CONTRATAPA

Con plumas

 Por Rodrigo Fresán
Desde Barcelona

UNO La poetisa norteamericana y reclusa por opción Emily Dickinson alguna vez escribió ese verso tan citado: “La esperanza es la cosa con plumas”. Lo dicho: puro verso y tal vez así fuera en el siglo XIX. Las plumas asociadas directa y libremente al vuelo de ángeles o al batir de aves paradisíacas o –si se ponían terrenales– a almohadas perfectas en las que posar la cabecita para soñar con el ser amado cazando pichones por los montes. En cualquier caso, la poesía –rimas consonantes o asonantes– es para muchos una fuga de las disonancias de la prosa de la realidad o la posibilidad de convertirla en algo mejor o acaso marcada por un dolor más sublime. El hecho es que –gripe aviar– ahora vuelven las oscuras golondrinas. Y los oscuros pollos y pavos y gansos...

DOS ... y Juan Salvador Gaviota se ha convertido en una de esas novelas de terror. Y el pato Saturnino de aquella serie de TV francesa es ahora más peligroso que Hannibal Lecter y que Norman Bates, a quien en sus ratos libres le gustaba disecar águilas y lechuzas. Y las madres ya no asustan a sus pequeños con el Hombre de la Bolsa sino con el cacareante Gallo Claudio. Y Tweety siempre fue un poco perverso. Y se impone una revisión drástica de todos los finales de todos los cuentos de hadas y de brujas: de acuerdo, vivieron felices: pero olvídense de comer perdices y el chef del palacio les recomienda, por ahora, un sabroso conejo; porque mañana nunca se sabe y quizás esté al caer el descubrimiento del síndrome de Bugs Bunny y entonces se volverán más locos que una vaca loca. Ya lo saben, ya han sido advertidos: las aves llegan dispuestas a pasarnos el plumero y ahí viene la plaga y le gusta y le gusta parpar (acción literalmente plúmbea y patotera –relativa a los patos– de lanzar graznidos) y nosotros a correr que hay rebelión en esa granja que tan mal administramos, que se llama Tierra, y que en los últimos días parece dispuesta a colgar el cartelito de “Se vende” y a cambiar de dueño.

TRES Y seguro que Elizabeth Costello –personaje y alter ego extremo del novelista sudafricano J. M. Coetzee– estaría dando saltitos de felicidad ante la noticia de que otra enfermedad animal haya mutado para saltar al hombre. Elizabeth Costello –protagonista de La vida de los animales y de Elizabeth Costello y personaje secundario pero decisivo en la reciente Hombre lento– es una escritora de éxito y defensora casi fundamentalista de los derechos de la fauna, llegando a comparar las masacres pollíferas y los exterminios vacunos con lo sucedido en Auschwitz y sucursales varias. La tesis de Costello es que –al igual de lo sucedido en los campos de exterminio del Tercer Reich– la inmensa mayoría de los seres humanos nos “negamos a siquiera pensar en que aquello que comemos tenga conciencia o alma”, o algo así. Las preocupaciones de Costello, su diatriba justiciera, son atendibles pero, de pronto, secundarias; porque lo que se presenta ahora es una cuestión mucho más interesante: de golpe, las aves –esas legítimas descendientes de los dinosaurios, según las últimas investigaciones– vienen a rompernos el alma a nosotros que las cocinamos durante milenios con tanto amor, que las ascendimos a símbolo navideño y a ofrenda de acción de gracias sin pedirles permiso. Ahora, nuestro sistema inmunológico no reconoce pero adopta el bacilo de esta cosa con plumas. Ahora resulta que ese faisán es primo de Godzilla, un monstruo grande que pisa fuerte.

CUATRO De ahí que –sutil y paradojal venganza– el peligro de la gripe aviar se neutralice con la cocción del monstruo, pero que se propague a lo largo y ancho y alto y bajo de algo tan difícil de controlar como los flujos voladores y migratorios. Cuestión mucho más difícil de controlar que los aeropuertos, aunque se asegura que el virus viajará en sufrido pasajero clase turista. Así, todos los diarios de Europa trajeron en primera plana la noticia de que el virus H5N1 –variante gripal que arrasa el tejido de los pulmones, responsable de 60 muertes en Asia– había desplegado sus alas en Turquía y en Rumania y en Grecia. Y mapitas e infografías, recuerdos de las pandemias gripales, también surgidas en Asia y también plumíferas, de 1918 (los más de 50 millones de muertos de la mal llamada gripe española) y 1957 (70 mil muertos) y 1968 (47 mil muertos) y los documentos de la Organización Mundial de la Salud sonando peligrosamente parecidos a esos catastrofistas thrillers biotecnológicos de Michael Crichton. Y datos que producen escalofríos: un enfermo de gripe normal puede contagiar a medio vagón de metro con un solo estornudo. Una vez que el virus H5N1 se acomode a los portátiles y funcionales contornos del cuerpo humano (efeméride para la que no hay fecha fija pero, afirman los que saben, inevitablemente llegará; advierten que una vacuna podría proteger tan sólo a un 5 por ciento de la población mundial; mientras los laboratorios Roche ya avisaron que no podrán satisfacer demandas del caro y de producción laboriosa medicamento Tamiflu), la velocidad y radio de amplitud de la transmisión será igual de eficaz. Y yo escribo todo esto en un lugar donde, hasta hace poco, la gente se inquietaba cuando alguien de look sultánico subía al metro. Ahora se inquietarán ante aquel que estornuda. Y si el que estornuda tiene rasgos musulmanes... Una cosa es segura: decir “salud” después de cada estornudo será absurdo y hasta de mal gusto.

CINCO Y hoy me compré la última edición de National Geographic y en la portada se anuncia: “La próxima gripe asesina. ¿Podremos detenerla?”. Lindas fotos en blanco y negro: hospitales y cementerios y patos (a quienes los estudiosos acusan de ser “el caballo de Troya de todo el proceso”), duplicando las muertes de 1918 y ascendiendo a un millón las de 1957 y a 750 mil las de 1968. Y sirviendo pronósticos recién salidos del horno: los más cautos predicen 7,4 millones de infectados; los más apocalípticos entre 180 y 360 millones. Y bastarían apenas 180 días para cubrirlo todo. De ser así, de aquí a un tiempo, patos y pollos irán al cine a reírse a carcajadas con una comedia de Alfred Hitchcock titulada Los pájaros. Y entonces nadie pensará que la esperanza es esa cosa con plumas, prefiriendo buscarle rima y métrica a la poética idea de que la desesperanza es una cosa con pico.

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