CONTRATAPA

La Moncloa, la grieta, el modelo

 Por Mario Wainfeld

Brasil 2014 viene siendo el sueño de los dialoguistas y los “republicanos”. Priman los consensos, los diagnósticos compartidos. El espíritu de la Moncloa recorre el planeta y la Patria Grande: es un mundialazo, el mejor desde hace mucho tiempo, hubo grandes partidos, se lucen los eximios goleadores.

El cuadro general, lástima, fue afeado por la insinuación de la grieta, esa tendencia divisiva fatal que tenemos, cuándo no, los argentinos. La grieta brotó antes del partido con Bosnia, es una discusión sobre el modelo. Táctico-futbolístico, se entiende... pero las discusiones sobre el modelo ponen en vilo a la sociedad. Alejandro Sabella, el DT melanco, propugnaba un esquema neo-con, con cinco en el fondo. Lionel Messi y los cracks del equipo querían vivir con lo nuestro, idiosincrasia que incluye internarse en el riesgo permanente. Cuatro fantásticos arriba y lo demás se dará por añadidura.

El neoconservadurismo futbolero, como el otro, decepcionó en la cancha. Desde el segundo tiempo contra los bosnios se jugó como quiere Messi, que conjuga con las mayorías. Un modelo popular por antonomasia, pongámosle. No decimos “nacional y popular” para no azuzar las divisiones y para no inmiscuirnos en las competencias del secretario Ricardo Forster.

Pero hete aquí que ayer jugó el equipo deseado, la enseña que Lío nos legó. Y fue un castigo verlo. Lento hasta la exasperación, con jugadores paraditos, atornillados, clavados en línea como si fueran de metegol. ¡Sombra terrible de Campanella, voy a evocarte!

¿Qué hacer, entonces, si lo mejor

deseable no funcionó? En materia política, que el cronista trilla más, la respuesta es sencilla: hay que acudir a una teoría conspirativa. La conspiración es una explicación con rating garantizado a priori. Claro que en este caso no es fácil dar con un culpable, aunque no haya pruebas. Las teorías conspirativas no son tan exigentes. No requieren pruebas sino una mínima consistencia discursiva ya que la buena voluntad del auditorio hace el resto del trabajo.

Los referís son sospechosos de siempre. Pero éste, aunque fue un poco pasivo ante las primeras patadas de los iraníes, mayormente nos favoreció. Se salteó un penal que, comparado con el que le dieron a Brasil contra Croacia, podía calificarse de homicidio.

Los iraníes, el rival, están para contrariar. Irán, sugiero, es lo más parecido que se vio por ahora en Brasil a un equipo del torneo de AFA. Armó dos partidos aburridos. En el que era parejo no jugó a nada. Contra Argentina se colocó en postura defensiva y jugó a aprovechar sus errores. Creció cuando el protagonista defeccionó. Un equipo mezquino, especulador, que pegó bastante... y pudo ganar. Equipos parásitos que no pasarán a la historia ni ayudan a generar buenos espectáculos. Pero de ahí a culparlos de la pálida performance nuestra hay un abismo.

La hipótesis que propongo es que alguien se vengó del famoso bidón de Bilardo, aquel en el que puso un purgante o algo así para que tomara Branco, un buen jugador de Brasil. A Argentina, según me confirman seis fuentes diferentes que no puedo revelar, la sedaron. Los jugadores entraron abotagados y el mismo Sabella se atorraba en el banco. Esa es la única explicación admisible para que no metiera ¡un cambio! hasta que faltaran menos de quince minutos.

Por suerte, Messi se espabiló justo a tiempo (había tenido un par de raptos de lucidez mientras deambulaba por la cancha) y metió un gol de su marca. Pero, ojo, que la sinarquía sigue activa y que si seguimos jugando así estamos en peligro.

Mejor que la teoría conspirativa sea certera porque de lo contrario habría que preguntarse por qué la Selección es uno de los equipos más lentejas del torneo, acaso el que menos triangula, aquel cuyos jugadores ofrecen menos opciones de pase al desdichado que lleva la pelota.

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La fantasía de una táctica bien ofensiva desde ya contiene la hipótesis de goles que sólo Messi pudo hacer. Viene cumpliendo, con lujo: en dos fechas, metió más goles que en los mundiales anteriores, sin mejorar el desempeño de 2010. Pero “el modelo” presupone que Argentina tiene que clavar uno o dos goles más. Tarea que, en principio, corresponde al Pipita Higuaín, al Kun Agüero y a Di María. Otra hipótesis conspirativa, de la que me informan sólo tres fuentes (una de Olivos, una de la opo y otra del establishment): los tres mosqueteros que rodean a Messi han sido reemplazados por clones imperfectos. Sombra terrible del Golem, voy a evocarte.

En cambio, dos jugadores modestos estuvieron por encima de las expectativas y fueron lo mejorcito en los noventa y tantos minutos que casi no importan, dado el desenlace. El pibe Marcos Rojo desafió la conducta colectiva: se movió con ambición y sin fatiga. Corrió todo el tiempo, anticipó, pasó al ataque, hasta cabeceó pasablemente un par de corners. Trató de armar tándem con Di María quien (¿otra vez la grieta?) estuvo poco dialoguista para lo que es su praxis.

Sergio Romero volvió a atajar como arquero de un equipo con pretensiones, al que le llegan pocas veces. Hay tres o cuatro jugadas cruciales, se deben sacar todas. El lo hizo, salvó nuevamente dos goles. Puesto a señalarle un detalle a quien fue casi héroe, sospecho que Romero desconoce la reglamentación del fútbol. Esta prohíbe que los arqueros tomen la pelota con las manos sólo si media un pase de un compañero. Pero aprisionarla está permitido en general y es aconsejable a menudo. Romero parece estar desprevenido y tiende a rechazarlas todas. Como tiene mucha práctica lo hace bien: con fuerza, elevando la pelota, mandándola a los costados y lejos. De cualquier manera, no estará mal meterle pinzas al balón, cuando viene a cuento.

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Ponerle una clasificación numérica a una película, una obra de teatro o a la performance de los jugadores es un incordio del periodismo. Uno, por suerte, está exento. Pero no deja de preguntarse cómo se calificaría a Messi. No jugó bien, tuvo lagunas equiparables a mares, fue el autor intelectual de un esquema que no funcionó. A la vez, ganó el partido y la clasificación, con una pepa como sólo él puede hacer. Dejemos el intríngulis a otros y pensemos en el curioso liderazgo de Messi.

No es el típico caudillo o gran jugador que “se pone el equipo al hombro”, quien con garra o calidad empuja a sus compañeros. Diego Maradona aunaba las dos condiciones. Sus pares no estaban pendientes de sus estados de ánimo, ya que les bastaba ser arrastrados por él.

El hincha argentino aplaude a los jugadores de gran garra (aunque no sean exquisitos como el Diego). A aquellos que aprietan los dientes y corren a tirar un out ball como si estuvieran desembarcando en Malvinas. Nadie espera algo así de Messi, más vale. Lo suyo es jugar a la pelota, tanto como se pueda, sin alharaca ni gestos pasionales.

Quienes lo acompañan, según sus propias declaraciones, anhelan que el líder esté cómodo, contento, predispuesto. Tienen sus razones materiales, Belo Horizonte fue testigo de un ejemplo extremo. Messi solo te gana un partido, aun uno tan flojo como el de ese mediodía.

Así que seguiremos penando o alguna vez gozando. Hay que bancar el modelo, aun en momentos de baja intensidad. No porque sea perfecto, sino porque no hay nada mejor en oferta. Hablo de fútbol, en esta ocasión.

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Volvamos al mundialazo, exploremos algunos motivos más allá de los números. Todos hablan mal de nuestro fútbol cotidiano y de la subcultura que lo entorna. España hizo papelón, llegó su fin de ciclo. Inglaterra, un equipo tan interesante arriba como ingenuo atrás, también pegó la vuelta. Dos monarquías decadentes fueron vencidas, buena nueva para la flaqueante democracia europea.

Pero hablemos de fútbol: esos y otros perdedores no les pegaron a sus contrincantes, no se dedicaron a “llorar” offsides o corners mal cobrados como se hace por acá. No armaron pelea al terminar. Los que van ganando, en promedio, no hacen tiempo.

El fanatismo futbolístico es una realidad y nadie está exento. Pero se ha puesto demasiado de moda exaltar los desbordes, construir una narrativa que sólo celebra ganar de mala fe, colgarse del travesaño, acusar a los linesmen. Ese relato cierra con una idea que el Mundial viene refutando a diario: no tiene gracia ver partidos si uno no es hincha o hasta hincha fanático. Lo va desmintiendo, albricias, el goce que produjeron partidos enteros o carradas de goles. Recuerdo una vieja nota de Osvaldo Ardizzone tras un gran partido de Hungría en el Londres ’66. “Yo soy húngaro, todos somos húngaros”, escribía el tipo que nada tenía de húngaro. Lo evoqué mientras gritaba solo en el living de casa el gol que le hizo Robben a Iker Casillas después de tenerlo gateando por el piso. El cronista, por cierto, no es holandés y dispensa cero empatía a la reina Máxima Zorreguieta.

Buen juego, despliegue, alegría, golazos. Que siga la fiesta. Y que Argentina, que por ahora sólo aportó el último rubro, se vaya sumando. Si se espabila tiene con qué, creemos y queremos creer.

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Imagen: Télam
 

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