CONTRATAPA

Descansa en paz, Holly G

 Por Juan Forn

Por esas casualidades de la vida, yo leí Desayuno en Tiffany’s sin haber visto antes la película. Ya en aquellos años de cinco canales, previos al cable, la pasaban seguido por la televisión, pero yo no la pesqué nunca, y la edición en que leí el libro (que tengo hasta el día de hoy) era uno de esos Libro Amigo de Bruguera que salían quincenalmente en quioscos, tapa dura, enteramente tipográfica, sólo traían el título y el nombre del autor en toscas letras negras, sin ilustración ni foto de ninguna especie, así que debo de haber sido el único en el mundo en esa época (principios de 1981, según mis cálculos) que no vio la hermosa cara de Audrey Hepburn cuando Truman Capote hacía entrar en escena en su novela a la irrepetible Holly Golightly.

Para mí, Holly era rubia. Capote lo decía bien claro en el libro: “La mezcolanza de colores de su pelo de muchacho, los leonados mechones que iban del albino al dorado captaban toda la luz del rellano. A pesar de su exquisita flacura tenía el aire saludable de los cereales del desayuno, esa frescura limpia que huele a limón. Le calculé entre dieciséis y treinta años; resultó que estaba a dos meses de cumplir los diecinueve”.

Yo ya era un grandulón de veintiún años cuando leí Desayuno en Tiffany’s, pero me caía en las manos una novela con un buen personaje femenino y me enamoraba como un preadolescente. Trabajaba de cadete en Emecé y pateaba las calles de Buenos Aires con una pregunta constante en mi cabeza: ¿encontraría a La Maga? Confieso que siempre me gustaron más las morochas que las rubias, pero cuando leí Desayuno en Tiffany’s, cuando llegué en estado de enamoramiento terminal a la última página del libro, a esa postal que Holly le manda a Truman, garabateada en lápiz y firmada con un beso de rouge (“Brasil salvaje pero Buenos Aires mejor: no es Tiffany’s pero casi. Unida por la cadera a un señor divino. Buscando lugar dónde vivir. Señor tiene esposa y siete hijos. Haré saber dirección adonde escribirme cuando la sepa”), empecé a buscar como un poseso a Holly Golightly en todas las rubias que me pasaban cerca por la calle, para no hablar de mis febriles ensoñaciones nocturnas.

En esa época las agencias literarias mandaban una o dos veces al mes a las editoriales pilas de novelas en inglés y francés, de las cuales se seleccionaba cuáles traducir. Cada libro venía con un dossier de críticas fotocopiado donde a veces se colaba algún reportaje al autor. Yo husmeaba en todos los paquetes que llegaban y cuando encontraba algo tentador lo pedía para hacer el informe de lectura (Emecé tenía un comité de lectores, que era el primer filtro antes de que los jefazos decidieran qué libro traducir). En uno de esos paquetes llegó un día Música para camaleones, el nuevo libro de Capote. El ejemplar debía partir directo al traductor porque el libro ya venía contratado, pero a mí me dio tanta bronca la urgencia que, cuando fui a entregarlo, me hice el distraído y me guardé el abultado dossier de prensa, que devoré en una noche y al día siguiente bien temprano dejé convenientemente olvidado en el escritorio de una de las secretarias.

En aquel dossier venía un reportaje donde Truman contaba que, cuando Hollywood compró los derechos de Desayuno en Tiffany’s para hacer la película, él puso como condición que Marilyn Monroe hiciera de Holly Golightly (“No tengo nada contra Audrey, es una buena amiga, pero Marilyn estaba hecha para el papel. Fue el imbécil de Lee Strasberg que la convenció de que no era momento en su carrera de hacer de call-girl”). En aquel dossier venía también una fotocopia de dos páginas de la revista Interview de Andy Warhol, donde Truman contaba su último encuentro con Marilyn, esa maravilla titulada “Una hermosa niña” (“A beautiful child”). Se acuerdan: Truman y Marilyn van a un velorio en Manhattan, ninguno de los dos soporta el clima fúnebre y escapan a un bar, se toman dos botellas de champagne, Truman tiene que rescatar a Marilyn del baño, se suben a un taxi que los deja en los muelles, hay viento, gaviotas, sirenas lejanas, hay olor a otro país. Marilyn está de cara al río con la melena al viento y de pronto le dice a Truman: “Si te preguntaran cómo era yo, cómo era en realidad, ¿qué dirías?” El podría haberle contestado: Desayuno en Tiffany’s. Pero en cambio dice: “Yo sólo quería alzar la voz por encima de las gaviotas y preguntarle, Marilyn, Marilyn, ¿por qué todo tuvo que salir así? ¿Por qué es una mierda esta vida?”

Warhol había mandado ilustrar la nota en la revista con una vieja foto de Marilyn y Truman bailando, que al principio me pareció de una malignidad inexplicable y después, a medida que leía la nota, se me fue haciendo más y más elocuente: ella espléndida en curvilíneo traje de noche negro, él enano, sudoroso, con anteojos e imperdonable traje gris, siguiendo el paso con torpeza, sin saber siquiera cómo sostenerle la mano. Ahí están incuestionablemente Holly y su creador, aunque para el resto del mundo sea inseparable el nombre Holly Golightly de la cara de Audrey Hepburn, y su melenita recogida, y el collar de perlas, el vestidito negro y la boquilla larga de la que humea lánguido un cigarrillo.

Toda la extraordinaria tensión debajo del encanto infeccioso de Desayuno en Ti- ffany’s está, para mí, en esa foto, como escrito en letras catástrofe: miren esta maravilla, se va a romper, no hay manera de sostenerla, no hay cómo impedirlo. Ya en el principio de la novela se lo advertía al joven Truman el veterano OJ Berman, el agente que había intentado en vano hacer triunfar a Holly en Hollywood: “Esta chica es malas noticias, de la clase que te enteras por los diarios que terminó en el fondo de un frasco de Seconal”.

Audrey Hepburn no parecía necesitar nada, no era quebradiza, no había sido pobre, no tenía adentro ni un miligramo de “ese estigma del huérfano espiritual, que no confía demasiado en nadie, pero trata desesperadamente de agradar a todos, y por eso nosotros, su público, nos sentimos halagados y excitados ante ella, porque nada desarma más que una persona muy famosa que pide que se le tenga compasión”. Prueben poner en boca de ella y después de Marilyn las siguientes palabras de Holly Golightly: “A cualquiera que te dio confianza le debes mucho”. O: “Estoy asustada de no saber lo que es mío hasta que me haya librado de él”. O: “Prométeme que no vas poner nunca nada vivo adentro”, cuando le regala a Truman la absurda jaula en forma de pagoda que habían visto juntos en una vidriera.

Como bien sabemos hoy, no fueron de Seconal sino de Nembutal las pastillas que tomó Marilyn para suicidarse. Truman eligió no describir esa escena, demasiado parecida a la que le esperaba a él mismo unos años después, en esa puta ciudad. El que sí la describió fue el cura-poeta nicaragüense Ernesto Cardenal. Estaba en la librería City Lights de San Francisco, visitando a sus amigos beatniks, cuando dieron la noticia por la radio. Truman detestaba a los beatniks, y dudo de que frecuentara la poesía nicaragüense, así que es improbable que haya leído lo que escribió el cura Cardenal: “Tenía hambre de amor y le ofrecimos tranquilizantes. / Para la tristeza de no ser santa, le recomendamos psicoanálisis. / La encontraron muerta en su cama, con la mano en el teléfono. / Los detectives no dijeron a quién intentaba llamar. / Quienquiera haya sido, Señor, contesta Tú el teléfono”.

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