CONTRATAPA › SOBRE “HOLLYWOODLAND”

George Reeves, ni siquiera una lágrima

 Por José Pablo Feinmann

Había hecho un pequeño, estúpido papel en Lo que el viento se llevó. Aparecía entre algunos pretendientes de Scarlet O’Hara, resplandeciente Vivien Leigh. Tal vez esa cercanía, estar ahí, jugando una escena con la mujer de Laurence Olivier, con una actriz shakesperiana, con una gloria del Old Vic Theatre, le hizo creer que podía llegar alto, que tenía talento. Esta fue su creencia triste, la que lo maltrató siempre: creer eso, que tenía talento. Se lo veía sonreír, tratar de actuar con frescura, suelto, como si hubiera nacido para que la Cámara lo amara. Pero en los créditos de la película (de la gran película de Hollywood) figuraba muy atrás. Tanto, que ocupaba el anochecido puesto veintiséis. Esto alcanzó para engañarlo.

La desdicha de George Reeves (“tragedia” le queda grande) es la de muchos. Se trata de un punto delicado. De un equilibrio cruel. De algo que se tiene pero no se tiene del todo. Se lo tiene para entender que hay algo más. Y se lo tiene para entender que nunca se llegará ahí. El talento no se explica. Se lo tiene o no se lo tiene. La gracia, la elegancia, tampoco. ¿Qué tenía Cary Grant? ¿Carisma, talento, astucia, capacidad inagotable para engañar a las audiencias de todo el mundo? Algo sabemos: en el final de Notorious, cuando sube esa escalera para buscar a Ingrid Bergman y salvarla de morir entre venenos y espías nazis, sabemos que nadie podría subir esa escalera como él. No es posible siquiera describir cómo lo hace. Sólo podemos, limitadamente, intentarlo. Sube de a dos escalones. Pero cambia el paso y entonces sube a de a uno. Se inclina hacia la izquierda. Tiene una mano en un bolsillo y la otra suelta, como si flotara. ¿Qué es eso? Es magia. Reeves lo habrá visto muchas veces y, en sus momentos de mayor fe, habrá pensado que esa posibilidad estaba abierta para él. No, la desdicha es que él podía disfrutar con Grant subiendo esa escalera, entendía todo, sabía que eso era pura magia, puro cine. Pero no podía hacerlo.

Anduvo de un lado a otro luego de Lo que el viento se llevó. Y un día le llegó su gran protagónico: sería Superman, el hombre de acero. Era la primera serie del héroe de los norteamericanos. Antes, se lo veía en dibujos animados y en historietas. Ahora, en la TV. Y Superman era George Reeves. Otro, otro que no tuviera el don de ver un poco más allá, se habría conformado. Los chicos lo amaban. Lo miraban como a un ser de otro mundo. Y eso era Superman: venía del planeta Krypton, era un alienígena bondadoso, quería salvar al mundo. Corría, entre sus pequeños admiradores, peligros inesperados. Uno, de pocos años, en una de sus presentaciones en vivo, se le acercó y le dijo: “¿Puedo dispararte, Súperman? Quiero ver cómo te rebotan las balas”. Reeves cree que es un revólver de juguete. No, el revólver está cargado. Se pega el susto de su vida. Algunos sobresaltos, después de todo, tenía su existencia de héroe.

Se despreciaba. Pudo haber disfrutado con el amor de los chicos. De los chicos de todo el mundo. Era más potente que una locomotora. Más rápido que una bala. La gente lo miraba atravesar los aires y exclamaba: “¿Qué es eso? ¡Es un pájaro! ¡Es un avión! ¡No, es Superman!” Tenía visión de rayos X. Tenía una novia que se moría por él: Lois Lane. Vivía en una ciudad maravillosa. Tan maravillosa como lo que no existe: Metrópolis. Era Superman y era Clark Kent, reportero del Daily Planet. Tenía un villano extravagante: Lex Luthor. Y se daba el lujo de dejar a Lois, bellísima, siempre agitada, insatisfecha. Siempre sin el hombre de acero. Sólo un peligro lo acechaba: la kryptonita, esa materia verde de la que estaba hecho su planeta y que, aquí, en la Tierra, lo debilitaba, le quitaba sus poderes. Sin embargo, nunca dejó de recuperarlos y triunfar sobre el mal. ¿Por qué no se conformó? Porque tenía kryptonita en el alma. Cargaba con el drama de Salieri. La historia de las tristezas humanas es una historia –entre otras– protagonizada por todos los Salieris de este mundo. Salieri escucha la música de Mozart y llora. Y le habla, amargamente, a Dios. Y le dice: “¿Por qué si me diste el don para regocijar mi espíritu con esa música celestial, no me diste el don para crearla?” Reeves lo mismo. No se conformaba con ser Superman porque quería ser algo que no era: un actor. Lo era como para querer serlo. Pero querer serlo no era suficiente. Por el contrario, ese querer ser otra cosa de lo que era lo condenaba al dolor, a la frustración. Porque uno es feliz cuando es capaz –hasta cierto punto, digamos– de colmar su deseo. Cuando no, cuando ese deseo se escapa, cuando va más allá de la posibilidad de colmarlo, todo se complica.

Tiene que volar para la serie de TV. Lo cuelgan de unos cables. Conectan un gran ventilador. Estira sus brazos como si atravesara el cielo. Todo va bien. Pero los cables se cortan y Reeves cae de cara al piso. Pudo haberse levantado, pudo haberse reído: era un gaje del oficio. Se quedó en el piso, masticando su humillación, prolongándola. Luego se irguó y dijo: “Agradezco a la Academia de Artes y Ciencias y al pueblo de Illinois, de donde provengo, haberme hecho lo que soy”. Es decir, un muñeco patético. Porque el disfraz de Superman lo humillaba. “¿Se me ve el gran pene que tengo?”, preguntaba siempre burlándose de sí mismo. O también: “¿Puede ser un héroe un hombre en calzoncillos?”

Una mujer, casada con un gran productor de Hollywood, se enamora de él. No es suficiente. Ella lo ayuda. Ya dejará de ser Superman, lo alienta. Ya conseguirá otros papeles. Consigue uno. Fred Zinnemann lo contrata para De aquí a la eternidad. Va al estreno. No bien el público lo ve en la pantalla empieza a gritar: “Es Superman. ¡Más potente que una locomotora”. Risas. Risas. Risas. “¡Más rápido que una bala!” Reeves lo sabe: su destino está marcado. Engaña a su amante. Disfruta infligiéndole humillaciones, sufrimientos innecesarios. Pero ella es dura. Hace años que está en el cine. Y no en vano es la mujer de un productor poderoso y despiadado. Sabe tratar a los hombres belicosos. Cierto día, pierde la paciencia y le escupe la verdad: “¿Sabés por qué te llaman solamente para hacer de Superman? Porque sólo servís para eso. Porque sos un mediocre. Porque nunca vas a ser un actor”. El rompe un vaso, quiere pegarle, se alcoholiza. Pero sabe que ella dijo la verdad. La dice y se va. Reeves queda solo. Más que solo: se queda sin la única mujer que lo comprendía, que pudo comprenderlo y acaso darle algo de amor. Cuando se está cerca del abismo siempre se mata lo mejor que se tiene. El abismo es eso.

Tocaba la guitarra y cantaba boleros. Ni siquiera eso hacía bien. Pero tampoco mal. Lo hacía a medias. Ni tan mal como para que sus amigos no lo escucharan. Ni tan bien como para actuar en público. Odia a los chicos. Los pibes lo miran con una reverencia religiosa. Como un dios. El quiere otro auditorio. El de Clark Gable. El de Spencer Tracy. El de Montgomery Clift. Tiene un representante. Un tipo bueno que no puede conseguirle nada. Que, por fin, agotado por tantas negativas, le dice: “¿Por qué no te conformás con Superman? Para una sola vida alcanza?”.

Un día, harto, vencido por completo, se pega un tiro con una pistola Luger. Era el hombre de acero pero no le rebotaban las balas. La de la Luger horadó su cabeza y se lo llevó para siempre. Consigue la primera plana de todos los diarios. Qué gran noticia: “¡Superman se suicidó!”. La maldición se prolonga. Su heredero, que se llama casi como él, no Reeves pero sí Reeve, Christopher Reeve, hace, en 1978, su primer Superman. Pero está muy lejos de la serie machacada y vulgar, barata, que hacía Reeves: actúan, rodeando a Reeve, Marlon Brando, Gene Hackman, Ned Beatty, Glenn Ford, Valerie Perrine (la compañera de Dustin Hoffman en Lenny), Trevor Howard, Terence Stamp, Larry Hagman. Tiene 143 minutos de duración y un despliegue opulento, una superproducción impecable. “¿Por qué no a mí?”, habrá exclamado Reeves desde algún lugar de la nada.

Pero Reeve, que era un buen actor, se libera del personaje y llega a protagonizar, y muy bien, junto, por ejemplo, a Michael Caine. Era un actor de izquierda. Cierta vez va a Chile: lo llevan para incomodar a Pinochet. El Pinocho, a quien sólo la huesuda pudo vencer, dijo con ironía: “Ahora me han traído a Superman. Ya no saben qué hacer para molestarme”. Pero la maldición de Reeve se volcó en Reeves: tuvo un accidente y quedó cuadripléjico. Ahora los dos están muertos. El hombre de acero es un hombre de lata. A diferencia de Batman, ese murciélago sombrío a quien Tim Burton elevó a obra de arte, Superman tiene los colores de la bandera de su país. Eso no impidió que, de pibes, leyéramos sus historietas con pasión, con inocencia. Viéramos la serie por la tele. Quisimos a George Reeves como lo quisieron todos los pibes del mundo. Pero él no supo querernos a nosotros. Qué pena.

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