CONTRATAPA

Homo Bioy

 Por Rodrigo Fresán

Desde Barcelona

UNO Si Rodríguez fuese escritor y argentino andaría por ahí, metiéndose en problemas, diciendo que a él Bioy le gusta más que Borges. Y más que Cortázar. Y que Bioy–ese apellido/sonido mitad dandy y mitad sci-fi– es como el eslabón perdido entre uno y otro: la disciplinada y excelsa mecánica de la trama de Borges fundiéndose con el calor sentimental y juguetón de Cortázar. Y que por algo será que Bioy aparece en dos de sus relatos favoritos de Borges y de Cortázar, en “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius” y en “Diario para un cuento”. Y que Bioy es mucho mejor que ambos a la hora de escribir mujeres y amores. Y que ese eufemismo tan suyo, “durmió una siesta”, que esconde, en realidad, todo lo contrario: ojos bien abiertos, sábanas desordenadas, la mejor hora para acostarse bien acompañado aunque uno se sienta tan solo. Y que “Come en casa Borges” debería imprimirse en postales y posters y camisetas. Y que Bioy es para él el único que ha explicado satisfactoriamente –en “En memoria de Paulina” y “Los milagros no se recuperan”– la naturaleza celosa y tímida de un fantasma. Y que Bioy –en tierra de novelas nacionales atomizadas, donde el cuento es el género rey– es el autor de la Gran Novela Argentina: El sueño de los héroes, narrando el año de una novela intentando recordar el olvido del cuento de una noche de carnaval. Y que en el epifánico final de La invención de Morel cabe –y sobra espacio– toda la obra de casi todos sus hermanos de tinta.

Pero Rodríguez no es escritor ni argentino. Así que lo que piensa y no va a escribir Rodríguez –entre los artificiosos fuegos artificiales del centenario– es aquel tiempo cada vez más lejano en almanaques pero siempre cercano en su memoria. La breve era en la que él casi fue argentino en Buenos Aires, y quiso ponerlo todo por escrito, y estuvo (y sigue estando) tan enamorado de una mujer argentina que quería ser personaje de Bioy.

DOS Así, en otro milenio, a principios de los ’80, Rodríguez llega a Buenos Aires como beneficiario de uno de esos programas domésticos de intercambio entre familiares de apellido Rodríguez. Allí conoce a su prima, la hermosa y tantas veces aquí invocada Mirta Rodríguez quien, al principio, “no le da bola” porque su idea había sido la de viajar ella, a Madrid y no a Barcelona, a vivir la Movida y todo eso. Pero enseguida se llevan bien. Mirta lo presenta como “mi número primo”. Y él se enamora primorosamente de ella, quien no deja de atraer chicos a su alrededor. Y chicas también. Porque Mirta es una de esas hembras magnéticas, una máquina de seducir y fascinar sin hacer el menor esfuerzo. Mirta –quien comanda un grupo de amigas que se hacen llamar Las Intelectualoides– es una definitiva y fatal Hembra Bioy. Y Mirta no se cansa de repetir que ella no quiere ser la gótica Alejandra Vidal Olmos ni la bohemia Maga. No: ella quiere ser la insular Faustine. O la playera Hilda. O la enmascarada Clara. O la repetitiva Lucía Vermehren. O la perra de Diana. O la iracunda Milena. O el espectro de aeropuerto de Carmen Silveyra. O la celada Paulina. Mujeres para mirar que no dudan en acomodarse al “destino seráfico” de contemplarlas. A Mirta le gustan las mujeres de Bioy y, está segura, a Bioy le gustaría ella a la hora de la siesta. Así que Mirta obliga a vigilar la casa de Bioy. A veces lo ven entrar y salir. Y Bioy le sonríe a Mirta y Mirta le sonríe a Bioy. Y Rodríguez, seráfico, los contempla a ambos, como si fuese un náufrago que se ha colado en una fiesta ajena pero a la que, por designio de vientos y mareas, ha sido invitado para registrarlo todo, para informárselo a los demás. Rodríguez no demora en descubrir que si Mirta sólo desea ser una Hembra Bioy a él, en los planos de esa invención, no le queda otra que ser un mecánico y autómata Hombre Bioy. El telón sobre el que se proyectan las Hembras Bioy. Un afanoso aparato que no deja de funcionar, que no quiere apagarse; porque mejor eso que tener que irse, que dejar de verla.

TRES Cuando no están asediando el ángulo de la casona de departamentos en la que vive Bioy, Mirta arrastra a Rodríguez a las alturas de un cine en un noveno piso donde proyectan seguido una película francesa supuestamente inspirada por La invención de Morel. A Rodríguez le gusta la idea de subir al cielo para alcanzar un film. Mirta le cuenta a Rodríguez que Bioy dijo que “Estoy dispuesto a esperar el fin del mundo sentado en la sala de un cinematógrafo”. Y Rodríguez es feliz allí, en la oscuridad, creyéndose el último hombre en la Tierra junto a la última mujer, mientras en la pantallas una nouvelle femme hermosa y emplumada repite siempre las mismas frases paseando por jardines de geometría implacable y salones de fiesta crepusculares. Una de esas tardes, Rodríguez se atreve a tomar la mano de Mirta y le da un beso en la boca pero, mientras se lo da –los besos, aunque parezca lo contrario, nunca son avenidas de dos direcciones– se da cuenta de que en realidad es él quien lo recibe. Que Mirta no lo está besando a él, sino a la ilusión de sentirse una Hembra Bioy hasta que se enciendan las luces y haya que descender en ascensor hasta las profundidades de la superficie de la realidad donde no hay besos, donde para Rodríguez ese beso volverá a ser sueño, prodigio, aventura, invención.

CUATRO Si Rodríguez fuese un escritor argentino se habría ido de ahí, de ese país, para enterarse a los pocos meses de que Mirta había “desaparecido”, que “estaba embarazada de un compañero” y que “algo habrían hecho”. Y acabar escribiéndolo, claro. Pero Rodríguez no es escritor ni argentino y –en lugar de regalarle a su prima un destino de santa testimonial y crónica y poética, de Poe– se conforma con lo que en realidad pasó. Algo mucho menos épico pero más digno de una indigna dimensión donde La invención de Morel se menciona como inspiración de videogames; o parece latir en el melancólico fin del mundo de un danés que por una vez no busca escandalizar, sino que encuentra el conmover; o flota en una serie tonta y perdida que, por suerte, se acabó y ya casi nadie habla de ella. No: lo que sucedió –un final de principios muy Bioy; porque Rodríguez no ha dejado de verla, desde entonces, con el pelo siempre mojado, en todas partes– es que, a los pocos meses de que Rodríguez volviese a su adolescencia en Barcelona, Mirta “se escapó” con sus amigas a una playa de Brasil. Y allí se ahogó. Y su cuerpo nunca fue recuperado. Rodríguez no se acuerda de qué sintió entonces, al enterarse; pero sí de lo que sigue sintiendo ahora mismo, y mañana, y en un infinito sin tiempo tan Bioy.

CINCO Ahora se festejan los cien años del nacimiento de Bioy a los que, piensa Rodríguez, mejor celebrarlos como apenas otro de sus cumpleaños. Bioy –consta en entrevistas y hasta en casi últimas palabras– no se quería morir. Nunca. Le parecía un despropósito. Mala educación.

Hágase su voluntad recuperando el milagro de leerlo (mucho mejor homenaje que el insuficiente gesto de ponerle su nombre a dos calles muy cortas, en Madrid y en Buenos Aires; cuando habría que ponérselo a una isla) y así revivámoslo entrándolo en el cielo de nuestra conciencia.

Será –no para con Bioy, sino para con no-sotros mismos– un acto piadoso.

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