CONTRATAPA

Un cuento de Pesaj

 Por Leonardo Moledo

Ya que se acerca Pesaj, quiero contarles lo que pasó el año pasado en casa de Rubén. Sobre la mesa había matze, kneidalej, knishes, y toda clase de comida tradicional, milanesas de soja (por la prima Sarita que se había vuelto vegetariana) y empanadas salteñas y charqui indígena, por tres de los chicos que militaban en la veta telúrica y se negaban a comer nada de Tucumán para abajo.

Como nos habíamos propuesto cumplir todos los pasos que marca el ritual, escondimos algunos trozos de matze y cumplimos con la hermosa tradición que manda poner en el centro de la mesa una copa llena hasta el borde de vino especial, por si venía el profeta Elías, a pasar la fiesta con nosotros. Pero cuando llegó el momento –también según manda la tradición– de ir a la puerta, abrirla y fijarse si el profeta Elías había venido, resultó que yo era el único que estaba convencido de que el profeta Elías iba a venir a tomarse su copita, y quizá probar los kneidalej; los demás consideraban que era una simple superstición, amparándose en argumentos estadísticos (que nunca que se supiera jamás había ido a pasar Pesaj con nadie), o groseramente cientificistas (que si viniera primero tocaría el portero eléctrico), como si un profeta que había hecho llover y había exterminado a los enemigos de Yahvé no supiera cuándo y a dónde tenía que ir. Mi convicción era tan intensa, tan rotunda, que casi no me sorprendí cuando abrí la puerta y comprobé que, efectivamente, allí estaba.

Igual fue una conmoción hallarme en su presencia, aunque debo confesar que, en realidad, el profeta Elías no respondía exactamente a la imagen bíblica que me había hecho de él. Por lo menos en la manera de vestir. Yo esperaba una túnica, con un halo brillante alrededor, algo que recordara el momento en que Yahvé lo arrebató hacia el cielo con un carro de fuego y en medio de un torbellino, en presencia de Eliseo de Gilgal (Reyes, 2, 2, 11). Pero no: estaba vestido con jeans de cuero, una remera azul oscuro con la leyenda “Fuck you” que dejaba ver en sus brazos dos tatuajes espeluznantes, y tenía la cara cubierta por un pasamontañas.

Tampoco el revólver que llevaba en la mano sonaba muy bíblico, y no condecía del todo con la manera en que liquidó a los enviados del rey de Samaria cuando cometieron el insoportable pecado de apartarse de Yahvé y adorar a otro dios (Reyes, 2, 1, 10). No cabía duda de que los profetas se actualizaban, y con la situación tal como está en Medio Oriente no era para extrañarse mucho. Además, no estaba solo. A su lado se veía otra figura, Eliseo de Gilgal, seguramente, igualmente armado, y que se cubría la cabeza con una media de seda.

Se me secó repentinamente la boca y empecé a sudar: ¿cómo se le habla a un Profeta? ¿Y en qué idioma? “¿English?”, pregunté, “¿Spanish? ¿Idish?” ¿Y qué decirle? Sin duda, algo bíblico, y largué lo único que me acordaba de memoria, un versículo del Cantar de los Cantares:

“He aquí que tú eres hermosa, amiga mía; he aquí que eres bella: tus ojos de paloma” (Cantar de los Cantares , 1, 15) dije, inclinándome al estilo oriental.

Estoy seguro de que, por un momento, el profeta Elías se quedó desconcertado. Pero enseguida reaccionó, y con la misma decisión con que había apartado las aguas del Jordán a uno y a otro lado (Reyes, 2, 2, 8), me puso el revólver en la cabeza y me pegó un empujón hacia adentro con tanta fuerza que me tiró al piso. Así era él.

–¡Sabedlo! –grité, dando la buena nueva– ¡Ha llegado! ¡La profecía se ha cumplido!

Pero para mi total estupefacción, sólo vi caras de terror. Mientras Eliseo de Gilgal amordazaba a todos los presentes y los ataba a las sillas (es bien sabido que a los profetas les gusta hablar sin que los interrumpan, aunque debo confesar que me pareció exagerado), el Profeta examinaba la mesa con atención. “Todo kosher”, aclaré, haciendo un gesto que, me pareció, correspondía aproximadamente al elusivo concepto de “kosher” (imité como pude un hocico de cerdo e hice “no” con un dedo), para disipar cualquier duda. El Profeta, dirigiéndose a Eliseo, se llevó un índice a la sien y lo giró: ¡había entendido!

“Y cuando él abrió el séptimo sello, fue hecho silencio en el cielo casi por media hora”, dije (Apocalipsis, 8, 1).

Pero no sé si me escucharon, porque ya estaban sacando al palier el televisor, la computadora, la videocasetera, los celulares de todo el mundo. Después, nos encerraron a todos en el baño y aunque casi no podíamos respirar, yo comentaba con gozo: “¡Así destrozó a los que adoraban ídolos y pasó a cuchillo a cuatrocientos cincuenta falsos profetas que consultaban a Baal-zebub, dios de Ecrón!”. Pero ni mis palabras ni mi versación bíblica caían del todo bien –me di cuenta– ni lograban levantar el ánimo de nadie.

Logramos salir recién tres horas más tarde: el departamento estaba completamente vacío: no había quedado nada de nada, salvo la mesa tendida. Ni sillas, ni muebles, ni almohadones. Nada. “Sabedlo”, proclamé con alegría, “y disfrutad de este regalo que nos ha enviado Yahvé, Adonai Elohim: ¡han recreado las condiciones del desierto bíblico por el que el Profeta había vagabundeado y predicado!”, pero sólo recibí en retribución miradas asesinas. Y mientras Rubén en un arranque de antisemitismo llamaba a la policía, me precipité a la mesa y comprobé con inmenso alivio que el profeta Elías se había tomado su copita. Lamentablemente, también se había comido todos los kneidalej y los knishes y, lo que es más grave de todo, el matze, del que no había quedado ni una miga.

Inundado, rebosante de satisfacción, propuse buscar el matze que habíamos escondido, pero nadie se molestó en contestarme siquiera. Seguramente, la emoción de ver al Profeta les había quitado el apetito.

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