CONTRATAPA

Ser monstruo

 Por Rodrigo Fresán
Desde Barcelona

UNO Lo vi en el noticiero, la otra noche, en la hora y en el espacio que se contemplan las cosas más extrañas de este mundo y de tantos otros. Un hombre muy correctamente vestido, serio, de voz agradable y dicción perfecta, mirando primero a cámara y recién después, pero casi enseguida, a nosotros. Transfusión de noticias, el acontecimiento como impulso eléctrico, la novedad como rayo de alta tensión. Y los diferentes voltajes: lo nacional, lo internacional, lo político, lo cultural, lo deportivo, lo meteorológico y, de tanto en tanto, esa noticia que –a falta de un nombre mejor– es considerada “de color”. Un detalle curioso más cerca del Believe It or Not! de Ripley que del rigor de redacciones donde se verifica casi todo antes de comunicarlo. Un paréntesis. Un breve limbo. Algo que distrae del horror de la jornada y que, en ocasiones, es lo único que uno recuerda claramente –anulando discursos, bombas, goles y hasta tormentas– una hora después, cuando empiezan a pesar los párpados y uno empieza a preguntarse aquello que ningún noticiero puede precisar: con qué se soñará esa noche y si a la mañana siguiente todo seguirá estando donde uno lo dejó.

DOS Y entonces yo no tuve dudas en cuanto a lo primero. Yo, seguro, iba a soñar con el monstruo. Con el pescador japonés –muy en plan extra en película con Godzilla o derivado– gritando con la boca bien abierta y los ojos bien abiertos, como gritan los japoneses, “¡Monstruo! ¡Monstruo!” (o al menos eso me dijo el conductor del noticiero que gritaba el pescador japonés). Pero había una extraña y decisiva diferencia entre este pescador y los pescadores cuyo rol es el de ser los primeros en avistar al engendro radiactivo acercándose a la orilla. Este pescador japonés –contrario a lo que obliga el protocolo de la Toho Motion Picture Company– no gritaba y miraba hacia arriba a la espera de la inevitable pata gigante que enseguida lo aplastaría sino hacia abajo, señalando las aguas. Y ahí estaba la nota de color y yo me dije: “Oh... oh... Me parece que esta noche voy a soñar con esto”.

TRES Lo que señalaba el pescador era, sí, un monstruo. Etiqueta ambigua porque –según el Diccionario de la Real Academia Española– monstruo es tanto (1) “Producción contra el orden de la naturaleza” como (2) “Cosa excesivamente grande o extraordinaria” como (3) “Persona o cosa muy fea” como (4) “Persona cruel o perversa” como (5) “Persona de extraordinarias cualidades para desempeñar una actividad determinada” como (6) “Versos sin sentido que el maestro compositor escribe para indicar al libretista dónde ha de colocar el acento en los cantables”. Lo que señalaba el pescador japonés era (1), (2), (3), posiblemente (4), quizá (5) y bajo ningún punto de vista (6). Lo que señalaba el pescador japonés que todas las noches sueña con Hiroshima y Nagasaki era –informó la voz en off del conductor– un “fósil viviente”, apenas evolucionado desde el principio de los tiempos, un “tiburón de aspecto prehistórico” surgido desde las profundidades más profundas de la reserva marina de Shizuoka, perdido, los ojos de tanto no ver, feo como él solo, parte escualo y parte anguila. A Hemingway le habría dado miedo o risa pero nunca piedad, supongo. El monstruo –obvio final infeliz– fue capturado y no demoró en morir, rodeado por todos esos seres que lo señalaban con el dedo que, a decir verdad, tampoco han evolucionado demasiado en los últimos tiempos.

CUATRO Stephen Hawking también es un fósil viviente. La enfermedad avanza y trepa y va petrificando músculos y huesos y casi lo único que se mueve es esa voz metálica y precisa y tan inteligente como aquella que –si hay suerte– nos llegará algún día desde los confines del espacio para salvarnos o, al menos, pacificarnos a patada limpia y alien. Stephen Hawking –para muchos insensibles paradójicamente impresionables– es (1), (2, si se incluye su robótica silla de ruedas), (3) y, porque esas mismas personas suelen ser unas malpensadas, también (4). Para aquellos que le prestan más atención a otras cosas, Hawking es, por encima de todo (5) y, en lo que a mí respecta, además, suele ser una nota “de color”. La semana pasada, sin ir más lejos: Hawking –autor de un libro que muchos compraron, pocos entendieron y casi nadie leyó– había decidido adelantar las agujas del llamado Reloj del Fin del Mundo. Por lo que ahora –informó mi informador de todas las noches– faltaban cinco minutos para el Apocalipsis o, más hawkinganescamante, el Big Pfff. Los cinco minutos son, se entiende, una “cantidad figurada” calculada por los sucesores –18 premios Nobel y la Royal Society de Londres– de aquellos físicos quienes, acaso atormentados por la culpa de su participación en el atómico Manhattan Project junto a otros de la Chicago University, pusieron en marcha este reloj metafórico en 1947. Mi hombre de confianza explicó que un día en este reloj equivale a toda nuestra historia y que, cuando llegue la medianoche, se acabará lo que se daba. Lo más cerca que estuvimos de las campanadas del final –a tan solo dos minutos del adiós– fue en 1953. La crisis de los misiles en 1962 no fue registrada porque todos imaginaron que ni habría tiempo para ajustar las manecillas hasta el -1 segundo o algo por el estilo. Ahora, estamos otra vez en problemas: nunca contamos hasta tan poco y contamos tan poco desde los primeros años de Ronald “Star Wars” Reagan. Así estamos, post-históricos, ciegos, buscando la superficie, flotando extraviados hacia la luz que no es la luz del sol sino, me temo, la tan mentada luz al final del túnel hacia la que nos dirigimos cuando ya no queda nada por dirigir porque todos los botones han sido presionados.

CINCO En mi sueño, Stephen Hawking pescaba a bordo de un botecito y, de pronto, aparecía el tiburón prehistórico y volteaba la embarcación ante el pánico de quienes contemplaban la escena desde la orilla. Se organizaban misiones de rescate, hombres-rana se sumergían y ahí, en el fondo, descubrían a Hawking y a su nuevo amigo partiéndose de la risa. Los dos muy felices y (6) cantando versos sin sentido. Desde la superficie llegaba la última canción de las campanas. En serio. No miento. Ahí me desperté sobresaltado. Faltaban cinco minutos para que sonara el despertador y abajo la calle, sin prisa y sin pausa, comenzaba a llenarse de monstruos.

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