EL PAíS › OPINION

Cultura y lucha política

 Por Washington Uranga

Mucho se ha dicho sobre el relato vinculado a la política. A favor y en contra. Para criticar al oponente o para defender lo propio. Es evidente que más allá de las especulaciones toda acción política necesita de un relato. Pero éste no es más que una parte –seguramente importante, pero apenas una parte– de la cultura, entendida ésta como una realidad mucho más compleja y amplia que abarca el conocimiento, las creencias, también las normas, la moral, las costumbres y todos los hábitos y habilidades adquiridos por el sujeto como parte de una sociedad que lo contiene. Por ese mismo motivo, la cultura es un escenario de lucha política y simbólica por el poder.

Siendo importante, limitar la disputa apenas al relato –entendido como una forma de narrar los acontecimientos políticos desde una determinada perspectiva– puede inducir a una simplificación y distraer de las cuestiones de fondo. Detrás de cada relato hay una manera de entender el mundo, principios, valores, una forma de comprender los derechos y, sobre todo, una concepción del sujeto que vive en sociedad y de las relaciones que se establecen en la comunidad. La cultura no puede entenderse apenas como las artes, el espectáculo o las ciencias, un reduccionismo pretendido por cierta mirada liberal. La cultura es la forma de ser y estar en el mundo.

El macrismo se presenta a sí mismo con la pretensión de introducir un cambio cultural. Lo dicen sus voceros oficiales y lo reafirman los periodistas que actúan como tales.

¿Cuáles son entonces algunos de los puntos que pueden ser centrales pero no únicos de ese cambio cultural propuesto?

- La democracia. Puede afirmarse que la democracia es una forma de organización social y de gobierno que se apoya en el presupuesto del poder ejercido por el pueblo a través de mecanismos de participación en la toma de decisiones políticas. El pueblo ejerce el poder a través de todos los organismos y poderes del Estado y por medio de sus representantes. No hay democracia entonces cuando se violan las leyes, se atropellan los mecanismos institucionales –sin importar que esto se haga con subterfugios legales– o se usa la fuerza –física y simbólica– para acallar las diferencias. Quien llega al gobierno mediante el voto popular traiciona el mandato y pierde legitimidad cuando con sus acciones atenta contra el sentido esencial de la democracia.

- Integralidad de derechos. La democracia está también indisolublemente unida a vigencia plena de derechos. Derechos sociales, económicos, políticos, culturales. Lo anterior tiene que verificarse en la práctica, es decir, que no basta con declamar “pobreza cero” si actúa en contrario. La vigencia de derechos supone también igualdad de posibilidades de acceso a los bienes y a las oportunidades, tomando en cuenta que no todos los ciudadanos cuentan con las mismas condiciones de base. El Estado, actuando como actor protagónico y responsable de la solidaridad social, debe garantizar tales derechos. Lo que el Estado haga en este sentido no es una dádiva, un beneficio, una ayuda o una caridad. Es restitución de derechos. Quienes reciben este apoyo no son beneficiarios, sino titulares de derecho. El PRO y Cambiemos no lo entienden así. En el Ministerio de Desarrollo Social se está desterrando la palabra derechos para sustituirla por ayuda y quienes reciben aportes dejaron de ser interlocutores o titulares de derechos para volver a ser beneficiarios. La caridad no obliga al Estado sino que lo hace generoso. Los derechos son imperativos.

- Los derechos humanos. Darío Lopérfido, el ministro de Cultura porteño, encarnó de manera patética el perfil del cambio cultural que el PRO pretende hacer en esta materia. Discutir el número de los desaparecidos en la Argentina es una provocación que intenta minimizar el genocidio cometido en el país por la dictadura cívico-militar. Como para no dejar dudas Lopérfido aseguró que “la Argentina es un país con una historia violenta, pero no más violenta que otros países”. Sus afirmaciones apenas tuvieron una tímida aclaración del secretario de Derechos Humanos, Claudio Avruj, para señalar que “el gobierno nacional no comparte los dichos de Lopérfido”. Mientras Cecilia Pando aplaude a Lopérfido, el presidente Macri –que no tiene tiempo para recibir a los organismos de derechos humanos– no consideró que debía pronunciarse sobre el tema. Otra reafirmación de que esta visión es parte del cambio cultural propuesto, en línea con el editorial de La Nación publicado al día siguiente de la elección de Macri y de las decisiones casi secretas del Poder Ejecutivo desfinanciando programas, organismos y organizaciones que han custodiado la vigencia de los derechos humanos. El relato dice que los “derechos humanos son un curro” o que “solo sirven para proteger a los delincuentes y descuidar a las víctimas”.

- Individualismo vs. solidaridad social. No hay democracia sin solidaridad social. Y esta se plasma en condiciones de vida dignas que bien podrían sintetizarse en la tres T propuestas por el papa Francisco y convertidas en eslogan de muchos movimientos sociales en el mundo: Techo, Tierra, Trabajo. Como parte del cambio cultural el macrismo pretende que alcanzar este horizonte depende pura y exclusivamente del esfuerzo y del mérito individual, como si no existiesen condiciones sociales, económicas, políticas y también culturales que condicionan el desarrollo de las personas y coartan sus posibilidades. Para esa mirada basada en el individualismo da lo mismo nacer en cuna de oro que en una familia pobre. Y así, parte del cambio cultural propuesto es presentar historias de vida (cierta catequesis católica hablaba de “vidas ejemplares”) proponiendo como ejemplo a quienes se superan y triunfan venciendo todas las adversidades exclusivamente por sus propios méritos y esfuerzos. Enorme falsedad y mentira cultural. La estrategia de comunicación del macrismo ya tiene en marcha la producción de piezas audiovisuales con estas características. El relato acompaña: “No está bien quien no lo quiere o no lo intenta” o “son pobres porque no quieren trabajar”. Y se estigmatiza a los empleados del Estado por vagos, ñoquis o militantes.

Se podría seguir engrosando la lista de temas. Con los mencionados parece suficiente por ahora para sostener la idea de que el relato es apenas un soporte o un recurso que pretende viabilizar un cambio cultural mucho más profundo, sustituir valores, modificar en sus raíces cuestiones –como la perspectiva de derechos– que se habían arraigado en la cotidianidad de los argentinos. Se entiende entonces que para hacerlo hay que desterrar la política –como sostiene el ideólogo macrista Jaime Durán Barba– y demonizar la militancia como si fuera una peste (o una grasa... para usar la terminología del ministro Prat-Gay). Porque la política es la forma de canalizar, demandar y producir acciones para gestionar intereses y necesidades disímiles en la sociedad. Prescindir de la política es la manera directa de reforzar el dominio de los más fuertes en cualquier ámbito y sentido.

También hay que señalar que una de las principales características de la cultura –si no la principal– es poner en evidencia la capacidad de adaptación de los individuos a los cambios. Por convicción o por fuerza o rigor. La estrategia del macrismo pretende adaptar a la sociedad a una nueva perspectiva y para ello utiliza un método que combina ambos factores: estigmatizar la política, vaciar la democracia de los derechos que le dan sentido e imponer condiciones materiales con el máximo rigor (despidos, represión, bloqueo informativo y negación de la pluralidad). Cambiemos... o cambiemos.

Estas son algunas de las bases del cambio cultural que se intenta. La lucha político cultural no es apenas por imponer un relato. Es para eliminar de cuajo los derechos conquistados y hacerlo sobre la base de un relato que presente todo como “natural” y “justificado” bajo pretexto de acabar con “la pesada herencia”.

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