EL MUNDO › CASI TODO DE LO HECHO EN IRAK APUNTA AL SECRETARIO DE DEFENSA NORTEAMERICANO

La rara guerra que Rumsfeld ganó y perdió

La semana próxima empiezan las indagatorias a la asesora de Seguridad Nacional de EE.UU., Condoleezza Rice, sobre el 11-S. Pero detrás de la historia, y de la subsiguiente guerra fallida en Irak, hay alguien más importante: el secretario de Defensa, Donald Rumsfeld. Aquí, unas claves para entender lo que pasó.

 Por Claudio Uriarte

Recuerdo una de mis ideas más antiguas. El Zar es el jefe y el padre espiritual de ciento cincuenta millones de hombres. Atroz responsabilidad que sólo es aparente. Quizá no sea responsable, ante Dios, sino de unos pocos seres humanos. Si los pobres de su imperio están oprimidos bajo su reinado, si de ese reinado resultan catástrofes inmensas, ¿quién sabe si el sirviente encargado de lustrarle las botas no es el verdadero y solo culpable?. En las disposiciones misteriosas de la Profundidad, ¿quién es de veras Zar, quién es rey, quién puede jactarse de ser un mero sirviente?
León Bloy,
Historias descorteses.


El trivial melodrama desatado a partir de la concesión de la Administración Bush de que su asesora de Seguridad Nacional, Condoleeza Rice, podrá testificar –y bajo la posibilidad de acusación de perjurio– sobre lo que sabía y no sabía sobre el peligro de Al Qaida antes del 11-S parece estar desplazándose hacia un guión más serio. Anteayer, en una nueva concesión, la Casa Blanca desclasificó un documento previo al 11-S donde se ordenaba al secretario de Defensa, Donald Rumsfeld, atacar las bases de Al Qaida en Afganistán. Aquí ya entramos en terreno más serio, y dejamos de lado a la gimnasta, ex pianista, especialista en el ejército checoslovaco y dile- ttante sobre el Ejército Rojo de José Stalin que es Condoleeza Rice.
Hay que tener cuidado: la Casa Blanca, que usualmente es un nido de víboras, donde un abrazo no se diferencia demasiado de una puñalada por la espalda, lo es aún más ahora, por lo que no es posible saber si la orden en cuestión fue realmente emitida o no y en qué términos. Pero lo que trascendió del supuesto documento desclasificado coincide mucho con la versión de Richard Clarke –un jefe de antiterrorismo de tres administraciones norteamericanas, y afiliado republicano que solía llevar un arma de fuego a su despacho–, en el sentido de que Rice ignoraba qué era Al Qaida, y que en ese momento estaba concentrada en la construcción de un escudo antimisiles. Aún más significativamente, coincide con los testimonios de que Rumsfeld, no bien ocurrieron los atentados del 11-S, dijo que “Afganistán no tiene blancos de valor para nosotros, al que hay que atacar es a Irak, que Paul Wolfowitz, su segundo, respaldó ardientemente la tesis en reuniones con George W. Bush (a lo que W. le contestó, amigablemente: “Seguí pensando en eso, Wolfie”), y que el mismo W., en las postrimerías del 11-S, le urgió tres veces y de mala manera a Clarke a que le dijera que Saddam Hussein era el culpable. En otras palabras, parece claro que la invasión a Irak fue siempre una suerte de “idée fixe” de Bush –de lo que también dan testimonio las memorias de su es secretario del Tesoro, Paul O’ Neill, quien dijo que el tema estuvo sobre la mesa desde la primera reunión de gabinete– por más que el estratega militar y la fuerza intelectual tras el proyecto haya sido Rumsfeld. (Hay otra forma de decirlo: que Bush, ahora que afronta problemas electorales, está totalmente dispuesto a echarle la culpa de todo a quien después de todo no fue más que el racionalizador de su envidia edípica, ya que Bush padre fue después de todo quien invadió primero a Irak pero no derrocó a Saddam.)
Aunque parezca arcano, esto ayuda a diferenciar los niveles de responsabilidad dentro de lo que ha sido un gobierno singularmente anárquico, plagado de internas (y por una muy buena razón: que nunca dispuso de un presidente con una visión coherente de las cosas). Por mucho tiempo se adujo que Rumsfeld y el vicepresidente Dick Cheney, ex secretario de Defensa de George H. W. Bush padre y empleado vitalicio de la compañía de servicios energéticos Halliburton –que no sólo le pagaba 10 millones de dólares por mes como su CEO, sino que aún sigue entregándole generosas retribuciones de retiro, gracias a lo cual Halliburton ha conseguido la parte del león en los contratos de reconstrucción de la industria energética del “nuevo Irak”– eran los halcones y principales impulsores en la invasión a Irak. Pero eso siempre sonó un poco raro. Halliburton, por una parte, podría haber conseguido los contratos de reconstrucción con muchas menos bajas y gastos militares estadounidenses si Bush adoptaba la llamada política de “sanciones inteligentes” propulsada en los comienzos de la administración por el apaciguador secretario de Estado, Colin Powell –y que, en efecto, se traducían en la eliminación de todas las sanciones–.Por otro lado, Cheney encabezó en 2002 una kafkiana misión al mundo árabe presuntamente destinada a reunir apoyo a la invasión a Irak, pero que curiosamente fracasaba en cada una de sus escalas, con un Cheney inusualmente suave, comprensivo y sensible a las opiniones de los otros. Uno podía imaginarse que, después de una opípara cena con el príncipe regente de Arabia Saudita o con el emir de Qatar, y en medio del humo de soberbios cigarros cubanos, el Sr. Petróleo interrogaría a su interlocutor, con gesto escéptico: “¿Invadir a Irak?. No, ¿no es cierto?”.
El equívoco sobre la presunta dupla Rumsfeld-Cheney data de años atrás, y su petite-histoire tiene cierta gracia. Rumsfeld, que en 1975 era secretario general de la presidencia de Gerald Ford, fue el que llevó a Cheney a la Casa Blanca por primera vez. Muchos años después, Cheney le retribuiría el favor. Pero no había ningún amor entre Rumsfeld y los Bush: Rumsfeld, un ex congresista de Illinois de enormes ambiciones políticas, por alguna razón veía en George H. W. Bush padre a un temible adversario político (a veces hasta los malvados inteligentes se equivocan) y entonces se las arreglaba para destinarlo a misiones que ahora parecen muy prestigiosas, pero que en esa época, en los ‘70 postnixonianos, eran un verdadero quemo político: primer embajador a una China Comunista que los republicanos protaiwaneses mayoritariamente aborrecían, director de una CIA a la que la ascendente oposición demócrata estaba poniendo sobre la parrilla y embajador ante ese foro antinorteamericano por excelencia que lleva el nombre de Naciones Unidas.
Pero Cheney, que en ese momento no conocía a los Bush, quería trabajar con Rumsfeld, lo que posiblemente haya posibilitado una futura política ezquizofrénica del líder del mundo libre. Una anécdota es ilustrativa. Resulta que el año pasado, Rumsfeld recibió uno de esos Life Achievment Awards (premios por desempeño en la vida, podría traducirse) que son tan comunes en Washington. El maestro de ceremonias fue Dick Cheney, quien relató: “Hace muchos años, tuve una entrevista postulándome para un trabajo bajo Donald Rumsfeld. Me temo que las cosas salieron muy mal. Yo pensé que él era un político joven muy apurado por llegar al poder, y seguramente él me vio como un pedante profesor universitario cabeza de huevo. Probablemente ambos teníamos razón. Pero yo seguía queriendo trabajar con Rumsfeld, y, cuando se presentó la primera oportunidad, volví a postularme. Yo estaba esperando, en un salón lleno de gente, y de pronto entra alguien y pregunta: ‘¿Hay alguien aquí llamado Cheney?’. Yo le dije que era yo, y me llevó a una oficina donde Rumsfeld estaba trabajando solo, sentado a un escritorio. Y, casi sin levantar la vista, me espetó: ‘Vos, vos estás en relaciones con el Congreso. Y ahora largate de acá’”. Rumsfeld, con tono y expresión de falsa indignación, repuso: “¡No fue así en absoluto!”. A lo que Cheney respondió, con una amplia sonrisa: “Por supuesto, eso fue exactamente antes de que Rummy desarrollara ese carácter dulce, amable y conciliador por el que todos lo conocemos ahora”.
Rumsfeld, por cierto, no es dulce, amable ni conciliador. En 1975, cuando –a sus 44 años– era el jefe del Pentágono más joven de la historia de EE.UU., se las arregló para destruir un acuerdo de limitación de armas nucleares estratégicas que el todopoderoso Henry Kissinger estaba a punto de firmar con Leonid Breznev en Rusia. Brent Scowcroft, un hombre de Kissinger, lo llamó a Moscú para decirle: “Henry, no vas a poder creer lo que está ocurriendo acá”. Audaz e imaginativo en Afganistán –donde ganó lo que habían perdido los rusos, los británicos y Alejandro el Grande, entre otros–, lanzó sin embargo una extraña guerra en Irak,centrada en combinar los objetivos de imperialismo y democracia. Se trataba, en su mente, de construir una exitosa y virtuosa plataforma de desestabilización democratizadora que arrojara a las naciones árabes vecinas al paraíso del mercado y las elecciones libres. Perdió su interna con el Departamento de Estado cuando, por alguna razón, Bush decidió reemplazar al virrey seleccionado por Rumsfeld (el general retirado Jay Garner) con Paul Bremer, quien (esto no es un chiste) es un experto en antiterrorismo del Departamento de Estado. Pero no es seguro que con Garner las cosas hubieran ido mejor, por la simple razón de que el imperio y la democracia no son compatibles. El imperio es represivo por naturaleza, y lo que se está viviendo hoy en Irak se parece más a la anarquía y al vacío de poder. Rumsfeld eligió correctamente los modelos de Alemania y de Japón como estructuras a remodelar, pero en esos países los norteamericanos estuvieron al menos cinco años, y ahora, después de la guerra ganada en abril del año pasado, hablan de irse en junio.
Pero Rumsfeld es el autor intelectual indudable de la aventura en Irak, por más que Bush sea su (i)responsable final. Es cierto que antes del 11-S, Rice estaba concentrada en el escudo antimisiles, pero esa era también la prioridad número uno de Rumsfeld, que quería crear la Quinta Fuerza Armada –la espacial– e identificaba a China como el enemigo a 25 años de plazo. Quizá tenía razón, pero demasiado pronto, y Osama bin Laden se encargó de bajar la Quinta Fuerza Armada a tierra. Lo que viene, incluso si gana John Kerry, es más caos, y de eso no tiene la culpa exactamente Rumsfeld: EE.UU. no atacó a Al Qaida el 11-S; Al Qaida atacó a EE.UU. el 11-S. Pero su estrategia fue más ambiciosa y de largo alcance de lo que su nación podía soportar, y ciertamente trabajó bajo un presidente impredecible. Es Bush y no Rumsfeld quien debería ser procesado por el desbande de la guerra en Irak, pero Rummy merece quedar en los registros como uno de los aventureros más temerarios de la historia.

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Donald Rumsfeld con su ex protegido, el vicepresidente Dick Cheney.
El “Sr. Petróleo” aparece en segundo plano, como corresponde a sus acciones sobre Irak.
 
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