y antes del ignoto (para nosotros) poeta checo Jaroslav Seifert. Pero aunque no hubiera sido así, seguiría siendo un maestro.

Porque William Golding es, por sobre todas las cosas, el autor de Señor de las moscas, una novela extraordinaria. Acá la conocimos y leímos en 1962 publicada por Minotauro, la editorial de Francisco Porrúa, la misma que tradujo los primeros Bradbury, la misma que nos reveló Soy leyenda de Richard Matheson y otras bellas enormidades. Y al poco tiempo, para reforzar el efecto, llegó la notable película de Peter Brook –el de Marat-Sade y Moderato Cantábile– basada en el libro de Golding, en un blanco y negro ascético y perturbador, a tono con la propuesta de la novela.

La historia de esos chicos ingleses que, en tiempos de la guerra, sobrevivientes de una catástrofe aérea, terminan náufragos en una isla desierta en la que reconstruirán los avatares propios y más sombríos de toda sociedad humana, tiene el doble sostén e interés narrativo de ser, por un lado, un relato de aventuras y, a la vez y sin contradicción, de proponer una no siempre transparente alegoría. Como en Chesterton, la potencia de la literatura, de la prosa magnífica, se imponen a la pretensión acaso excesiva de las ideas en juego.

A ese Golding, nada de la tradición literaria inglesa le resultaba ajeno. Siempre, desde clásicos como The Gulliver Travels de Jonathan Swift y el Robinson Crusoe de Defoe, hasta El admirable Crichton, la comedia de Barrie, y las lúgubres alegorías de Huxley & Co, los escritores de las islas británicas no se han privado en ninguna época de incurrir en la insularidad y el aislamiento más o menos arbitrario o fantástico para hablar de otras o las mismas cosas. Golding fue el último eslabón brillante de esa cadena de ficciones reveladoras.

William Gerald Golding nació el 19 de septiembre de 1911 en St Columb Minor, Cornwall (en el extremo sudoeste de Inglaterra), y creció y se formó en Marlborough, donde su padre, Alec Golding –que se definía socialista y racionalista científico– era profesor de ciencias. A los dieciocho, el joven William fue precisamente a estudiar ciencias naturales en el Braneose College de Oxford, acaso para complacer el más o menos explícito deseo paterno; pero dos años después se pasó a literatura inglesa. Ya escribía, y en 1934 se publica su primer libro, simplemente Poems, que posteriormente repudiaría. Después de trabajar en teatro como actor y productor, casarse y tener hijos, William se dedica largamente a la enseñanza hasta que en diciembre de 1940, durante la guerra y al filo de los treinta años, ingresa a la Marina. Golding comienza su carrera militar en el acorazado Galatea, en el Atlántico norte, y participa –como marinero– en la famosa persecución y destrucción del acorazado alemán Bismarck –de pibes leímos el libro, vimos la película con Kenneth Moore:¡Hundan al Bismarck!–, pero poco después es trasladado a Liverpool para tareas de vigilancia terrestre. En 1943 pide volver al mar y forma parte del apoyo naval durante el desembarco de Normandía en el que estuvo, entre otros, el soldado yankee J. D. Salinger. Una vez finalizada la guerra y de vuelta del mar, experiencias que lo marcarían para siempre, vuelve a sus trabajos de profesor y a la familia. Y sigue un tiempo ahí.

Es decir que, al filo de los cuarenta años, no había arrancado aún el escritor. Es entonces que a comienzos de 1952 comienza a trabajar en una novela titulada Strangers from Within que después de ser rechazada por varios editores –19 (sic) dicen algunos–, es publicada en 1954 por Faber and Faber, la editorial donde famosamente tallaba y elegía T. S. Eliot, con el título de Lord of the Flies, la consabida Señor de las moscas. Y arrasó con todo: con los elogios de la crítica, con la consagración académica, con la popularidad inmediata y perdurable de un clásico moderno, que de eso se trata. Como en el caso de The Catcher in the Rye, casi contemporánea del otro lado del Atlántico, su novela ha sido lectura tácitamente obligatoria de generaciones de jóvenes, desde entonces a hoy.

En los años siguientes publica mucho y se consolida como el mejor narrador de su camada con obras poderosas, cerradas ficciones todas ellas con fuerte pretensión más o menos simbólica, con alusiones a fuentes clásicas, la mitología y el universo cristiano. Si en Señor de las moscas los protagonistas son un grupo de pibes que en una isla desierta se “descivilizan” y retrotraen a la barbarie, en The Inheritors (Los herederos, de 1955, que también leímos en Minotauro) la fábula se invierte y es una tribu de “neanderthales” la que sucumbe ante los violentos “homo sapiens” que fundarán la historia con el predominio de una racionalidad utilitaria y devastadora que llega hasta hoy. Si esas dos novelas iniciales muestran el devenir de sujetos colectivos con desenlaces desesperanzadores para la naturaleza humana, en Pincher Martin (Martín el naúfrago, de 1956) es un solo hombre el que representa la lucha estéril de la inteligencia contra los enemigos naturales, y en Free fall (Caída libre o Caída inexorable, en la edición de Losada), de 1959, de raíz absolutamente camusiana –clarísimo paralelo con La chute–, Sammy Mountjoy es el individuo que cae del estado de gracia. En el fondo, como en Graham Greene, el planteo es siempre ético. Los temas recurrentes: la crueldad innata en el ser humano, los dilemas morales y las reacciones de los individuos sometidas a situaciones extremas. Sin embargo, en esa visión pesimista y a veces apocalíptica de Golding hay margen para algún tipo de salida. Se ha dicho: su tema no es la libertad humana en términos existenciales o racionalistas sino la liberación, la posibilidad recurrente del rescate o la redención.

A esas cuatro novelas de la segunda mitad de la década del cincuenta que le dieron prestigio y lectores consecuentes, seguirían sucesivas obras no menos contundentes durante dos décadas: en 1964 La construcción de la torre (The Spire) y en 1967 La pirámide (The Pyramid), editadas en castellano por Lumen; en 1971 los cuentos reunidos en El dios escorpión (The Scorpion God); en 1979 La oscuridad visible (Darkness Visible) y en 1982 la colección de ensayos A Moving Target (Un blanco móvil), obra previa a la obtención del Premio Nobel al año siguiente.

Precisamente, la Academia justificó así su veredicto, tras compararlo con Herman Melville: “Las novelas e historias de William Golding no son sólo sombrías enseñanzas morales u oscuros mitos sobre el mal y las fuerzas de traición y destrucción. También son relatos llenos de aventuras y color que pueden ser disfrutados como tales, por su alegre narrativa, inventiva y emoción. Sus obras, con la perspicacia de la narrativa realista, y la diversidad y universalidad del mito, iluminan la condición humana del mundo actual”.

William Golding siguió escribiendo, ganando premios, condecoraciones y lectores y dejando marca en la narrativa y el alma del siglo veinte hasta el final. Hay amigos míos que lo vieron, ya Caballero de la Reina y Premio Nobel, en la Feria de Guadalajara –un viejito indudablemente inglés, sentado solo, en un costado, olvidado por el tumulto– y le pidieron emocionados autógrafos.

Murió a los 81 años, el 19 de junio de 1993, en la misma Cornwall donde había nacido.

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