CONTRATAPA

La forma del viento

Por Rodrigo Fresán
Desde Barcelona

UNO
De un tiempo a esta parte, los noticieros –acaso obligados por el éxito de los reality shows– se han visto obligados a mostrar cosas que –como los reality shows– pongan en evidencia la casi infinita estupidez de los seres humanos. Así, la noticia no es la catástrofe en sí sino el modo en que reacciona el hombre frente a la catástrofe. Así, en nuestros televisores, contemplamos pasmados esas postales que nos envían Katrina y Rita y, ahora mismo, contemplo la épica absurda de un corresponsal de la CNN transmitiendo desde el lugar de los desechos: todo flota y todo vuela y todo flota en el viento y el pobre tipo ahí, aferrado al cable de un micrófono como un barrilete al hilo que lo ata a la tierra. Y no es el único: los corresponsales climáticos de la Fox y de la NBC están en la misma situación mientras –para subrayar sus jadeos que nos dicen que “los vientos son muy fuertes”– se insertan imágenes de megaidiotas caminando por las calles barridas por la lluvia con una botella de cerveza, surfeando olas gigantes y, mi favorita, casándose al aire libre. Idea: transportar a famosos hasta el ojo del huracán. Paris Hilton, Michael Jackson, Condoleezza, verlos volar.

DOS
Y días atrás en este mismo lugar comentaba declaraciones del escritor J. G. Ballard en cuanto a que la ilusión de la conquista del espacio no era otra que un sueño del siglo XIX más o menos realizado durante el XX y que no tenía nada que hacer en nuestro inconsciente marca XXI. ¿Cuál sería entonces la fantasía futurista que marcará estos años? Todo parece indicar que –paradoja de paradojas– será un deseo prehistórico y acaso el primero con el que soñó el ser humano: comprender y dominar el siempre variable e impredecible humor del clima. El mismo Ballard dedicó a esto –a los posibles apocalipsis naturales y fríos y calientes– buena parte de su obra. Novelas como El mundo sumergido, La sequía, El mundo de cristal apuestan a alteraciones psicóticas en la mente de nuestro planeta. Y la primera de ellas –El viento de ninguna parte, publicada en 1962, y desterrada por el propio autor de su obra, prohibiendo su reedición– cuenta lo del título: huracanes gigantes llegando desde ninguna parte y alterando el paisaje para que las ciudades muten a parques temáticos abandonados mientras un millonario megalómano llamado Hardoon se construye su propia pirámide y...

TRES
... más de cuatro décadas después otro millonario megalómano llamado Michael Crichton llegó a Barcelona para presentar Estado de miedo. Novela cuyo principal atractivo –muy por encima de la prosa tan limpia y hollywoodense a la que sólo le faltan las indicaciones para la cámara en la inevitable y próxima película– es la de meterse con los ecologistas y alertadores del cambio climático presentados casi como fundamentalistas islámicos. Gente dispuesta a lo que sea para castigar a los infieles y convertir a los sumisos a su credo. Para Crichton todo este tema del calentamiento global es un invento o, por lo menos, algo de lo que poco y nada se sabe y, quién sabe, hasta es posible que sea algo positivo a mediano plazo. Dijo Crichton que su primera intención fue la de escribir un ensayo “de denuncia”, pero que finalmente se decidió por la novela por considerarla una forma más veloz y entretenida a la hora de difundir sus ideas –el libro abunda en gráficos y notas al pie y estadísticas– producto de una amplia investigación. En Estado de miedo, los malos son algo como ecoterroristas brotados de un pesadillesco sueño húmedo de Bush: tipos capaces de desprender un buen pedazo de Antártida para que suban las aguas, capaces de alterar el caudal de los ríos y, ya que estamos, enviar tsunamis a domicilio. El bueno de la película escrita es Peter Evans –abogado al servicio de un magnate filantrópico– que arranca creyendo los evangelios ecológicos y acaba comprendiendo que había vivido equivocado y que todo eso de agujeros de ozono y efectos invernadero son patrañas, “fantasías medievales” y reflejos automáticos de una especie –la nuestra– siempre fascinada por la idea de experimentar el fin del mundo en vivo y en directo y tal vez por eso allá van esos sadomasoquistas wheather-men de las cadenas televisivas norteamericanas. Y a no quejarse porque mucho peor termina en Estado de miedo uno de esos actores con inquietudes humanitarias: se lo comen los mismísimos caníbales de las islas Salomón a los que defendía y a los que dedicaba festivales benéficos, etc. El mensaje de Crichton –quien tiempo atrás firmó el guión de Twister, aquel film donde volaban hasta las vacas– es claro: la Madre Naturaleza no nos considera sus hijos y no se preocupa por nosotros y resulta absurdo pensar en domesticarla para nuestro beneficio. Si se enoja, lo que corresponde es hacer lo mismo que hicieron nuestros antepasados: salir corriendo hacia la cueva o pirámide más cercana y esperar que a pase el temporal, la glaciación, El Niño, lo que venga.

CUATRO
Y la cosa no sería tan grave –a las palabras se las lleva el viento– si no fuera porque Estado de miedo puede funcionar como coartada para norteamericanos medios a la hora de celebrar que su presidente no firme el Protocolo de Kyoto y todas esas gansadas. Lo inquietante es que Estado de miedo –como su opositora El día después de mañana– sean entendidas por los legos como ciencia –lo mismo sería aplicable a la eficiencia de las agencias de seguridad en series como 24 o a la del ejército en los thrillers militares de Tom Clancy– cuando no son otra cosa que ciencia-ficción o política-ficción con héroes y villanos puros. Imposibilidades y hasta errores imperdonables en una y otra han sido señalados por especialistas. Una cosa es cierta, verificable: en los últimos 35 años la cantidad de vientos circulares han aumentado en un 50 por ciento. Por lo demás, seguimos poniéndoles nombres a tifones y huracanes tal vez para sentir más próximo lo desconocido. Nombres que, leo, parece que no alcanzarán para bautizar a los huracanes de este año, por lo que habrá que pasarse a las letras del alfabeto griego. La cosa no es tan sencilla y para muestra bastan los oráculos meteorológicos que rara vez aciertan entre tanto mapa y máximas y mínimas. Seguimos mojándonos un dedo con saliva para averiguar por dónde sopla y cuál es la forma del viento.
Y la forma del viento es –al final y desde el principio– la forma de todo aquello que el viento arrastra.

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