CULTURA › ENTREVISTA CON ABELARDO CASTILLO, ANTES DE INAUGURAR, EN DOS SEMANAS, LA FERIA DEL LIBRO

“Uno no elige sus defectos y mucho menos sus virtudes”

Mientras hace las últimas correcciones de un nuevo libro de cuentos, el autor de Crónica de un iniciado y El que tiene sed reedita Las maquinarias de la noche. Abelardo Castillo habla de obsesiones, enfermedades y polémicas culturales.

 Por Angel Berlanga

“Cuando uno llega a esta edad ha aprendido a escribir, cosa que descubrió Borges también a los 70 años”, dice Abelardo Castillo, 69 cumplidos el 27 de marzo, sampedrino, tal vez el mejor cuentista argentino vivo, dicho esto sin ánimo de exaustividad científica. Con la reedición de Las maquinarias de la noche, el cuarto volumen de cuentos de la serie “Los mundos reales”, por estos días toda su obra queda reunida en el sello Seix Barral. Eso hasta que aparezca, tentativamente en octubre, El espejo que tiembla, un nuevo volumen de relatos a los que les está echando unas últimas miradas. “A esta altura –continúa Castillo–, uno aprendió algunas cosas que son de orden más bien moral que formal. Hay una frase de Haydn, de cuando ya era muy mayor, que sirve para explicar bien lo que pasa con las artes en general: ‘Lástima venir a morirme ahora, cuando empiezo a entender para qué sirven los instrumentos de viento’. ‘Se escribe lo que se quiere’, creía yo cuando era joven, con una suerte de omnipotencia literaria; después entró el torrente de la ética en mí, sobre todo la ideológica, y pensaba: ‘Se escribe lo que se debe’. Hasta que descubrí, al final, que en realidad un escritor escribe lo que puede. Teoriza como quiere, pero escribe como puede. Ni siquiera elige del todo sus temas. Naturalmente, no elige sus defectos y mucho menos sus virtudes, ya que las desconoce.”
Castillo acaba de confirmar que será el escritor que inaugure, el próximo 13 de abril, la trigésima edición de la Feria del Libro. “Voy a plantear que no hay lectores sin educación, sin chicos que no van al colegio porque se mueren de hambre”, anticipa. Mientras habla, cada tanto, Castillo experimenta un sobrenivel de énfasis y entonces el hombre agarra los apoyabrazos del sillón y va incorporándose, como si fuera a pararse. Raro verlo sin sus pipas; fumar, en estos últimos meses, sólo le es imprescindible mientras escribe o corrige ficción. En un viejo ejemplar de Emecé de Las maquinarias de la noche muestra las señales de las correcciones para la reedición: “Es una especie de manía”, dice Castillo, y explica que “corregir no es ornamentar, ni buscar una palabra más prestigiosa o académica, sino hacer que el texto funcione en la dirección que iba cuando fue escrito, lo único que sin ciertas barbaridades, que en la juventud suelen ser frecuentes”.
–¿Qué escribió desde El evangelio según Van Hutten?
–He estado escribiendo, pero yo tardo mucho en publicar. Digamos que en los últimos cinco años terminé este nuevo libro de cuentos, El espejo que tiembla. Son once o doce cuentos; tal vez haya más, pero para mí ése es el límite. Estoy dudoso con dos o tres textos, si van a ir o no, o si quedarán para después; pertenecen a la saga de Esteban Espósito (el protagonista de Crónica de un iniciado y El que tiene sed).
–¿Y qué puede anticipar de esos cuentos?
–Que predomina lo fantástico. Aunque yo he escrito textos fantásticos (La casa del largo pasillo, Mis vecinos golpean), en mis libros de cuentos anteriores siempre predominaban los relatos realistas. En los ’60 escribir cuentos fantásticos era casi un pecado mortal: estábamos haciendo la revolución cada cinco minutos y Humberto Constantini, que era un poco mi mentor, me pedía cuentos realistas: escribí El marica, Fermín y Conejo prácticamente en un día para demostrarle que podía hacerlo, a él y a la gente que en ese momento estaba por sacar una revista conmigo. Yo creo que uno, si puede, debe manejar los dos tonos. ¿Cuál es la diferencia en la obra de Maupassant entre los cuentos fantásticos o realistas? O en el mismo Borges: al lado de un cuento de malevos hay otro metafísico. Los cuentos de El espejo que tiembla funcionan dentro de un pequeño sistema que me inventé hace mucho: lo fantástico contado desde el realismo.
–¿Qué descubrió como para decir que “ahora” aprendió a escribir?
–Que lo que llamamos “defectos y virtudes” son la misma cosa, están puestos en el mismo lugar. Para saber dónde están tus virtudes tenés que haber aprendido previamente dónde están tus defectos. A veces los defectos son exageraciones de las virtudes y las virtudes, la potenciación de ciertos defectos. Un ejemplo muy simple: una de las evidentes virtudes de Julio Cortázar era el humor y, a veces, uno de sus problemas más graves era el exceso de humor; cuando se lo siente demasiado juguetón, casi frívolo, cuando su lenguaje se trivializa y pone el “che” por todas partes.
–¿Y en su caso?
–En Israfel, por ejemplo, le hacía decir a Poe, cuando hablaba con su madre, que era el poeta y el cuentista más grande. Luego pensé: “Esto es una barbaridad, vamos a hacer un poco más humilde a este hombre”. Ahora eso está reducido a un texto que dice: “Yo quería ser poeta, madre”. Nada más. Por otra parte, Poe fue un hombre que escribió grandes versos y grandes poemas, algunos de los mejores en lengua inglesa, pero “gran poeta”, en general, no sé. O sea que, por una cuestión de énfasis, estaba mintiendo. Y tal vez hasta me estaba poniendo vanidosamente en la cabeza de Poe: en lugar de describirlo a él, decía lo que sentía yo cuando tenía 22 años. Tengo que limar ese tipo de énfasis. Y también cierta tendencia al ingenio o al humor.
–El énfasis, la desmesura, la desesperación son características en sus personajes y eso, por otra parte, se emparienta con varios escritores que usted admira o quiere mucho: Poe, Arlt, Quiroga.
–Bueno, yo tal vez soy un poco así. Y tengo tendencia a que ese tipo de personajes peguen muy fuertemente en mí. No me he analizado nunca desde afuera como crítico que juzga a un escritor, pero sin necesidad de eso, y leyendo ciertas críticas inteligentes que me han hecho, en casi todos mis textos está presente la muerte, la locura, el alcoholismo, o las relaciones muy encontradas de pareja. Seguramente tiene que ver con mi propia historia y entonces eso es lo que veo del mundo. Pero cuando leo el diario me doy cuenta de que soy un nene de pecho comparado con lo que puede suceder en la realidad: hace poco leí que en San Pedro usaban a una nena de tres meses para pasar cocaína a una cárcel. Cosas que son tan violentas y sangrientas que casi no se pueden escribir. En comparación, mis cuentos son como Caperucita Roja.
–El suicidio es otro de los temas en su obra.
–Me ha preocupado siempre: para aceptarlo, refutarlo o verlo como posibilidad humana. Escribo un diario desde los 18 años: uno de los primeros textos habla del suicidio. Para mí no es algo punible, ni una cobardía: lo juzgo como un acto de libertad. El suicidio de Quiroga me parece absolutamente correcto: ¿por qué iba a vivir con dolor, o aceptar la vejez, si no tenía ganas? Ya había hecho su obra y se despidió alegremente de la vida. Pero no le considero ningún valor en sí mismo: un hombre genial o un estúpido pueden suicidarse. Es un tema que está en mi literatura porque lo he vivido siempre con mucha intensidad, sobre todo por el suicidio de personas cercanas: dos compañeros de secundario, por ejemplo. Un lunes fuimos al colegio y nos enteramos de que se había matado. El sentimiento de culpa que genera, esa cosa de pensar “la podía haber ayudado”, “tal vez si hubiera hablado con ella”. Cuando era adolescente jugaba con la idea: uno está, cuando es joven, erotizado por la muerte. Parece romántica la autodestrucción, y también personajes como Poe o Dylan Thomas.
–¿Cuándo se alejó de esa idea?
–A los 23 años: a esa edad decidí que ya no iba a morir joven y que no iba a ser poeta, porque mis poemas no estaban a la altura de mis designios personales. Elegí la prosa y decidí que si tenía alguna solución mi vidaera vivir un tiempo relativamente largo para escribir lo que tenía que escribir. La idea ya no me preocupó más: diría que tengo frente a la muerte un rechazo instintivo. No es miedo, aunque a veces he utilizado esa palabra; es más bien repulsión. Para mí todo lo que nace está destinado a vivir, a perdurar, no a morir, y por lo tanto la muerte me parece un contrasentido. En realidad tal vez mi idea tiene que ver con el miedo; pero para naturalizarlo, o para pasarlo bien, llevé el tema a una especie de categoría metafísica.
–Usted escribió que casi todo el gran arte de nuestro tiempo es oficio de enfermos sociales, mentales o patológicos. ¿Su enfermedad?
–Es que nuestra sociedad está enferma, ya lo descubrió Freud en El malestar en la cultura, ¿no? Y el arte es, de alguna manera, un oficio de enfermos, lo que no quiere decir que baste estar enfermo para ser un artista. ¿Pero qué hace que un hombre pinte o haga música, qué vacío está tratando de llenar con su mundo imaginario, yuxtapuesto sobre el mundo real? En algunos casos, como Van Gogh o Nietzsche, la enfermedad era real. No hago una celebración de la enfermedad; ha habido sin duda grandes artistas serenos: Goethe o Thomas Mann, por ejemplo, aunque al leer su diario uno dice “tan apolíneo no era, le gustaban cosas un poco raras”.
–Le preguntaba sobre usted.
–Seguramente debo ser un enfermo, pero desconozco el nombre de mi enfermedad. Puede tener que ver con mis orígenes, seguramente con la separación de mis padres. Tenía ocho años y quedé huérfano, por decirlo así, con mi padre. Fui a un colegio salesiano como pupilo. Todo eso no favorece la salud mental, ¿no? De chico tuve principio de meningitis: la gente suele morirse o volverse loca con eso; yo me curé y me volví como un poco más inteligente, a partir de ese momento fue como si se me hubiese abierto el cerebro.

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“Tengo que limar cierto tipo de énfasis y también cierta tendencia al ingenio o al humor”, reflexiona Castillo.
 
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